Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Termina una de esas semanas intensas en las que la velocidad de estos tiempos marcados por la ansiedad tecnológica dificulta la gestión de los asuntos que van surgiendo y el análisis certero de su relevancia. Confieso que agota (y acojona) la posibilidad de confundir lo urgente con lo importante o la anécdota con el hecho relevante.
Hemos venido asistiendo a un vendaval originado en el mundo de la cultura que ha tenido ramificaciones políticas (por una vez, al contrario del circuito habitual). Todo porque el director del Instituto Cervantes, Luis García Montero –colaborador y miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre–), respondió a una pregunta sobre sus relaciones con el máximo responsable de la Real Academia Española (RAE), Santiago Muñoz Machado, recordando un par de datos perfectamente contrastados: el primero, Luis, es poeta, filólogo y catedrático de Literatura, y el segundo es catedrático de Derecho Administrativo y con despacho de abogados especializado en relaciones crematísticas con las grandes empresas del IBEX. (Tan cierto como que, en su día, Muñoz Machado estuvo implicado en el llamado caso Telecinco y, aunque salió finalmente absuelto, la lectura del sumario deja bastante claro a qué se dedicaba el hoy encargado de velar por la limpieza y esplendor de nuestro idioma).
A cualquiera que le conozca lo suficiente, no puede sorprenderle que Luis García Montero diga exactamente lo que piensa, sin florituras diplomáticas por lo general exigibles a cualquier responsable de un cargo público con ambiciones políticas (lean hoy en estas mismas páginas su irónica reflexión sobre lo ocurrido). Lo que confieso que sigue provocándome cierta perplejidad (infinita ingenuidad la mía) es el desparpajo con el que se pone en marcha la maquinaria del fango en este país. A la vista de lo que escuchamos en las sesiones de control del Congreso, que un poeta se dirija a un administrativista llamándole por su nombre y añadiendo su dedicación, sin un solo insulto por medio, no debería llamar apenas la atención –más allá de la oportunidad de la cosa en vísperas de un Congreso Internacional de la Lengua–. Pues no. Enseguida se respondió a una declaración espontánea con un solemne (y presunto) comunicado oficial de la Academia y, sin solución de continuidad, una retahíla de infamias lanzadas por algún académico senil, un escritor de bestsellers sufriente por el reconocimiento literario que no obtiene –pese a sus grandes ventas–, y ciertos iletrados tan calumniadores como desmemoriados. (Parece mentira que algún experiodista autoconvencido de que podía saltarse todas las normas de un ente público como el Cervantes, incluida la edad de jubilación, sin apenas pisar la sede que dirigía, aún se atreva a ensuciar desde pseudomedios falsariamente “objetivos” el nombre de quien decidió resolver el disparate heredado sin echarlo a los públicos leones).
Al fondo de todo este ruido lo que se cuece es precisamente el guiso de la sucesión de Muñoz Machado al frente de la RAE. No puede contar con los dos tercios de apoyos que necesita para revalidar mandato por tercera vez, y ahí aparece el incombustible Juan Luis Cebrián, que a sus ochenta años mantiene intacta su adicción enfermiza al poder, si no es mediático será cultural –siempre arropado por sus contactos en el mundo de las altas finanzas–. Disparar con dinero ajeno es una de sus habilidades más contrastadas. Circular en coche de empresa, y con asistente que vigile su peinado, es una costumbre arraigada a la que no está dispuesto a renunciar. La tropa de aduladores se ha lanzado a la tarea.
En este nuestro querido país, funcionamientos mafiosos hay en sectores tan variados como la política, la cultura o la judicatura. Así que pasamos de la perplejidad al estupor. Ese es el término empleado por el juez del Tribunal Supremo Leopoldo Puente, instructor del caso Ábalos-Koldo-Cerdán, para expresar su “natural estupor” por el hecho de que el exministro José Luis Ábalos se enfrente en el mismo día a un posible encarcelamiento por la mañana y siga disfrutando por la tarde de las prerrogativas que conlleva su acta de diputado. Dicho de otra forma, el juez Puente no ve elementos suficientes para encarcelar a Ábalos –aunque ganas no le falten ni las disimule– pero se permite indicar al poder legislativo la necesidad de reformar su Reglamento para impedir que un investigado por delitos de corrupción mantenga sus privilegios parlamentarios aunque no haya auto de procesamiento ni, por supuesto, sentencia (ver aquí). No estupor, pero cierta perplejidad causa el hecho de que Ábalos y Koldo sigan en libertad y Cerdán lleve más de tres meses encarcelado, habiendo formado los tres –presuntamente– un entramado criminal con las tareas delictivas repartidas.
En este nuestro querido país, funcionamientos mafiosos hay en sectores tan variados como la política, la cultura o la judicatura. Así que pasamos de la perplejidad al estupor
Sobran los motivos para sentir estupor ante la “piel fina” que desde ámbitos judiciales se muestra desde 2018 cada vez que surge una crítica a sus actuaciones procedente de la política. Se envuelven en el pilar democrático de la separación de poderes como Pujol se envolvía en la bandera catalana si alguien osaba criticar sus exigencias nacionalistas o como Aznar elevaba un banderón de la rojigualda en Colón que demostrara quién la tiene más larga en cuestiones de (falso) patriotismo. Pero ellos, ciertos jueces y magistrados que se creen elegidos por un poder divino para “salvar España” de esta panda de rojos peligrosos e independentistas alocados, se regodean en autos que no resistirían el menor examen de apariencia de imparcialidad a la que están obligados ni, muchísimo menos, el respeto que Montesquieu exigía a los togados respecto al Ejecutivo y el Legislativo. Han decidido que la separación de poderes solo se concibe contra cualquier injerencia política en decisiones judiciales, nunca contra las descaradas injerencias que algunos magistrados –con especial persistencia desde la Sala Segunda del Supremo que hasta hace poco presidía Manuel Marchena, predestinado en su día a controlar esa sala para el PP “desde detrás”, Cosidó dixit– practican sobre el poder Legislativo y el Ejecutivo, sin complejos.
El juez Puente, sufridor del citado “estupor”, es precisamente el autor de la cuestión de inconstitucionalidad presentada por el Supremo contra la ley de amnistía, en la que calificaba en al menos diez ocasiones el procés de “golpe de Estado”, pese a que la propia sentencia del alto tribunal que condenó a los principales líderes independentistas desechó tal definición, del mismo modo que descartó el delito de rebelión. Da igual. Marchena y Puente comparten la “insumisión” del Supremo contra la amnistía aprobada por el Parlamento, reinventando la interpretación del delito de malversación con una mirada tan creativa y forzada que la magistrada Ana Ferrer, autora del voto particular discrepante de aquel auto memorable, tuvo que expresar algo así: “oigan, que yo firmé la sentencia del procés, estuve en todos los debates previos y jamás nadie mencionó esa interpretación de la malversación” (ver aquí). Se trataba de boicotear la aplicación de la ley de amnistía aprobada por la mayoría parlamentaria. Y de momento lo consiguen.
Como consiguieron, de la mano (¡oh, sorpresa!) de Manuel Marchena, alterar la composición del Congreso expulsando al entonces diputado de Podemos Alberto Rodríguez bajo una acusación de violencia en una protesta popular que quedó finalmente en una multa de 540 euros. El TC estableció tres años después que aquella sentencia había vulnerado el derecho fundamental del diputado y que jamás debió ser expulsado de la Cámara, decisión que tomó la entonces presidenta Meritxell Batet ante las amenazas de Marchena de consecuencias penales si no procedía a la suspensión de Rodríguez. “Natural estupor” debería haber producido tamaño disparate en la injerencia del poder judicial en el Legislativo.
Por no citar la retahíla de ofensas, insultos y presiones expresadas por distintos togados contra el Gobierno legítimo presidido por Pedro Sánchez. Se diría que Ricardo Conde, Promotor de la Comisión Disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial (llamado coloquialmente Inquisidor para aportarle una temida autoridad que no ejerce) trabaja menos que Santiago Abascal. Para qué, si ni siquiera la presidenta del Consejo, Isabel Perelló –elegida en su día como nombre de consenso después de cinco años largos de INCONSTITUCIONAL bloqueo del órgano por parte de la derecha–, ha dado signo alguno de salirse de esa falsa equidistancia que siempre se inclina al lado diestro sin disimulo, tanto en la justicia como en la política o el periodismo. Perelló se ha puesto muy solemne cuando algún magistrado se considera afectado por declaraciones políticas, pero jamás ha movido una ceja ante los atropellos constantes al poder legislativo que se cometen por togados que incluso se permiten manifestarse contra el Gobierno a las puertas de sus juzgados. No sólo quieren decidir cómo se resuelve la crisis constitucional que se vivió en Cataluña, sino también qué reformas son admisibles y cuáles no acerca del acceso a la carrera judicial.
Llegamos de nuevo al punto del que, desgraciadamente, no hay (de momento) conciencia colectiva en este nuestro querido país. Hay gente muy significada en la política, en la justicia, en los poderes económicos, incluso en las instituciones culturales, que no acepta de ningún modo que haya “rojos” al frente de los asuntos públicos, elegidos o nombrados de forma legítima. Consideran que España viene siendo un cortijo en el que mandan los que tienen que mandar, por más que les incordie la obligación de pasar por las urnas cada cuatro años o la de respetar la separación de poderes en la que se basa la democracia. Si hay que saltarse esas mínimas reglas, se saltan.
Lo dicho, de la perplejidad al estupor.
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