Rosalía o una nueva mística de la feminidad

En su nuevo trabajo, Rosalía aparece como un cuerpo entre el éxtasis y la penitencia. El gesto, la luz y el ritmo componen una escena que parece sacada de una pintura barroca, donde el amor se confunde con la fe y la entrega con la herida. Hay algo en Berghain que ya no pertenece al terreno del pop, o más bien convierte al pop en una especie de liturgia, si es que esta no es su constante aspiración. Hay algo en Lux que define lo pop, una oración donde lo femenino vuelve a ser altar, sacrificio y ofrenda, navegando con comodidad en la contradicción de serlo todo a la vez. 

La artista ha convertido su obra en un símbolo de algo más grande que ella. Vuelve la Rosalía de El mal querer, que esta vez ama hasta desangrarse, que se ofrece como cuerpo místico y animal herido, que pide perdón y al mismo tiempo exige ser adorada. Es un gesto que remite a siglos de iconografía católica, desde la representación de Santa Teresa de Bernini, las vírgenes del dolor, las mártires del cine de Pasolini o tu abuela planchando en la cocina. El de Lux es el imaginario del amor romántico, ese viejo guion donde el deseo femenino se escribe como sufrimiento, redención y entrega total. Rosalía se convierte en Santa Teresa, con el corazón atravesado por el dardo de un ángel, abrasada por el gran amor de Dios, una mártir contemporánea para tiempos sin dioses. Y sin duda, va a ser adorada. 

Y como sucede sobre cualquier adoración, conviene hacer exégesis. Y es que no puede pasar inadvertido el encaje perfecto de la imaginería religiosa con la estética trad wife que en el videoclip de la nueva canción de la cantante aparece reflejada en el vestido blanco, en la cocina de fondo y en la candidez forzada de una mujer devota y rota que se ocupa de las tareas del hogar mientras llora a un amado. Es la misma simbología que hoy inunda TikTok o Instagram: jóvenes que celebran el retorno al hogar, la obediencia como virtud y el amor al otro como misión espiritual. El neoliberalismo ha sabido vestir de libertad el mandato más antiguo: la idea de que una mujer plena es aquella que ama, cuida y renuncia. Rosalía juega —o se debate— con ese imaginario. No sabemos si lo reproduce o lo subvierte, o si en esa ambigüedad radica su potencia.

Lux es una apuesta clara por la idea de que el amor romántico es una religión de la cual Rosalía, como todas las mujeres, es una mártir

Lo que está claro es que su gesto no es inocente. Lux es una apuesta clara por la idea de que el amor romántico es una religión de la cual Rosalía, como todas las mujeres, es una mártir. A la luz de este credo, la pregunta por la intención de la obra de Rosalía se convierte en una pregunta colectiva  que arrastra a una generación de mujeres atravesadas por las contradicciones placenteras del patriarcado disfrazado de feminidad reapropiada. ¿Es Rosalía la santa que ironiza sobre el sacrificio femenino o la devota que lo reencanta con luz y oro? ¿Funciona esta puesta en escena como una crítica o como repetición del mito de la feminidad? La frontera es difusa, y ahí habita la tensión más contemporánea de la feminidad: la posibilidad de reapropiarse de los símbolos que nos oprimieron o el riesgo de reactivarlos bajo una nueva forma de fascinación.

En tiempos en que las trad wives convierten la sumisión en estética y las derechas coronan a mujeres para demostrar que el patriarcado ya no existe, la figura de Rosalía funciona como un espejo. No es Meloni ni Ayuso; no predica la obediencia, pero tampoco la niega del todo. Su giro espiritual parece preguntar: ¿qué significa ser libre si el lenguaje del amor para las mujeres sigue siendo el de la herida? Es inevitable leer Lux como una continuación de sus álbumes anteriores, pero también como una alegoría del proceso que muchas mujeres vivimos: del sometimiento de El mal querer al empoderamiento despechado de Motomami, hasta esta conciencia ambivalente que ya no busca vencer sino comprender, una nueva identidad hecha con jirones y pensamientos intrusivos de todo lo anterior. Pasamos de rogar ser nombradas y declararnos en guerra con la idea de ser el bizcochito de nadie a afirmar que en todo ese dolor, en todo ese ser unas intensas, reside también una forma de estar en el mundo verdaderamente poderosa. Ahora Rosalía sabe quién es, asume (y asumimos con ella) ser tan irresistibles y vulnerables como un terrón de azúcar que se funde con el calor.  Rosalía con Lux se hace mayor y enseña orgullosa las contradicciones políticas y estéticas de su carrera, que son también, en definitiva, las del feminismo: ¿Existe la posibilidad de que esa nueva mística de la feminidad se convierta en un nuevo sentido o identidad  para las mujeres que se repiensan por primera vez viviendo de forma consciente en un mundo que ha nombrado ya la violencia que las mujeres sufrimos? ¿Cómo son las mujeres después de ser heridas? ¿Cómo es la identidad de una mujer vulnerable pero poderosa?

Quizá la respuesta esté en aceptar que no hay retorno a la ingenuidad. Las mujeres contemporáneas —como las que canta Rosalía— habitan un territorio posterior a la herida: saben que el amor hiere, que la libertad cansa, que el cuerpo recuerda. Pero también saben que la herida no es sólo un daño, sino un lenguaje, un modo de estar en el mundo. Lo femenino, tras el desvelamiento del patriarcado, ya no puede sostenerse en la sumisión ni en la pureza; debe sostenerse en la conciencia, que no es otra cosa que una suerte de trascendencia de lo que somos, una nueva mística de la feminidad. Es en este sentido que Rosalía aparece como un animal herido que canta a su propio cautiverio, que tras intentar que el corazón sea arreglado por un hombre, concluye que la única reparación posible reside en esa soledad de las mujeres con ellas mismas, que encuentran en su herida una identidad nueva, tal y como Despentes habla de la violación o Gilligan del cuidado que duele. Hay fuerza en esa vulnerabilidad, una belleza que reivindica la emoción en un mundo cínico, hay muchísimo poder en ese mundo con hombres que hieren. Pero también hay un peligro: que el dolor femenino vuelva a ser el espectáculo central del deseo. Que la herida se transforme en marca, en símbolo rentable, en estética de la nostalgia. El cristianismo, el romanticismo y el capitalismo siempre han sabido hacer negocio con el sufrimiento de las mujeres.

Y, sin embargo, algo brilla en esa oscuridad. Porque lo que Rosalía muestra es la imposibilidad de resolver el conflicto entre amor y libertad, entre deseo y dominio. La suya es una alegoría del malestar contemporáneo: mujeres que ya no creen en el amor como destino, pero que siguen buscando su luz. Mujeres que saben que la devoción es peligrosa, pero que aún necesitan creer. Mujeres que entienden que el poder las usa como símbolo, y aun así se atreven vulnerables y poderosas a representarse, a cantar, a arder.

Quizá Lux no sea una rendición ni una victoria, sino un espejo roto de nuestra época: la puesta en escena de un mito que se resiste a morir. En ella, la feminidad no es ni sagrada ni profana: es crítica, ambigua, doliente. Y en esa ambigüedad se juega algo más grande que una estética: la posibilidad de reapropiarse de lo que nos hizo daño. Rosalía, con su gesto entre el rezo y la rebelión, encarna esa pregunta: ¿puede una mujer hacer suyo el lenguaje de dios y del amor sin volver a arrodillarse? Y esa justamente podría ser la promesa de la nueva mística de la feminidad. No volver a lo sagrado, sino reinventar el sentido del presente, desde la conciencia de haber sido heridas, pero sin ser únicamente esa herida. Mística sin dios, creer en algo pero sin obediencia. ¿Feminismo?

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Ángela Rodríguez 'Pam' es ex secretaria de Estado de Igualdad.

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