Ndongo y el arte de la provocación Luis Arroyo

El domingo murió, a los ochenta y nueve años, Mario Vargas Llosa, afamado novelista y agitador político, tareas a las que dedicó empeños notables y por las que recibió un sinnúmero de honores, prebendas y elogios. En la prensa, frenesí, miren que no todos los días palma un premio Nobel. Obituarios, semblanzas y ayes por el prócer caído. Sus correligionarios, lógicamente, no han escatimado elogios. Mi favorito lo ha escrito Cercas, diciendo que era un «cruce entre Flaubert y Victor Hugo», que es algo así como que te llamen viejuno, extemporáneo y afrancesado.
No sé si el cadáver que nos convoca apreciaría el capotazo, porque el señor don Mario jamás se esforzó en separar al autor de su obra. Más bien, empleó sin disimulo su autoridad literaria para sus tropelías políticas
Jardiel Poncela mandó tallar un consejo en su lápida: «Si buscáis los máximos elogios, moríos». La sentencia ha envejecido regular, porque no ha faltado algún quisquilloso que ha querido sacarle algún pero a la memoria del literato. Prestos a enmendar semejante afrenta al cuerpo presente, un grupito de esforzados columnistas de PRISA, autores de Alfaguara y anónimos académicos de la lengua han juntado sus estilográficas para combatir la ignorante invectiva de dos tuiteros y seis fulanos con un blog. En su columna de El Mundo, Antonio Lucas escribe: «Minutos después de que la noticia de su muerte cruzase fuertes y fronteras saltaron algunos arios ideológicos a denunciar que era un "facha". Lo leí varias veces el mismo lunes y me hizo gracia. Los avisadores lo advertían convencidos de poner las cosas en su sitio. Animalicos». En El País, Sergio del Molino parece haberse topado con los mismitos agitadores: «No sé cuándo se jodió el Perú, pero España se me jodió a mí el día que tuve que explicar por qué admiraba a Mario Vargas Llosa, arrumbado por algunos guardianes de las esencias a un desván de señoros y lanzas herrumbrosas. Encontrarme de pronto en un clima intelectual donde la admiración por el novelista no era una premisa, sino una postura que había que razonar, me hizo sentir extranjero como pocas cosas en los últimos años».
Alguien, en algún sitio, está cargándose la civilización. Un peligro sin nombre ni número: etéreo, como los wokes o los masones, que lo mismo te asesinan a un archiduque que te gasean con chemtrails. Qué ternura. Mientras todo el establishment cultural llora donde se les vea la muerte del héroe caído, todavía hay quien tiene que buscar algún fantasma al que acusar de sectarismo. «Lo tuvimos que defender», le contarán a sus nietos. ¿De quién? De nadie.
No sé si el cadáver que nos convoca apreciaría el capotazo, porque el señor don Mario jamás se esforzó en separar al autor de su obra. Más bien, empleó sin disimulo su autoridad literaria (y los altavoces anejos) para sus tropelías políticas. Tanto es así, que ni Lucas ni Del Molino pueden obviar en sus elegías algunas «contradicciones» (ja) o «desacuerdos» con el personaje: como el disgusto que le dio la detención de Pinochet o aquella vez en que apoyó a la hija (y heredera política) de Fujimori (un condenado por crímenes de lesa humanidad) no sea que ganasen los rojos y acabaran con la democracia.
Tendremos que estar atentos a los detractores de la poscensura: mucho me extrañaría que termine la semana sin que alguien despache una columna contra la cancelación del peruano, que, de seguro, coincidirá con la reedición completa de sus obras en estuche de coleccionista.
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