Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
¿Es suficiente la socialdemocracia para que todos y todas vivamos mejor? En España los datos económicos son positivos y alientan el optimismo: crecimiento del PIB por encima de la media europea, récord de afiliación a la Seguridad Social o inflación contenida son algunos de los grandes titulares. Sin embargo, cuando se pregunta a la ciudadanía, la mayoría responde que su vida no ha mejorado, tal y como revelaba una encuesta reciente de Funcas que señalaba que solo un 22% de los y las españolas cree que su situación económica personal ha mejorado respecto a antes de la pandemia; un 34% opina que ha empeorado; o, lo que es peor, el 76% afirma que sus hijos vivirán peor.
Aunque la macroeconomía sonríe, la percepción social empeora y el desarrollo de las promesas socialdemócratas no parece ser suficiente para cerrar esa brecha. ¿Pero es solo una percepción? ¿Sirven los datos macroeconómicos para reflejar la mejora de toda la sociedad? ¿Quién se queda atrás una vez las promesas socialdemócratas se cumplen? ¿Qué alternativa política hay?
Hay que reconocerle a este Gobierno lo suyo. La socialdemocracia está siendo desplegada en un abanico de medidas incuestionables en sus efectos: subida del salario mínimo interprofesional, revalorización de las pensiones conforme al IPC, reforma laboral que redujo la temporalidad, el arranque del ingreso mínimo vital o el diseño de impuestos extraordinarios a banca y energéticas son medidas de inestimable relevancia social (también de marcado sello morado). Pero tan incuestionables son estas medidas como que sus efectos en la redistribución de la riqueza son parciales. La conclusión parece clara y no remite a una lectura de tipo coyuntural sobre las limitaciones del actual Gobierno, sino más bien a los límites estructurales de la socialdemocracia: sus políticas alivian, pero no transforman.
La primera barrera para entender esta cuestión es la forma en la que los datos macroeconómicos reflejan tan solo una parte de la realidad. Sí, ha habido avances inéditos, pero no han conseguido revertir de manera sustantiva la precariedad de buena parte de la población. La desigualdad persistente se ve reflejada en otros datos que no son los habituales de los titulares económicos, como el precio de la vivienda, los precios de la cesta básica o la depauperización de los servicios públicos, que siguen sin recuperarse de manera definitiva de los recortes que sufrieron durante las políticas de austeridad.
Todo ello afecta de manera asimétrica en la sociedad, moldeando el socavón de desigualdad que sigue existiendo para amplios sectores de la población como jóvenes, mujeres o personas migrantes, que acumulan los peores datos. Podría decirse que el optimismo de los titulares económicos es en sí mismo una narrativa ideológica, una mirada propia de la socialdemocracia que empuja un programa de bienestar con evidentes puntos ciegos. Cuando se dice que las cosas van bien, se habla en realidad de que van bien para unos pocos, para aquellos que ostentan una posición que les permite contar cómo van las cosas en un país.
Cuando se dice que las cosas van bien, se habla en realidad de que van bien para unos pocos, para aquellos que ostentan una posición que les permite contar cómo van las cosas en un país
Estos puntos ciegos que alimentan la brecha entre cifras y percepción de la vida cotidiana apuntan de forma muy particular a la cuestión de género. Pese a las políticas puestas en marcha que deberían haber impulsado una mejora de las condiciones de vida de toda la ciudadanía, la desigualdad de género persiste.
Las mujeres siguen realizando el 72% del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado según el INE, concentrando en consecuencia más empleo parcial, más paro, peores salarios, más precariedad, más pobreza, peor salud mental y, por tanto, peores condiciones de vida en general. Esta brecha de cuidados es uno de los mayores agujeros en la correlación entre macrodatos y bienestar real.
Muchas políticas redistributivas se centran en salarios, pensiones o fiscalidad, pero ignoran que la organización social de los cuidados es uno de los motores invisibles de la desigualdad. En nuestro país, las mujeres no solo asumen la mayoría del trabajo de cuidado no remunerado, sino que en la medida en que conciliar implica aún hoy en España reducir la jornada laboral o dejar el empleo, siguen siendo ellas las que pagan la factura.
Esto repercute en menor capacidad adquisitiva en el presente y en peores pensiones futuras, pero también se traduce en unas peores condiciones de vida para todas aquellas personas que cuidan o que necesitan ser cuidadas. A su vez, el enorme déficit que España sigue enfrentando de plazas públicas en educación infantil, dependencia y políticas de conciliación reales obliga a muchas familias a recurrir a trabajadoras del hogar, mayoritariamente migrantes, que pese a los esfuerzos realizados por este Gobierno, siguen de forma estructural en condiciones precarias. Mientras la macroeconomía celebra récords de empleo, la economía de los hogares se resiente, y millones de mujeres trabajan dobles o triples jornadas sin que este sea siquiera ya un asunto en la agenda pública.
La posible sutura de estas brechas no pasa solo por medir el bienestar de la ciudadanía con otros datos que nos permitan tener los cuidados en cuenta; no basta con acompañar, por ejemplo, los presupuestos con un informe de impacto de género. La insuficiencia del actual modelo económico para mejorar las condiciones de vida de las mujeres solo se explica comprendiendo que el hecho de que la organización de los cuidados recaiga de forma informal y precaria sobre las mujeres, es lo que permite hablar de crecimiento en términos macro, pero de malestar en los hogares. El feminismo lo ha señalado con claridad: la desigualdad de género es a día de hoy una de las condiciones de posibilidad del tipo de crecimiento económico que blinda la socialdemocracia pero que sigue dejando a una buena parte de la gente atrás.
Frente a ello, la economía feminista que pone en valor el trabajo de cuidados puede ser una narrativa alternativa que ayude a explicar por qué el actual modelo resulta insuficiente. La socialdemocracia redistribuye lo que existe, pero no cambia cómo se genera ni quién se apropia de la riqueza. Esto explica también por qué pese al crecimiento, España sigue teniendo una de las mayores tasas de riesgo de pobreza o exclusión social de la UE. La pregunta por tanto no puede ser únicamente si la economía crece, sino quién se beneficia de ese crecimiento.
La experiencia de este Gobierno sirve para comprobar cómo un programa socialdemócrata alivia la economía, pero que sin medidas de transformación estructural profundas como podrían ser una fiscalidad progresiva real, un parque de vivienda público masivo, una drástica reducción de la jornada laboral o la nacionalización de sectores estratégicos (como los trabajos de cuidados), la socialdemocracia se queda corta. El país puede seguir avanzando en cifras, pero mientras millones de personas, especialmente mujeres, sigan atrapadas en salarios insuficientes, alquileres imposibles y cuidados invisibles, la sensación y la realidad serán las contrarias: el progreso que se mide en cifras no se refleja en la vida real.
La insuficiencia del programa socialdemócrata debe urgir al resto de izquierdas a dibujar con mucha más claridad una alternativa. No puede tratarse el debate con el PSOE únicamente como una cuestión de grado o de competencia virtuosa. Un programa político de Gobierno de izquierdas debería poder ofrecer más que la valentía para desarrollar un programa de Gobierno socialista. Los retos para el curso político para las izquierdas no solo son la ausencia de liderazgos efectivos o las quimeras de coaliciones futuras, sino, y de forma muy urgente, el rediseño de un programa político de transformación feminista de país que pueda ser narrado y llevado a cabo de un modo que sí llegue a toda las personas.
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Ángela Rodríguez 'Pam' es ex secretaria de Estado de Igualdad.
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