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¿... Y el rey qué opina de esto?

El intento del PP de impedir una votación parlamentaria utilizando la mayoría conservadora caducada en el Tribunal Constitucional es una de las acciones más graves contra el ordenamiento constitucional que uno alcanza a recordar. De hecho no hay precedente alguno de convocatoria urgente de un pleno del TC con el fin de estudiar la ejecución de medidas “cautelares o cautelarísimas” para impedir la votación parlamentaria de una proposición de ley (ver aquí). Finalmente, los seis miembros del alto tribunal designados a propuesta del PP (e, insisto, varios de ellos con mandato caducado) no se han atrevido este jueves a imponer lo que era un “golpe blando” a la democracia (ver aquí el clarificador análisis de Pilar Velasco) y han optado por aplazar su debate al lunes y permitir (¡como si pudieran hacer otra cosa!) que el órgano que representa la soberanía popular, o sea el Parlamento, votara lo que considerase oportuno. La pregunta, o una de las preguntas pertinentes a esta hora del disparatado momento político, es: ¿no tiene nada que decir o hacer el jefe del Estado ante una crisis institucional de esta magnitud?

Sin rodeos. A uno no se le ocurre oportunidad más clara para que el rey cumpla el casi único papel que el artículo 56 de la Constitución le adjudica en su apartado 1: “El rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…” (Mejor olvidemos otros apartados de ese mismo artículo, y especialmente el que establece la inviolabilidad de sus actos, que tantas vergüenzas nos hace pasar). Lo cierto es que “arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones” es el encargo más activo y explícito que nuestra “ley de leyes” adjudica al jefe del Estado. Sin que nadie se lo pidiera (¿o sí?), Felipe VI consideró “oportuno y conveniente” (como diría Rajoy) emitir un mensaje institucional el 3 de octubre de 2017 en el que defendía toda la actuación del Gobierno del Partido Popular en la crisis constitucional suscitada desde Cataluña y venía a justificar la completa judicialización de esa crisis sin incluir la menor referencia a la necesidad de resolver desde la política cualquier conflicto institucional o político en un Estado democrático y plural regido por una Constitución de carácter no militante. Ese discurso, junto al caso Nóos y la evasión fiscal impune protagonizada por su padre, Juan Carlos I, supone probablemente el mayor lastre contra el que tiene que operar el reinado de Felipe VI, cuyo discurso de entronización prometía unos niveles de transparencia y compromiso ético con la pluralidad de España que despertaron unas expectativas que trascendían la militancia monárquica o republicana. Habría sido, a mi juicio, “oportuno y conveniente” que el rey hubiera lanzado ya hace tiempo algún mensaje nítido ante el bloqueo de la renovación de los órganos constitucionales protagonizado (sin espacio alguno para la equidistancia) por el Partido Popular. (Lo advertía con razón en este artículo Ignacio Escolar a finales de octubre). Pero ahora, cuando nada menos que el presidente del Tribunal Constitucional y el grupo de vocales conservadores del Consejo General del Poder Judicial se colocan en actitud de rebelión ante decisiones del Parlamento, ¿no tiene el rey nada que decir, ninguna gestión pública o discreta que hacer en cumplimiento de su obligación constitucional?

Por si algo se nos escapara, uno ha cumplido su obligación periodística de contrastar la información. Preguntadas fuentes oficiales de la Casa del Rey, explican que debe ser “el ámbito político y las instituciones referidas a quienes les corresponde resolver”. En román paladino: la jefatura del Estado no cree que haya en estos momentos nada que “arbitrar” o “moderar” sobre el correcto funcionamiento de las instituciones. Por muchísimo menos, el presidente de la República italiana convoca a todo tipo de responsables institucionales y políticos con el fin de lograr consensos que desbloqueen la parálisis en el funcionamiento del Estado.

Estamos a la espera de escuchar lo que opina el jefe del Estado sobre el hecho de que el principal partido de la oposición intente impedir votaciones en el Parlamento después de boicotear durante cuatro años el cumplimiento de la Constitución

Hay una línea de puntos que une en los últimos cinco años nombres y acontecimientos políticos y judiciales: José Manuel Maza (difunto Fiscal General del Estado con Rajoy) y su delirante escrito de acusación de rebelión contra los dirigentes nacionalistas catalanes; Manuel Marchena, presidente del tribunal que juzgó y dictó las condenas por el procés, candidato del PP aceptado en su día por el PSOE para presidir el Supremo y el CGPJ y autodescartado cuando supimos por un despiste de Ignacio Cossidó que los populares celebraban poder controlar con Marchena el Supremo “desde detrás” (ver aquí); Enrique López, consejero de Justicia de Ayuso, ex magistrado del TC cesado tras dar positivo en un control de alcoholemia y autor de las más peregrinas posiciones sobre la independencia judicial; Enrique Arnaldo, magistrado del TC cuyas relaciones previas con lo mejor de casa en el PP hablan por sí mismas (ver aquí); Pedro Gónzález Trevijano, presidente del alto tribunal cuyo mandato caducó hace 92 días y autor de una confesión que en mi opinión delata toda una teoría y práctica de la democracia española y la justicia en los últimos cuarenta años: “el Derecho es una ciencia conservadora….” (ver aquí); y por supuesto, en esa línea de puntos hay que incluir a Pablo Casado primero y a Alberto Núñez Feijóo después, protagonistas de una estrategia permanente de deslegitimación del Gobierno de coalición acordado tras las últimas elecciones generales y respaldado por una mayoría parlamentaria reiterada además en tres Presupuestos Generales del Estado consecutivos. 

El dibujo resultante de esa línea de puntos es desolador en términos de calidad democrática. La aprobación este jueves en el Congreso de las reformas referidas a distintas leyes tras una bronca monumental (que sólo beneficia a quienes chapotean en el ruido y el lodazal), y especialmente la que busca el desbloqueo de la renovación de los órganos constitucionales ante el boicot permanente de la derecha política y judicial, no supone una victoria definitiva. Este lunes volverán a la carga Trevijano y sus acólitos, y el martes lo harán los conservadores rebeldes del CGPJ. No les entra en la cabeza que en el ‘cortijo de España’ los capataces no sean ellos, sino los elegidos en las urnas. Importa poco si lo hacen por puro sectarismo, por intereses particulares o porque se consideran sinceramente “salvadores de la unidad nacional” ante los ataques de "independentistas y filoetarras". O porque crean que la justicia es “conservadora” por naturaleza y debe actuar como una especie de barrera infranqueable ante cualquier gobierno progresista.

Hace años tuvo enorme éxito el spot televisivo (creo recordar que promocionaba una marca de automóvil) en el que un anciano sorprendido por las maravillas de la tecnología actual se preguntaba: “¿Y Franco qué opina de esto?”. Seguiremos a la espera de lo que opina el jefe del Estado sobre el hecho de que el principal partido de la oposición intente impedir votaciones en el Parlamento nacional después de boicotear durante cuatro años el cumplimiento de la Constitución. Si la idea es salir del paso con uno de esos mensajes inescrutables insertos en el discurso de Nochebuena, no sólo será tarde, sino que habrá perdido Felipe VI otra oportunidad de darle un contenido plural y útil a su mandato. Él, ellos, ellas… sabrán. 

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