Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
Uno convive con los libros que ha leído. Ser lector se convierte en algo más que una costumbre o una afición o un trabajo. Esa parte de nuestras lecturas que se hace identidad suele definirnos. Son como los recuerdos y las sombras que viajan junto a nosotros en el viento de los años. Miramos la realidad con los mismos ojos con los que hemos leído la guerra de Troya en la épica grecolatina o en la tragedia Hécuba de Eurípides, o los que relacionan en nuestra memoria la idea de catástrofe histórica con las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. De manera temerosa, llegamos desde nuestras lecturas a temer las circunstancias del mundo en el que habitamos ahora.
El deseo de contar y contarnos nos vincula en el tiempo. Los supervivientes de las catástrofes, desde Troya a la Alemania nazi, desde el exterminio nuclear de las ciudades de Japón hasta el genocidio de Gaza, necesitan contar sus historias para que no se olvide lo ocurrido. Acabamos de recordar el 80 aniversario de la tragedia que provocó la bomba atómica lanzada por los EE.UU sobre Hiroshima. Yo, en mi militancia de lector, he preferido recordar el 79 aniversario de la publicación de Hiroshima en la revista The New Yorker, una historia literaria de lo ocurrido escrita por John Hersey, corresponsal de guerra y novelista norteamericano nacido en China en 1925. La editorial Debate publicó hace 10 años la magnífica traducción de Hiroshima que hizo Juan Gabriel Vásquez. No es un libro escrito para entretener, la lectura a veces se hace difícil, pero vive con nosotros cada vez que se establecen debates sobre las guerras y los genocidios.
La barbarie suele valerse de la mentira. Una trama política intentó justificar el bombardeo atómico en nombre de la bondad: se necesitaba acabar una guerra y salvar las vidas que iban a cobrarse los nuevos enfrentamientos de EEUU y Japón. El rigor de los estudios históricos ha demostrado que en agosto de 1945 los japoneses se daban ya por derrotados y buscaban el final, algo que sabía EEUU. La intención de la bomba atómica no fue acabar con una guerra, ya terminada, sino probar un nuevo armamento y establecer una dinámica de poder en la posguerra. A ese interés por mandar en el mundo se sacrificaron más de cien mil vidas.
Muchos debates pierden sentido, muchos argumentos se quedan sin razón, al tocar la piel de unos seres humanos y al reconocer todas las vidas que se ocultan, una a una, bajo los números que nos ofrecen las cifras resumidoras
John Hersey hace literatura, no entra en polémicas sobre los datos ofrecidos por el Gobierno americano y se dedica a contar las vidas de algunos habitantes de Hiroshima, lo que estaban haciendo el 6 de agosto de 1945, a las ocho y quince minutos de la mañana, cuando la ciudad estalló. Muchos debates pierden sentido, muchos argumentos se quedan sin razón, al tocar la piel de unos seres humanos y al reconocer todas las vidas que se ocultan, una a una, bajo los números que nos ofrecen las cifras resumidoras.
La señorita Sasaki estaba trabajando en su oficina. Unas estanterías llenas de libros se le vinieron encima. Hersey escribe: “Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momento de la era atómica, un ser humano fue aplastado por los libros”. Libros como escombros.
Eurípides advirtió que las guerras tienen consecuencias más allá de las batallas. Y Ulises afirmó, cuando Hécuba le recordaba que había salvado la vida porque ella no lo denunció como espía dentro de la corte de Troya, que la compasión puede ser un gran error. Las guerras van más allá de las batallas, se convierten en discursos de odio, en inseguridad ante la amenaza de los otros, y justifican la sustitución de la convivencia por el armamento. La nueva mitología de la guerra se convierte en una religión alimentada por los dioses del dinero, poco partidarios de las compasiones.
Son los vientos que hoy nos empujan. Mi militancia lectora sabe que la cultura, el progreso, la ciencia y la técnica pueden caérsenos sobre la cabeza, como le ocurrió en Hiroshima a la señorita Sasaki. ¿Debemos asumir esta idea del futuro? Los ojos que han leído a Eurípides y a Hersey responden que no, que ese no es el camino. Detrás de las polémicas, los argumentos, las mentiras y las artimañas, está lo que de verdad importa: la dignidad de la vida humana. No podemos enterrarla bajo los escombros de las cifras, ya sean de víctimas o de cuentas de beneficios en las fábricas de armas.
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