¿Es lo religioso conservador?

El nuevo disco de Rosalía ha reavivado un debate que, más que musical, define el clima cultural y filosófico de nuestro tiempo. Su regreso (no está de más recordar que toda su obra ha estado plagada ya de referencias religiosas) a una estética cargada de misticismo y símbolos sagrados ha generado opiniones contrapuestas. Para algunos, representa una vuelta al dogma y al imaginario católico más tradicional. Para otros, es un gesto artístico que se inscribe en lo que varios pensadores han descrito como un giro espiritual. Para muchos otros, incluso para los fans, hay una gran operación de márketing en todo ello que nubla cualquier precisión conceptual En cualquier caso y en todos ellos, la realidad es que lo espiritual ha vuelto. Y la pregunta en este mundo, para algunos plano, en el que Nietzsche ha muerto, Rosalía quiere ser monja y la extrema derecha pisa fuerte es inexcusable: ¿Es lo religioso o espiritual siempre conservador?

Vivimos un momento en que lo religioso, lo ritual y lo inexplicable (no confundir con lo falso) parecen resurgir en una sociedad que había hecho de la razón y la ciencia su único horizonte. Pero cuando ese retorno se asoma, enseguida aparece el juicio automático: “es conservador”. Sin embargo, quizás lo religioso no sea necesariamente una forma de nostalgia ni de reacción, sino una manera distinta de mirar lo que la modernidad dejó en los márgenes: la emoción, el asombro, lo que no puede medirse pero sostiene la vida. Aquello que también se ha asociado siempre a las mujeres y que en la cosmología de la validez que sostiene el poder, siempre ha sido la luz que menos brillaba.

Pero vayamos por partes. Pensemos primero en una definición posible de lo conservador. Michael Oakeshott escribió que el conservadurismo no es una ideología, sino una disposición. Consiste en preferir lo conocido a lo incierto y en desconfiar de los cambios que puedan alterar el equilibrio de lo común. Bajo esa mirada, lo religioso podría parecer conservador, porque apela a lo eterno, a lo que no cambia. Sin embargo, la historia muestra otra cara. El cristianismo primitivo, el feminismo islámico o el misticismo de Teresa de Ávila no son gestos de conservación, sino de ruptura. Nacieron como movimientos espirituales que desafiaban la autoridad, que ponían en el centro la experiencia interior y la igualdad de las almas.

Dicho esto, en un contexto de genocidio y pederastia en la Iglesia, la posibilidad de contemplar lo religioso o espiritual como no reaccionario parece por lo menos contradictoria. Sin embargo, es imposible obviar que la secularización no destruyó la religión, sino que la transformó, más allá de las propias instituciones religiosas, en un lenguaje para aquello que no puede ser medido. Ya no vivimos en un mundo donde la fe es el marco único de sentido, sino en uno donde cada persona elige su relación con lo trascendente. Diego Garrocho rescataba recientemente en el periódico El País la noción de giro espiritual, antes acuñada por José María Mardones. Ambos señalan cómo este giro no es una vuelta a la religión institucional, sino una recuperación de la experiencia de lo sagrado en un mundo desencantado que nos obliga a la búsqueda de sentidos trascendentes. Del mismo modo hablan Byung-Chul Han, de una búsqueda desesperada de formas de sentido, comunidad y de silencio frente al ruido de la productividad; o Julia Kiristeva, con una nueva mística laica que no necesita a Dios, pero que reconoce el valor simbólico del alma y del deseo. La cuestión puede resumirse en el inagotable deseo de creer en algo ante la horrible realidad que nos ha tocado vivir. En ningún modo ético o ideológico debería ser este deseo cancelable. ¿Qué es entonces lo que chirría en este giro espiritual?

Quizás lo religioso no sea necesariamente una forma de nostalgia ni de reacción, sino una manera distinta de mirar lo que la modernidad dejó en los márgenes

Por un lado, parece evidente que el recelo hacia lo religioso está ligado a la desconfianza hacia todo lo que no puede demostrarse. Vivimos rodeados de algoritmos que lo miden todo, y hemos aprendido a creer solo en lo verificable. Lo emocional, lo intuitivo o lo simbólico quedan en el terreno de lo menor, como si fueran residuos premodernos. Y sin embargo, es innegable que existen sabidurías y formas de estar en el mundo que no tienen explicación inmediata. Es más, casi podríamos decir que necesitamos como descanso anticapitalista pensar que no todo puede tener una explicación inmediata.

No se trata de oponer ciencia y fe, sino de aceptar que existen formas de conocimiento que no caben en un algoritmo y que quizás justamente eso que queda fuera es lo humano. Y por supuesto, esa reivindicación del misterio o de, lo que es lo mismo, de la experiencia subjetiva, tiene también una dimensión política. El feminismo lleva tiempo señalando que la razón moderna ha sido construida sobre una exclusión de lo emocional, lo afectivo y lo corporal. Autoras como Donna Haraway, Silvia Federici o Sara Ahmed han mostrado que lo que se presenta como racional suele coincidir con lo masculino y lo dominante. Revalorizar la emoción, lo espiritual o lo simbólico no implica renunciar a la crítica, sino ampliar la idea de conocimiento y abrirla a lo sensible.

Quizá no estamos asistiendo a un regreso de Dios, sino a algo distinto que el sociólogo francés Michel Maffesoli ha descrito con ironía como la muerte de Nietzsche. Si en el siglo XIX Nietzsche anunció la muerte de Dios para señalar el fin de las certezas, hoy, dice Maffesoli, lo que muere es ese propio nihilismo que nos dejó sin alma. Tras décadas de descreimiento, de cinismo posmoderno y de culto al individuo, el ser humano vuelve a buscar sentido. Pero ya no lo hace en los templos, sino en los rituales cotidianos, en el arte, en los afectos, en el cuerpo, en los vínculos. Es una espiritualidad sin mandato, sin culpa y sin jerarquías, una especie de fe de un presente agotado que necesita creer.

Quizás con todo esto se pueda concluir que Rosalía no está predicando, sino que, como tantos y tantas artistas que con su obra han querido buscar otro sentido en el mundo, está utilizando un lenguaje. Y esa diferencia es fundamental. Una obra de arte puede servirse del vocabulario religioso sin convertirse en liturgia. En realidad, es ahí donde reside la fuerza del arte, en esa capacidad de hablar desde un código sin quedar atrapado en él. La historia del arte está llena de ejemplos. El cine de Terrence Malick o la música de Sufjan Stevens, donde lo trascendente es una atmósfera; el anhelo de belleza de Paolo Sorrentino, que funciona como una plegaria; la obra de Sharin Neshat, donde la fe musulmana es un acto de resistencia y libertad; o incluso los poemas de Federico García Lorca, en los que de una forma tan patria de la que seguramente también Rosalía es heredera, lo espiritual y lo corporal se unen de un modo laico.

Lo sagrado puede ser feminista, disidente, reapropiado, reinventado. Jugar con el lenguaje de lo conservador puede ayudar a abrir preguntas donde hasta ahora solo había continuidad

Son innumerables las semánticas que el arte produce desde el lenguaje de lo religioso que sirven para poder pensar lo común de una forma emancipadora. Todas ellas nos deben obligar a revisar un prejuicio muy occidental que nos hace afirmar que la religión es por definición opresiva. El arte demuestra lo contrario. Lo sagrado puede ser feminista, disidente, reapropiado, reinventado. Jugar con el lenguaje de lo conservador puede ayudar a abrir preguntas donde hasta ahora solo había continuidad. Por ello, el giro espiritual que se observa hoy no es una regresión, sino una respuesta. Es la tentativa de reconstruir sentido en un mundo saturado de información y vacío de trascendencia.

Hay riesgos, por supuesto, no todo es jauja en esta nueva mirada de lo espiritual. Lo religioso puede vaciarse y convertirse en decoración, en simple moda o en mercancía. También puede ser utilizado como refugio reaccionario, como justificación moral frente al cambio. Pero entre el dogma y el simulacro hay un terreno fértil que la creación artística habita con libertad y que puede resultar útil para un mundo que parece vivir agotado y absolutamente seco de espíritu y valores. Lo religioso entendido como experiencia, y no como doctrina, tiene la capacidad de interpelar el presente. No busca imponer una verdad, sino abrir una pregunta. Cuando la ciencia y la efectividad del mundo neoliberal que habitamos se convierten en la única fuente de sentido, el arte y la espiritualidad recuerdan que la existencia humana también se alimenta de símbolos, de vínculos, de comunidad, de gestos sin utilidad inmediata.

Rosalía ha puesto en escena esa búsqueda. Su uso de lo sagrado no impone una fe, sino que invoca una experiencia. Nos recuerda que hay una parte de la vida que no se explica con datos y que lo inexplicable también forma parte de lo humano. Esa dimensión no pertenece solo a las religiones ni a los conservadores. Pertenece a cualquiera que sienta que, más allá de lo medible, todavía hay misterio. Y quizá ahí esté la clave. Lo religioso, en su sentido más amplio, no conserva, sino que conecta. No se trata de volver atrás, sino de recuperar la capacidad de asombro. Creer, aunque sea por un instante, que el mundo todavía guarda algo sagrado.

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