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¿'Share' o no 'share'? Un dilema moral

¿Se puede hacer show del drama humano, de extraordinarias dimensiones, que protagoniza un niño de dos años? Sí se puede. ¿Se debe hacer show del drama humano, de extraordinarias dimensiones, que protagoniza un niño de dos años? La respuesta la tiene cada uno de ustedes. La mía es no.

Créanme si les digo que me duele el dedo de hacer zapping para escapar del “minuto a minuto” del caso Julen.

Y no, no huyo a causa del dolor que me provoca esta historia terrible y angustiosa, que sería perfectamente comprensible. No estamos obligados a sufrir por cada drama que sucede en el mundo, primero porque es imposible llegar a todos y segundo porque, a pesar del dicho: “Que Dios no te dé todo lo que puedas soportar”, el límite de la fortaleza emocional existe.

Todos tenemos desgracias diarias con las que convivimos y todos tenemos un techo de dolor. Cuando lo sobrecargamos, nos cae encima y nos impide seguir caminando.

Los que hemos atravesado o atravesamos por caminos tremendamente dolorosos –quién se libra de ello–, sabemos que los psicólogos nos recomiendan expresar nuestras emociones, permitirnos el sufrimiento, llorar. Pero también nos aconsejan eliminar, en la medida de lo posible, aquellas situaciones, evitables, que aumentan nuestra angustia y tratar de dejar un espacio libre de dolor para poder respirar. Mi amiga Pepa lo llama “llenar el otro vasito de alegría” para que no bebas únicamente del que se te va llenando de tragedia.

Pero no, no escapo del seguimiento mediático de la operación en Totalán para protegerme de ese dolor agudo que provoca la empatía, lo hago porque no aguanto la mezcla de tristeza, indignación y vergüenza que me produce tal espectáculo. Lo siento, me resulta insoportable asistir al show mediático que tiene como protagonista a un niño de dos años.

No tengo hijos, pero da igual. Tengo sobrinos carnales, sobrinos postizos, ahijados, pequeños amigos, pero da igual. No solo me duelen ellos, también me duele Julen y me duele el pescadito Gabriel; me duelen los niños que se ahogan en el mar, porque sus padres les meten en una patera en el intento de darles una vida mejor, me duelen los niños maltratados, los niños abusados. Me duele la niña india que el pasado verano fue devuelta por sus padres adoptivos porque tenía más años de lo que les dijeron en la documentación.

Me duelen todos ellos, aunque no los conozca, porque creo firmemente en la idea de que esos niños son míos, tuyos, de todos. Porque no tengo ninguna duda acerca de que cada uno de nosotros tiene la obligación de proteger a los miembros más vulnerables de la manada.

Sí, ya sé que nos cuesta emplear este término desde la aparición del grupo de indeseables que se hicieron famosos en los San Fermines por violar en grupo a una mujer, pero “la manada”, en su acepción natural, está muy por encima de la bajeza moral de esos tipos. La expresión define a un grupo de animales, domésticos o salvajes, que caminan juntos.

Y sí, los cachorros de la manada humana deberían ser cuidados y protegidos por todos los ejemplares adultos y que, al menos, en esta cuestión, camináramos juntos.

Por eso me desgarra cualquier noticia terrible que tiene que ver con nuestros bebés, con nuestros niños, con los individuos más frágiles, inocentes y puros de la especie humana. Por eso me resulta imposible digerir que una desgracia como esta pueda ser convertida en show con tal desparpajo.

El pasado jueves, se celebró el día del patrón de los periodistas, San Francisco de Sales. “De Sales” es un patrón muy adecuado, porque si eres periodista y tienes la suerte de poder ejercer tu oficio, “sales” en un medio escrito con una pieza informativa, “sales” en la radio, “sales” en la tele o “sales” en un ERE…

Si estás tratando de abrirte camino en la profesión, “sales” a buscar el reportaje que te han encargado, te dejas la piel para lograrlo y si consigues una pieza o, al menos un testimonio potente, quizás tu jefe te diga que “estás que te sales”.

Pero ¿qué ocurre después? ¿Qué sucede cuando te enfrentas a tu conciencia, en ese espacio que solo habitas tú? Cuando hablas contigo, cuando te pides a ti misma explicaciones sobre tu conducta, cuando es tu ética la única jefa ante la que te toca rendir cuentas…

En toda mi vida profesional, nunca he experimentado una comezón más fuerte que la provocada por la sensación de no haber actuado correctamente. Ninguna recriminación del jefe de turno me ha quitado tanto el sueño, como la sensación de suciedad y de culpa que te produce ser consciente de que has dejado de ser quien eres para cumplir con un encargo o, sencillamente, para intentar brillar.

En humor lo llamamos “morir por el chiste”, en periodismo podríamos llamarlo “morir por el reportaje, por la exclusiva, por la primicia” y en los medios, “morir por el share, por el click bait, por el EGM”.

Son muchas las voces que en estos días piden una reflexión del mundo informativo acerca de su actuación en este asunto, pero yo no albergo ninguna esperanza. El caso de Julen no es el primero, ni será el último. Hemos asistido a este circo trágico muchas otras veces y habrá más sesiones en la pista, porque los datos de audiencia son mucho más fuertes que la conciencia. Es el mercado mediático, amigo. Muy fan.

NOTA DE LA AUTORA: Con respecto a lo único importante de esta historia, mi admiración a todos los que han trabajando para intentarlo. Descansa en paz, pequeño Julen.

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