Tener 36 años

Esta es la última columna que escribo siendo oficialmente joven. Para la ONU, con fines estadísticos, dejamos de serlo a los 24. Para las ayudas públicas en España, a los 35. Después de los 35 ya no dan premios al talento joven. A las mujeres nos marcan los 35 años como una frontera propia. ¿Quieres ser madre? ¿Podrás ser madre? El miedo a quedarte embarazada sin desearlo y el miedo a no poder quedarte cuando lo desees. Los 35 es una fecha con carga y, hasta para burlarla como imposición, estamos obligados a contemplarla. Yo pensaba que si a los 35 no había vuelto a España, no volvería nunca. A lo mejor era una idea ridícula, pero si algo veía yo fuera era el miedo a no poder regresar. A que nunca se den las condiciones para poder regresar. Las condiciones se ponen más graves, suelen ponerse más graves, sobre esta edad.

Esta semana ha circulado por las redes el vídeo de una veinteañera, quizás en el límite estadístico de la ONU, que lloraba frustración al darse cuenta de lo que es la vida marcada por una jornada laboral larga e igual todos los días. Me traslado al trabajo, trabajo, me desplazo a casa, estoy agotada, ceno y duermo, resumía en inglés. Los habituales comentaban “qué floja”. Algunas escribimos: I’ve been there. Yo estuve ahí. Al mes de firmar mi primer contrato serio, y con la excepcionalidad de hacerlo en plena crisis de 2011, llamé a un amigo de la universidad llorando claustrofobia. Tumbada en esa habitación de alquiler, con la frialdad de ese piso aplastándome, le dije, más o menos: ¿Esto es? ¿Tanto esfuerzo para esto? Sólo trabajo. Todo es trabajo, el mismo trabajo, y supervivencia. Él decía “ya” desde la distancia de nuestras clases sociales. Sólo convergieron brevemente en la facultad. Él pronto fue empresario.

Me traslado al trabajo, trabajo, me desplazo a casa, estoy agotada, ceno y duermo, resumía en inglés. Los habituales comentaban “qué floja”. Algunas escribimos: 'I’ve been there'. Yo estuve ahí

Yo entendí pronto dos cosas: que en nuestro tiempo es más fácil progresar en lo abstracto que en lo material, y que vivir va todo el rato de elegir cómo hacerlo. El martes cumpliré 36 años. Conozco a muchísimas personas con esta misma edad y vidas totalmente distintas unas de otras. A esta edad tengo amigos con hipoteca, dos hijos, buenas nóminas indefinidas, segunda residencia –y la llaman así–. Tengo amigos sin más amarres que un contrato de alquiler, que mañana podrían comenzar otra historia en cualquier parte. Tengo amigos que no saben y tengo amigos llenos de certezas. Todos sabemos que las certezas no lo son nunca tanto. Yo me reconozco en partes de cada uno de ellos. Quiero la sencillez de mi vida familiar zamorana y quiero, quiero también mucho, subirme a este avión que ahora espero y me lleva a un proyecto en Bolivia.

Al mes de entrar en mi primera corresponsalía, entendí que las dos cosas no se podían, o que no se podían al menos al mismo tiempo, todo el tiempo. Llamé a ese amigo, por entonces ya emprendedor de éxito, y le dije, más o menos: me gustaría tener dos vidas, una para irme cada dos o cuatro años a un destino, y otra para estar tranquila en familia en España. Supe enseguida que habría que elegir y que mi elección ya estaba hecha. Sentí que dejábamos de ser jóvenes el día que murió el primer padre de una amiga. Pienso, quiero pensar, que el mundo seguirá ahí para nosotros, el mundo es más eterno que las personas. No me impresiona cumplir 36, porque el susto de los 30 y los 35 ya lo he pasado. Ahora puedo sentirme joven sin que nadie tenga que certificarlo.

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