Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Semana de fiesta mayor: por todo el país se celebran homenajes a la tromboflebitis, pionera de nuestra democracia. En general, toda jarana me parece poca: si hay que sacar los pífanos y la pandereta para celebrar que el generalísimo sigue muerto, que arda la pólvora y vino para todos; pero me admitirán que es una "mijita" triste poner la procesión en la calle para celebrar que, hará cincuenta años, el chiringo patrio lo heredase Juan Carlos porque un dictador nos palmó de viejo.
De la dictadura a una monarquía, muy moderno todo. Uno nota que a su país le falta épica cuando los especiales sobre el día de la liberación tienen que afanarse en que la promulgación de la Ley para la Reforma Política parezca trepidante. Miren, lástima que a Franco no le dieran tormento ni las Brigadas Internacionales ni los chequistas, pero no despreciemos las "fatiguitas" del encarnizamiento terapéutico en favor de que todo quedase atado y bien atado. No pudimos colgarlo bocabajo de una gasolinera, pero al tipo lo pasearon por el Pardo envuelto en una alfombra: durum de caudillo, oferta por tiempo limitado.
Como los millares de actos prometidos por el presidente para este aniversario glorioso no terminaron de acontecer (promesa incumplida, dimisión), he tenido que buscar entretenimiento curioseando en la trinchera de enfrente. Hay todo un mundo de diversión y fanatismo a apenas unos clics de distancia: gente que, en el año dos mil veinticinco de nuestro señor, sigue diciendo que solo hay que comparar el estado en que Paquito se encontró España y el lustre con el que la dejó, así que tan malo no sería pasar medio siglo a régimen. Es cierto: tres años de guerra civil te dejan la patria manga por hombro.
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«Mire usted los indicadores económicos», repiten. «Franco inventó la clase media». Ya es casualidad que el ingenio coincida con la mejora general de las condiciones de vida en todos los países occidentales fruto de la bonanza que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial. «Hizo carreteras» España, el único páramo asfaltado de la tierra: cada semana, miríadas de japoneses vienen a hacer fotos de la A1. «¡Pantanos!». Si te pasas treinta y seis años dándole a la autocracia, digo yo que algo tendrás que hacer.
Su emérita majestad anda refunfuñando por Abbu Dabi porque la han dejado fuera de la efeméride. A los dos días del acabose, a Juan Carlos lo proclamaron rey después de jurar los principios del Movimiento Nacional y las Leyes Fundamentales del Reino: el poder aborrece el vacío. Desde su adosado en el desierto, el borbón andará recitando el célebre pasaje de sus memorias: «No olvides que heredas un sistema político que yo he construido. Puedes excluirme en el plano personal y financiero, pero no puedes rechazar la herencia institucional en la que has crecido. Solo hay un paso entre ambas». En Zarzuela, el galeno real acude presto a aliviar un molesto ataque de tinnitus.
Aunque hay quien me acusa de republicano, cachis, ¡estoy de acuerdo con don Juan Carlos! De Paco a Juan, de Juan a Felipe. Y sí, vendrá algún constitucionalista sensato a amonestarme con la cantinela de que, la gente guapa se aceptó en solemne plebiscito, como si fuésemos todos idiotas. La celebración del trágala la dejamos para dentro de un par de años. «Me pedían un referéndum monarquía o república: hice encuestas y perdíamos», declaró Suárez a micro tapado. Para nosotros, la corona fue como las cookies del navegador: si no las aceptas, no pasas de pantalla.
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