Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Participo en un homenaje a Alfredo Bryce Echenique en la Universidad de San Marcos en Lima. Doy una conferencia sobre su novela Un mundo para Julius, publicada en 1970, y al recordar aquel tiempo, con la memoria llena de alegría, Alfredo se pone a hablar de Barcelona, de Carlos Barral, de unos años decisivos en los que autores latinoamericanos como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o él mismo decidieron vivir en la capital catalana, cerrando sus casas de París o Londres, porque la ciudad en la que Gaudí imaginó una nueva arquitectura se había convertido en un punto de referencia activo para la industria editorial, una verdadera capital de la cultura española y latinoamericana.
“La llibertat és una llibrería”, escribió otro arquitecto. Para hablar de mí, de mi amor por Barcelona, le recito a Alfredo un poema de Joan Margarit en el que se destaca el valor de todo lo que significó la palabra librería en las ilusiones democráticas españolas. La historia entra en las palabras para que podamos entendernos y entender el mundo en el que vivimos. Joan nació en los años crueles de la Guerra Civil, yo en la mitad de una dictadura, y me gusta recordar la naturalidad con la que viví, en mis inicios como poeta y como profesor de literatura, la suerte de habitar una cultura española diversa, orgullosa de sus lenguas y de unas tradiciones literarias que dialogaban mucho entre sí.
Barcelona, una ciudad bilingüe, se convirtió en un punto de cruce en mi formación literaria gracias al magisterio de Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, José María Castellet y Juan Marsé, escritores catalanes que escribían en castellano. Y gracias a ellos sentí como mías las tradiciones de Antonio Machado, un poeta sevillano, pero también las de Joan Maragall, Salvador Espriu, Mercè Rodoreda, Pere Quart, Gabriel Ferrater, Joan Vinyoli o Vicent Andrés Estellés. Y en mis relaciones literarias más cercanas compartí las ilusiones poéticas con amigos catalanes en Barcelona, Valencia o Mallorca. Barcelona fue Álex Susanna, o Miquel de Palol, o Joan Margarit, “una forma d´amor, la llibertat”. Y Pere Rovira fue Lleida. Me llegó Pere con Celina de la mano de Antonio Jiménez Millán, y me enseñó que “les ombres encara senten res, en nom de l`amistat antiga nostra”. Y Valencia, junto a Paco Brines, Carlos Marzal, Vicente Gallego, José Saborit o Lola Mascarell, fue también Enric Sòria, porque la vida es un compàs d’espera entre el joc y el foc, a la hora de buscar L’intant etern.
Entiendo bien las malas intenciones por las que se quieren abrir heridas y trazar distancias. Las palabras han servido también muchas veces para insultar o prohibir
Puestos a recibir herencias compartidas, comprendí todo lo que había aprendido de la literatura catalana escrita en castellano gracias a Carme Riera, una autora que, además de publicar ensayos sobre la Escuela de Barcelona, Goytisolo y Barral, o sobre el Quijote visto desde el nacionalismo catalán, escribía novelas decisivas como Qüestió d’amor propi o Joc de Miralls.
Por todo esto siempre me ha resultado muy difícil asumir que se utilicen las lenguas maternas para crispar las relaciones políticas en territorios bilingües donde cualquier conciencia nacional debería resultar inseparable del conocimiento de una historia compartida. Entiendo bien las malas intenciones por las que se quieren abrir heridas y trazar distancias. Las palabras han servido también muchas veces para insultar o prohibir. Pero sé que otro destino resulta mucho más fuerte, porque es sentimentalmente mucho más razonable. En el discurso con el que Joan Margarit recibió el Premio Cervantes del año 2019, afirmó que “con nuestras lenguas hemos expresado, desde luego, lo peor de lo que somos, pero también lo mejor de nosotros mismos”. Y nos confesó: “Tengo una larga vida dedicada a las lenguas catalana y castellana extrayendo de ambas la propia paz interior”.
De todas estas cosas, y de García Márquez, y de Vargas Llosa, y de Julio Ramón Ribeyro, y de Latinoamérica, hablé con Alfredo Bryce Echenique en Lima, porque Barcelona forma parte inseparable de la vida y los recuerdos de este escritor peruano al que tanto debe la literatura en español.
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