De profesión, palmero

Siempre es un buen ejercicio –y más si eres guionista como un servidor– para contemplar la realidad fijarse en los márgenes, en el segundo plano, en el desenfoque, en lo que el ojo no ve si se centra en lo obvio, en lo que no quieren que veas.

Por ejemplo, cada vez que veo un vídeo de una intervención parlamentaria no puedo evitar desconectar a los pocos segundos del discurso que lo que pretende es dar un “zasca” para viralizarse en redes o justificar lo injustificable con algún chascarrillo de bar para alegría de sus feligreses, y lo que me llama poderosamente la atención son los márgenes, esos figurantes pagados por todos nosotros que apostillan con sus gestos exagerados y sus aplausos a destiempo las palabras de su amado líder.

Ese coro griego de rostros y voces que acompañan cada intervención del primer espada del partido para dotarla de la trascendencia y la épica que casi siempre brilla por su ausencia. Y nunca falla, cuanto más mediocre es la intervención más exageradas son las reacciones y más fuertes y prolongados son los aplausos.

Una advertencia: Cuando haces pop, ya no hay stop.

Una vez que te fijas en ellos –suelen ser siempre hombres, aunque las mujeres están empezando a romper el techo de cristal también en esto–, ya no puedes quitar la vista. Son como un accidente de coche, es terrible pero tienes que frenar para verlo, no puedes dejar de mirar.

Cuando llevas tiempo fijándote, te das cuenta de que casi siempre son las mismas caras, los mismos insultos, las mismas miasmas.

Esas manchas distorsionadas en forma de caras por la adulación, el odio o la burla son las auténticas Caras de Bélmez de nuestras Cámaras de Representantes.

Son los palmeros.

Pero hay palmeros y palmeros.

Cuando Remedios Amaya fue a Eurovisión con ese tremendo tema infravalorado ¿Quién maneja mi barca?, cuenta que se encontró con Lola Flores y que La Faraona sólo le dio un consejo: “llévate guitarrista y palmeros”.

Está claro que no es lo mismo ser palmero de C. Tangana que de M. Rajoy. En el flamenco ser un palmero es un arte, en la política es un salvavidas para la mediocridad

Un consejo del que parece haber tomado nota Carlos Mazón, el ausente, que se lleva una claque organizada y pagada para aplaudirle cada vez que sale a la calle para intentar acallar con aplausos de pago las voces de sus compatriotas valencianos pidiendo su dimisión.

Un buen palmero es impagable.

Está claro que no es lo mismo ser palmero de C. Tangana que de M. Rajoy.

En el flamenco ser un palmero es un arte, en la política es un salvavidas para la mediocridad.

Si Fernando Galindo, el personaje por antonomasia del pelota español en la obra maestra Atraco a las tres, se dedicara a la política, además de ser “un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”, no tengo ninguna duda de que sería un palmero.

Aunque los palmeros son bastante transversales –los hay en casi todos los partidos– últimamente parecen haber encontrado su hábitat natural en las filas de la derecha y la ultraderecha, valga la redundancia.

A falta de argumentos, aplausos.

Pero los palmeros, en política o en flamenco, no se limitan a aplaudir, también jalean, a veces en exceso, eclipsando la actuación principal, y ahí es donde se distingue al buen palmero del palmero profesional.

Estos palmeros amateurs, de Hacendado, que llenan nuestras instituciones, no se limitan a aplaudir; gritan sin ningún pudor, interrumpen las intervenciones ajenas, hacen gestos obscenos, incluso golpean sus escaños…

Me imagino que las sesiones de fisioterapeuta para recuperarse de esas agotadoras sesiones de aplausos y aspavientos las desgravarán como gastos del trabajo. Debería añadirse la “mano de palmero” a la lista de enfermedades laborales de sus palmeras señorías.

La “política para adultos” de Mariano Rajoy ha transformado las instituciones de todos, los templos del debate y la palabra, en un zoo donde somos todos nosotros los que con nuestros impuestos damos de comer a estos primates.

La ministra de Ciencia y Universidades, Diana Morant, ha llegado a interrumpir su respuesta a una pregunta parlamentaria en el Congreso para denunciar los gritos que le dedicaba la oposición durante su intervención: “gentuza, puteros, payasos”.

Aunque el palmerismo y el matonismo parlamentario no es cosa de ahora:

2021. ¿Quién no recuerda el mítico “Que se jodan” de Andrea Fabra, la hija del afortunado en el juego y en la política Carlos Fabra –hasta siete veces le tocó la Lotería– mientras Rajoy anunciaba el recorte a las prestaciones de los parados. Fue uno de los puntos de partida del palmerismo faltón que invade nuestras instituciones, como tan bien cuenta Mauro Entrialgo en su imprescindible libro Malismo.

¿Quién no recuerda el prolongado aplauso en pie de todo el Partido Popular y sus gritos de “olé, olé” mientras se aprobaba la gestión de Aznar en la guerra de Irak?

Y no sólo hay palmeros de kilómetro cero, de proximidad, también hay palmeros a distancia. Trump, Milei o Putin, la Santísima Trinidad de la estupidez mundial, tienen una legión de palmeros por el mundo que jalean cualquiera de sus idas de olla.

Esta Internacional Psicopatista tiene su propia Internacional Palmerista, que ha convertido nuestro planeta en un aplauso global, la banda sonora del camino hacia su extinción.

Rememorando la famosa frase de la senadora Padmé Amidala cuando el senado galáctico aplaude que el canciller Palpatine se declara emperador para preservar el orden y la seguridad de la sociedad:

Así es como muere la libertad, con un estruendoso aplauso”.

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