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La Primera Línea, el grupo de jóvenes desfavorecidos que encabezan las movilizaciones en Colombia

Un hombre camina junto a motocicletas quemadas en la ciudad de Popayán este viernes.

Pascale Mariani (Mediapart)

Un cordón policial, integrado por agentes con casco, impide el acceso a la estación de autobuses de Portal de las Américas, rebautizada por los manifestantes como “Puerta de la Resistencia”. Frente a ellos, en una extensa explanada, decenas de personas alterados cantan: “¡El que no salta es policía!”. Con gritos de “¡asesinos!”, se acercan peligrosamente a la Policía. Uno de ellos coge un adoquín.

Como surgidos de la nada, una treintena de jóvenes pertrechados con escudos, cascos y máscaras antigás se interponen. Se alinean tranquilamente frente a los manifestantes sobreexcitados, con los escudos en el suelo protegiéndose de las fuerzas del orden. Algunos enarbolan la bandera amarilla-azul-roja, los colores nacionales, como una capa.

En las grandes ciudades colombianas, los grupos de la Primera Línea se han formado espontáneamente en los barrios más incendiariosPrimera : en el sur popular de Bogotá, pero también en Medellín y, sobre todo, en Cali, epicentro de la protesta y de la represión policial.“¡Son nuestros héroes!”, espeta una madre, mientras coloca a un niño pequeño a su lado para hacerle una foto. Un poco más adelante, una mujer desliza un billete en las manos de uno de ellos. Tienen 18, 20, 25 años, como mucho, y forman la Primera Línea. Primera Línea. “Nuestra misión es defender al pueblo de los abusos policiales”, explica Esteban, de 22 años. Como la mayoría de sus compañeros, tiene cara de niño detrás de unas gafas de buceo que supuestamente le protegen de las armas antidisturbios de la Policía, que “apuntan sistemáticamente a los ojos”. Pero “hasta que no lanzan el primer disparo, no les atacamos”, asegura. “¿Qué sentido tiene atacarlos si no tenemos las mismas armas?”.

“Si nos pasa algo, será nuestra contribución al país”, añade Esteban, quien, como el resto de integrantes de la Primera Línea, y muchos manifestantes, prefiere no dar su verdadero nombre.

En un mes, el movimiento de protesta, iniciado el 28 de abril promovido por varios sindicatos en contra de un proyecto de ley de reforma fiscal, ha seguido creciendo. Pocos días después del inicio de las protestas, el Gobierno conservador de Iván Duque retiró el polémico proyecto de ley. El ministro de Economía, responsable de dicho proyecto de ley, dimitió, seguido de otros dos ministros, entre ellos el de Asuntos Exteriores.

Pero nada parece calmar la ira popular. Ha estallado después de más de un año de pandemia covid-19, mientras que la desigualdad y la ausencia de un Estado social se han hecho patentes. El país sudamericano, uno de los mejores alumnos del modelo económico neoliberal en el continente, está en crisis más que nunca.

El Gobierno parece hacer oídos sordos a las reivindicaciones de los manifestantes. A principios de mayo, se inició un diálogo con los representantes sindicales y estudiantiles. Estos últimos pusieron sobre la mesa una serie de reivindicaciones sociales, entre ellas la garantía de unos ingresos mínimos para los más pobres. Sin ningún progreso. “En cualquier caso, no nos representan realmente”, dice un joven de la Primera Línea. Tampoco la mayoría de los partidos políticos, aunque la izquierda colombiana apoya y participa en el movimiento.

A pesar de ello, el presidente Iván Duque se escuda en acusaciones contra su principal opositor, Gustavo Petro, a quien señala como instigador del descontento social. Regularmente arremete contra los “actos de vandalismo” de los manifestantes, así como los cortes de carreteras, “una agresión a los derechos de los colombianos”.

El viernes por la noche en Cali, tras una jornada sangrienta que dejó una docena de manifestantes muertos, el jefe de Estado emitió un decreto destinado a restablecer el orden en el país. Ordenó el despliegue de una “asistencia militar” en 8 de los 32 departamentos del país, así como en 13 municipios. El sábado se habían movilizado 7.000 soldados en Cali.

Lejos de calmar la ira popular, la respuesta represiva del Gobierno aumenta la indignación. La ONG Temblores, especializada en el seguimiento de esta violencia, atribuye a las fuerzas del orden 43 muertes, 47 víctimas de lesiones oculares y 1.445 detenciones arbitrarias. Según la Fiscalía colombiana, 123 personas han desaparecido. También han muerto dos policías, uno de ellos apuñalados.

En el Congreso, la oposición presentó una moción de censura contra el ministro de Defensa, Diego Molano. Pero el Parlamento bicameral, gracias a las alianzas con otros partidos de la derecha conservadora, está mayoritariamente del lado del gobierno. El ministro fue ratificado en el cargo.

Por su parte, la vicepresidenta y flamante ministra de Asuntos Exteriores, Marta Lucía Ramírez, rechazó inicialmente la visita de una comisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, argumentando que los actos violentos estaban aún siendo investigados, antes de retractarse.

Una decisión que tuvo el efecto contrario entre los detractores del Gobierno y la comunidad internacional. Porque el uso excesivo de la fuerza por parte de una Policía, entrenada para la guerra y que ve en cada manifestante a un enemigo al que hay que neutralizar, es más que conocido.

Algunos agentes de Policía disparan munición real en reuniones pacíficas o utilizan armas no letales de tal manera que las hacen mortales. Este es el caso del dispositivo de disparo Venom, vendido por una empresa estadounidense. Se ha utilizado en Bogotá y Popayán contra los manifestantes con fuego directo de munición antidisturbios, en lugar de dispararse de forma parabólica, como se recomienda para este tipo de armamento. En Cali, los civiles armados aparecen en varios vídeos grabados por manifestantes que disparan a la multitud, al lado de policías impasibles.

En todo el país, algunas carreteras importantes están cortadas y se ha incendiado varias cabinas de peaje. En las principales ciudades, la revuelta ha encendido focos de insurrección que la Policía intenta desalojar cada noche. Aquí y allá, los ciudadanos toman la bandera nacional y salen a reclamar sus derechos, en su calle o en las plazas que se han convertido en emblema de la protesta.

No tenemos nada que perder más que nuestras vidas. Nuestra generación no tiene nada. O no hemos podido estudiar o hemos estudiado con mucho sacrificio y no encontramos un trabajo digno”, dice una vecina de la zona del Portal de las Américas.

Detrás de ella, en una señal, puede leerse que el nombre “Puerta de las Américas” se ha sustituido por “Puerta de la Resistencia” en letras blancas sobre fondo rojo. El barrio se encuentra entre Kennedy y Bosa, amplias zonas del sur de Bogotá donde viven cerca de dos millones de personas de las clases sociales más precarias.

Los colombianos, sumidos en un conflicto interno desde hace más de medio siglo, han mantenido hasta ahora sus exigencias al mínimo. Los manifestantes rápidamente fueron tildados de guerrilleros y desacreditados o incluso asesinados por los grupos paramilitares que defendían a los sucesivos gobiernos.

“Mis padres y abuelos me dicen que los jóvenes por fin hemos abierto los ojos. No podemos seguir viviendo en un país arcaico, sin oportunidades de futuro”, dice Esteban, el joven estudiante de la Primera Línea. “Ya no tenemos miedo al Gobierno”, dice un anciano que ha venido a aplaudir a los jóvenes del barrio. Al igual que la gran mayoría de los residentes de Las Américas, apoya completamente a la Primera Línea. “Chile es nuestro modelo; nuestros jóvenes se inspiraron en Chile para organizarse”, añade con entusiasmo.

“Al principio, no teníamos nada para protegernos”, dice Santiago, uno de los líderes y fundadores de la Primera línea local. “Gracias a la solidaridad del pueblo podemos seguir resistiendo”. Cuenta que en los primeros días de las protestas, la Policía confiscó sus escudos improvisados y los apiló frente a la terminal de autobuses, “como un trofeo”.

Una mujer colombiana que vive en Chile se puso entonces en contacto con ellos para enviarles dinero y que pudieran equiparse. “Con eso, compramos 200 barriles y los cortamos en dos: hicimos así 400 escudos”. Suficientes para equipar a la Primera Línea del sector, compuesta por 85 jóvenes, pero también las siguientes. “La segunda línea es una línea de defensa, la tercera es un grupo de contraataque, la cuarta son los paramédicos”, explica.

Los miembros de la quinta línea cogen piedras, las principales armas de los manifestantes, para evitar que sean confiscadas, y sirven de observadores del comportamiento de la Policía. Todo el equipamiento es donado. Los médicos y enfermeras de la cuarta línea son voluntarios.

Desde hace unos días, las madres incluso han organizado un grupo de “madres de primera línea”, debidamente equipadas con escudos para defender a sus hijos. “Es más que nada un acto simbólico, no queremos que vayan a la batalla”, dice divertido el adolescente.

Santiago sólo tiene 18 años. Todavía es un estudiante de secundaria. Pero desde hace un mes, rara vez va a casa. Prácticamente vive en la explanada y pasa las noches enfrentándose a la Policía.

“Al principio, sólo éramos 30 o 40 personas. La gente desconfiaba. Sabían que luchábamos por algo, pero no sabían por qué exactamente. Luego hablamos con los lugareños. Les explicamos que la Primera Línea lucha por ellos, por la generación anterior y por la siguiente. Lo que queremos es, en primer lugar, que se escuche a la comunidad. Y en segundo lugar, que la fuerza pública sepa que la gente no está sola”, explica Santiago, constantemente interrumpido por personas de todas las edades que le traen información, un bocadillo o un café.

Por la noche, la explanada se convierte en un campo de batalla. Todas las noches, a partir de las 21 horas, comienzan las “peleas”, como las llama Santiago, cuando la policía intenta desalojar la zona. “Cuando nos vemos obligados a replegarnos, vamos por ahí”, dice, señalando algunos tristes bloques de viviendas. “La gente nos ayuda mucho. Nos dan leche o cubos de agua para calmar las quemaduras de los gases”.

Detrás de él, enormes ollas hierven a fuego lento en las hogueras. Los lugareños están haciendo comedores de beneficencia para alimentar a los manifestantes. “Algunos de nosotros estamos comiendo mucho mejor que antes. Muchas familias de aquí no tienen suficiente para comer”, dice Santiago.

La noche cae sobre la Puerta de la Resistencia. Esta noche se cumplía un mes del inicio de la protesta. Han venido familias enteras del barrio, con niños en pijama. Una pareja quema cajas de cartón para mantener el fuego que bloquea una calle adyacente.

Eyser, de 48 años, protesta con sus hijos, su hermana y sus sobrinos. “¡Nunca hubiera imaginado esto! Llegaremos hasta el final, hasta que este Gobierno caiga”, dice, envalentonada por la multitud. “Nosotros, los pobres, toda nuestra vida tenemos que luchar para sobrevivir, sin recibir nunca ninguna ayuda del Estado. En este país, sin dinero no eres nada. Esto debe cambiar de una vez”. “¡Estamos aquí por el país! Estamos aquí por el país”, dice su hija de 15 años.

Un helicóptero sobrevuela la plaza, apuntado por decenas de láseres verdes, otra arma de los manifestantes inspirada en la protesta chilena. Una alegre marea humana ha irrumpido en la avenida de Cali, la vía principal frente a la terminal de transporte de Las Américas.

La pasarela peatonal que la cruza amenaza con venirse abajo con los bailes, al ritmo de los lemas antigubernamentales. “¡1, 2, 3, stop! Uribe, paramilitar, hijo de puta!”, en alusión al expresidente Álvaro Uribe, mentor del actual Ejecutivo.

Se acusa al hombre que dirigió el país con mano férrea de 2002 a 2010 de estar en el entorno de los paramilitares de extrema derecha desde el comienzo de su carrera política. Hoy se centran en él todos los odios acumulados.

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Entrada la noche, todo el sector se queda sin electricidad. La Policía finalmente dispersa la manifestación. Las familias se van a dormir a toda velocidad, huyendo de los gases lacrimógenos. Entre las fuerzas del orden y los integrantes de la primera, de la segunda y de la tercera líneas, los enfrentamientos se prolongaron durante toda la noche. 

“Un día, seremos nosotros quienes los ataquemos y no podrán contenernos. Un día, todo el mundo aquí, también las personas de la tercera edad, se volverán en su contra. No quedará nadie en sus casas”, se atreve a soñar Santiago. “Ese día, estaremos ante el renacimiento del país”, añade el anciano a su lado.

Traducción: Mariola Moreno

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