Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
El teléfono repiqueteaba: en la pantalla, uno de esos números larguísimos de centralita. «¿Diga?». Del otro lado, una doctora se disponía a cantarme el resultado de una prueba rutinaria. Tras las preguntas de rigor y las recomendaciones sabidas, la doña (imagino que con tremendo sobresalto) reparó en el peso y la altura que figuran en mi ficha y quiso saber si me había visto un endocrino. Le dije que no (me hago muchos análisis y sé que mis glándulas están en perfecto orden de revista) y ella, extrañada, se ofreció a derivarme. «Si lo prefieres, puedo recetarte unas inyecciones para bajar peso. Son caras, pero te ahorras pedir cita con el especialista».
—¿Cómo dice?
—Es una medicación que te hace perder el apetito.
—¿Y por qué demonios iba a querer yo eso?
Mi interlocutora calló unos segundos. Me dijo que debía pedir una cita con mi médico de cabecera para la derivación y que me mandaría por correo el informe. Yo le dije que prefería cambiar de médico. Me dijo que, si quería, me daba el alta para facilitar el trámite. A los dos días, un sobre, con chispeante membrete hospitalario, aguardaba en mi buzón. Leí los papeles. En la firma, doña mengana de tal, residente de segundo año.
La bata blanca impone mucho, pero que un neurólogo te quiera poner a dieta no es muy distinto a que el cartero te llame narizotas
Ser gordo e ir al médico es una experiencia fascinante: hay galenos convencidos de que la conjuntivitis la causa el michelín. A mí, como les he contado en alguna ocasión, la orondez no me ha traído más que alegrías; y nunca me he hecho un chequeo en el que me quedase algo para septiembre. Y aunque no esté en disposición de discutir si los males achacados al sobrepeso son tantos como los pintan, algo me dice que recomendar fármacos milagrosos con tropecientos efectos secundarios (el brebaje se utiliza para tratar la diabetes, lo del adelgazamiento es colateral) a un tipo al que nunca has visto ni examinado y que fue a consulta para mirarse una cosa del cerebro y no de la barriga… quizás computa como mala praxis.
Si me hubiese preguntado, podría haberle contado que llevo meses sin dar más de dos pasos porque al ritmo al que suben los precios y al precio al que nos pagan la página, retirarme diez minutos del escritorio podría llevarme al desahucio. El estrés crónico creo que tampoco te hace tipín, pero chico, inyéctate este remedio fabuloso y si revienta por algún lado ya te diremos que la culpa es tuya por no haberte puesto a dieta a tiempo.
Ignoro (y paso de perder el tiempo estudiándolo) cómo funciona el puñetero Ozempic o qué le pasa a la gente cuando deja de tomárselo (intuyo que el efecto rebote debe de ser de aúpa), pero me preocupa que los médicos de la sanidad pública (si los residentes andan así, imagínense los jefes de servicio) consideren recetar tan alegremente fármacos peligrosos que, en el mejor de los casos, tratan el síntoma (miren si no lo que pasa con los ansiolíticos y los antidepresivos, que los regalan en los ambulatorios).
La bata blanca impone mucho, pero que un neurólogo te quiera poner a dieta no es muy distinto a que el cartero te llame narizotas. Un insulto, vamos. Los gordos tendremos fama de risueños y bonachones, pero podemos ser enemigos formidables: con el cabreo he empezado a redactar un minucioso recetario cuyo ingrediente principal es la carne de médico entrometido. El kilo, contando los años de facultad y especialización, sale más barato que el dichoso medicamento, que se vende a ciento cincuenta machacantes al mes. He googleado sus efectos y la gente se queda en la sombra de lo que fue. Quita, quita. Encomendémonos, hermanos de contorno generoso, al feliz John Falstaff, que supo que adelgazar era diluirse y que, enflaquecido, nadie lo amaría. También en mi barriga un millar de lenguas claman mi nombre («Falstaff inmenso, enorme Falstaff»). Este es mi reino y lo haré crecer.
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