¡La banca siempre gana! Helena Resano
Ayuso se va a tomar un tiempo para contestar al Gobierno. Como al resto de Comunidades Autónomas, a la de Madrid se le ha exigido la creación de una lista de objetores al aborto. Hay quienes piensan que la sola existencia de ese registro puede abrir la puerta a la discriminación. Los derechos de las mujeres se vuelven a plantear como un campo de batalla cultural e ideológica. Vuelve usarse la salud de las mujeres con fines estrictamente estratégicos.
“No se puede confiar en la frase: 'Esto aquí no puede pasar'. En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”. Margaret Atwood escribió esta frase en el prólogo de su novela El cuento de la criada para que no diéramos por hecho que los derechos que conquistamos una vez van a estar ahí para siempre. “El orden establecido puede desvanecerse de la noche a la mañana. Los cambios son rápidos como el rayo”. En los últimos años, mujeres de todo el mundo han usado la túnica roja de las ‘criadas’ como símbolo contra la prohibición del aborto. El libro de Atwood (una distopía que transcurre en un régimen teocrático donde las mujeres fértiles son obligadas a tener hijos), es de 1985.
La concepción conservadora de la “cultura de la vida” constituye una grave violación de los derechos de las mujeres. Como señala la CEDAW, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU o el Programa de Acción de la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo (CIPD), la prohibición o la restricción del aborto convierte al Estado en un auténtico agresor institucional. Prohibir o restringir el aborto, aunque solo sea de facto, supone una violación del derecho a la vida; el derecho a la salud y a la atención médica; el derecho a la igualdad y la no discriminación; el derecho a la seguridad personal; el derecho a la autonomía reproductiva; el derecho a la privacidad; el derecho a la información sobre su salud reproductiva, que incluye la educación sexual; el derecho a decidir el número de hijos y el intervalo entre los nacimientos; el derecho a disfrutar de los beneficios del progreso científico; y el derecho a la libertad religiosa y de conciencia, cuando se hace descarado apostolado desde las instituciones. Y en ciertos casos supone, además, una violación del derecho que tenemos las mujeres, como los demás seres humanos, a no ser sometidas a un trato cruel, inhumano y degradante.
Por eso, el Comité de la ONU se ha pronunciado contra varios países, por vulnerar los derechos de mujeres a las que no se permitió interrumpir el embarazo por anomalías fetales graves, tal como proponía Alberto Ruiz-Gallardón, el ex ministro de Justicia del PP (2011-2014), en su proyecto de modificación de la actual Ley del aborto. Uno de los casos más emblemáticos, en este sentido, fue el de KL v. Perú, en el que el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (CDH) condenó al Estado de Perú por negarse a practicar un aborto a una adolescente embarazada de un feto anencefálico —sin cráneo ni cerebro—, que inevitablemente moriría en el parto o a los pocos días de nacer. En este caso, la adolescente se vio obligada a llevar a término el embarazo, y a amamantar al nacido durante los pocos días que permaneció con vida, de manera que en su dictamen el CDH consideró que el Estado de Perú le infringió tratos crueles, inhumanos y degradantes.
El PP lideró el recurso de inconstitucionalidad contra la Ley vigente, a fin de liquidar la posibilidad de abortar en las catorce primeras semanas por la mera decisión de la madre, la obligación de enseñar las materias relativas a la salud sexual y reproductiva “desde una perspectiva ideológica de género”, y el régimen de regulación de la objeción de conciencia. Fue también el PP el que excluyó a las niñas de entre 16 y 18 años del acceso al aborto sin consentimiento de sus padres y/o tutores, aunque la Ley del paciente fija en los 16 años la mayoría de edad. Hace unos días, Almeida se descolgó defendiendo un supuesto síndrome post-aborto para reconocer después que se trataba de un trastorno sobre el que no existía ninguna evidencia científica. "Acabar con la vida de su propio hijo tiene consecuencias muy graves para la madre". Esas consecuencias no eran más que una fabulación. El supuesto trastorno no aparece en ningún manual de referencia internacional, ni en el CIE-11 de la OMS ni en el DSM-V de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría. De hecho, la realidad de las madres que quisieron abortar y no pudieron, se analiza muy bien en el Turnaway Study (2015) de la Universidad de California en San Francisco (UCSF). Se trata de un “estudio del rechazo” que muestra cómo estas mujeres han acabado siendo más pobres, sufren más enfermedades y más trastornos mentales y son más vulnerables frente a la violencia machista. La rectificación tardía de Almeida no podrá subsanar el daño institucional de haber aprobado una medida que obliga a ofrecer una desinformación deliberadamente, contraviene la Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y vulnera derechos fundamentales.
El derecho a la objeción de conciencia tiene límites como los tiene, en nuestro país, el derecho al aborto
La última aventura del PP ha sido la del rechazo de la Comunidad de Madrid al registro de objetores. La ley española regula la objeción de conciencia para todos los profesionales sanitarios “que participen o colaboren” en un aborto, incluyendo a médicos, anestesistas, personal administrativo o celadores. Siempre ha estado claro que el ejercicio de ese derecho, que deriva del derecho a la libertad ideológica, es una posibilidad individual a la que no pueden acogerse las instituciones. Los centros sanitarios no pueden invocar un ideario propio como derecho a ponderar frente a derechos constitucionalmente tutelados. Han de contar con financiación pública para ofrecer la atención ginecológica a la que están obligados por el sistema de salud. El derecho a la objeción de conciencia tiene límites como los tiene, en nuestro país, el derecho al aborto.
Cuando se regula el aborto con una ley de plazos, como la que rige en España, se ponen límites a la libertad de decisión de las mujeres, por mucho que se les conceda especial protagonismo en la primera fase del embarazo. Se reconoce que en un aborto –aunque sea consentido– convergen intereses distintos que deben ser ponderados por el Derecho para alcanzar un equilibrio aceptable desde el punto de vista de las valoraciones imperantes en la sociedad. Estas son las reglas del juego que estableció el Tribunal Constitucional en 1985, por ejemplo, cuando se pronunció sobre la legitimidad de la primera reforma del aborto. En nuestra legislación, la vida del embrión tiene valor en sí misma y aumenta a medida que éste se desarrolla. Esto explica que el aborto sólo se considere después de pasados 14 días desde la fecundación –implantación en el útero– y que no se considere aborto el uso de la píldora del día después o de dispositivos intrauterinos. De hecho, en esta etapa, se permite también la experimentación con embriones. Nuestra regulación es equilibrada y ponderada. La resistencia a su implementación por parte de las derechas no tiene nada que ver con la defensa de una supuesta “cultura de la vida” y carece por completo de fundamento moral y jurídico.
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María Eugenia Rodríguez Palop es ecofeminista y profesora de DDHH y Filosofía del derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.
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