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Desde la tramoya

La atractiva música del neofascismo

La Pertenencia, la Autoridad y la Pureza son los fundamentos morales dominantes del conservadurismo. Esta es la idea principal de la llamada Teoría de los Fundamentos Morales, lo último en psicología moral y política. En efecto, la ciencia demuestra con contundencia que frente a la Protección (el cuidado de los seres vivos y del planeta que habitamos) y la Justicia social (la idea de equidad y de proporcionalidad entre los premios y los castigos), que son los dos fundamentos morales predominantes en los progresistas, los conservadores resultan ser más patriotas (porque se repliegan más en la pertenencia al grupo), más duros (confían más en la autoridad y su ejercicio) y más devotos (creen que hay una fuente superior de autoridad, que habitualmente es Dios, pero que puede ser también la tradición, una historia épica o un simple orden natural de las cosas).

Cuando el conservadurismo se exacerba da lugar al fascismo. No necesariamente, por supuesto, al fascismo tal como se concibió en Europa de entreguerras, estatista, militarista y autoritario, pero sí a un nuevo fascismo que entraña peligros similares.

Lo vemos en Trump, en el ministro de Interior italiano y el presidente húngaro, o en Putin, entre otros. Lo vemos en los partidos de extrema derecha que están creciendo en buena parte de Europa.

Comparten todos ellos un fuerte sentido de la identidad nacional (Pertenencia), que protege a “los nuestros” frente a las invasiones de los extranjeros, sean quienes sean. Reclaman la fuerza contundente en la imposición del orden (Autoridad). Y apelan a Dios, a la tradición o a los padres de la patria, para identificar en ellos una trascendencia colectiva que está por encima de los individuos, y para repudiar la contaminación procedente de agentes patógenos extraños (Pureza/Santidad).

No estoy exagerando. Trump identifica constantemente a los inmigrantes con delincuentes (“criminales, violadores y narcotraficantes” que “infestan nuestro país”). Como son criminales y como a cualquier criminal, se les separa de sus hijos al ser procesados (aunque luego se dé un paso atrás por la presión mundial, gracias a un vídeo clandestino que muestra a los pequeños llorando desconsolados). Salvini no aceptará más “carne humana” en suelo italiano, transportada en barcos por ONG “extranjeras”, y promete listas de gitanos para poder expulsarlos, aunque “desafortunadamente por ahora no puede hacerlo”. Y así sucesivamente.

Nos equivocamos si creemos que esos comportamientos son excepcionales o que solo son aceptados por una minoría social. Se apoyan en la fuerza de esos fundamentos morales que todos los seres humanos compartimos. Todos, hasta el más ácrata de los anarquistas, nos sentimos parte de un grupo con el que nos identificamos, reclamamos una cierta autoridad, y somos respetuosos con valores que nos trascienden, aunque no creamos en Dios.

La agitación extrema de esas pasiones sacó a millones de personas a las calles de Berlín o de Roma, o de Madrid, en los años 30 y 40 del siglo pasado, pero también, simultáneamente, a cientos de miles a las calles de París y Nueva York. En realidad, mientras Mussolini, Hiltler o Stalin arengaban a los suyos con devoción, fuerza y patriotismo, Roosevelt hacía lo propio llamando a un New Deal que consistía no sólo en implantar un sistema de seguridad social y en volcar recursos públicos en la economía estadounidense, sino también en promover el consumo de productos autóctonos y en favorecer una identidad fuertemente nacionalista. En Francia, el nacionalismo sirvió también de freno al nazismo.

En otras palabras, si los progresistas no damos una alternativa a los fuertes sentimientos de Pertenencia, de Autoridad y de Santidad, que la mayoría de la gente también siente en mayor o menor medida, los neofascistas pueden ganar la batalla de las emociones.

No apelo a terceras vías, ni pretendo que contemporicemos con los extremistas. No deseo que nos convirtamos en conservadores para cortarle el camino a los fascistas. En absoluto. Más bien al contrario. Creo que seríamos más eficaces si somos capaces de identificar nuestro propio “patriotismo”. Existió un fuerte sentimiento de identidad en el 15M, como lo hubo en las protestas contra la guerra de Irak, o como lo hay hoy mismo en la defensa de las pensiones o las manifestaciones contra La Manada. Deberíamos promover también un nuevo patriotismo europeo que pueda competir con los nacionalismos extremistas dominantes.

Al afrontar el gran desafío de las migraciones internacionales, los progresistas no podemos perder la batalla con los neofascistas. La solidaridad y la compasión que nos obligan con los millones de personas que buscan protección huyendo de la miseria y de la guerra son compatibles con una idea de autoridad y de orden, que la gente de bien también reclama. Los progresistas no podemos regalar a los conservadores el valor del orden y la autoridad. Acoger a las mujeres, los hombres y los niños que se echan al mar o a las alambradas es una obligación moral inexcusable, pero también debemos articular formas ordenadas de acogida que doten de derechos y asignen obligaciones a quienes acogemos. Si los gobiernos europeos moderados no son capaces de ponerse de acuerdo para hacerlo, los neofascistas nos comerán la tostada.

Los fascistas de nuevo cuño van logrando progresivamente éxitos con una llamada muy poderosa: los nuestros frente a los extranjeros, el orden frente a la anomia, la pureza frente a la contaminación. Hemos de plantarles cara con una narrativa tan épica y atractiva como la suya: la solidaridad frente a la codicia, la autoridad que emana del pueblo frente a los tiranos y los dogmáticos, la belleza de la tolerancia y el mestizaje frente a la xenofobia y la crueldad.

Nos equivocamos si damos por hecho que la música de los neofascistas no suena bien a buena parte de la gente. Y deberíamos sin mucho retraso ofrecer una melodía al menos tan atractiva y épica como la suya.

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