El futuro de Ucrania no está en manos de los ucranianos

Dado que lo que está en juego es su propia existencia como Estado soberano, no puede caber duda alguna de que los ucranianos harán todo lo posible por defender su integridad territorial y preservar su independencia. En cualquier caso, y tras once años de resistencia frente a la embestida rusa, la situación actual y la relación de fuerzas sobre el terreno determina que ni aun así es suficiente para expulsar a las tropas invasoras y blindar sus fronteras ante futuras intentonas de Moscú. En esencia, el futuro no está en sus manos, sino que depende del nivel de apoyo que le presten sus aliados exteriores.

Es evidente que la maquinaria militar rusa está muy lejos de la imagen de operatividad y poder que se le suponía antes del 24 de febrero de 2022. También resulta evidente que las sanciones internacionales que se le vienen aplicando desde 2014 afectan crecientemente a su economía. Pero nada de eso impide que Moscú mantenga la iniciativa estratégica a lo largo de los 1.100km de frente de batalla, obligando a las fuerzas ucranianas a adoptar una actitud defensiva que, a duras penas, consigue ralentizar el avance enemigo. Y es que por muchas que sean las deficiencias rusas, su superioridad es manifiesta tanto en efectivos humanos que pueden ser movilizados como en capacidad industrial y económica al servicio de la guerra. De hecho, no es realista pensar que Volodímir Zelenski y los suyos habrían podido llegar hasta aquí si no hubiera sido por el apoyo que le vienen prestando sus aliados occidentales.

La consecuencia de todo ello es que Ucrania no está en condiciones de desarrollar una agenda propia, sino que depende vitalmente de lo que otros decidan, tanto en términos económicos como militares. Por un lado, Vladimir Putin ha establecido un marco conceptual que nadie parece en condiciones de trastocar, y que se resume en la exigencia de obtener por parte de Ucrania una porción significativa de su territorio — al menos la península de Crimea y los oblasts de Lugansk, Donetsk, Jersón y Zaporiyia—, su renuncia a la integración en la OTAN y su desmilitarización. Un marco que Donald Trump ha asumido como propio, alineándose con su homólogo ruso en la presión sobre Zelenski, y que la Unión Europea asume sumisamente, dada su falta de capacidad y voluntad para lograr un asiento a la mesa en la que se dirime el futuro de Ucrania.

Ucrania no tiene más remedio, por tanto, que acomodarse a los parámetros que le marcan tanto Washington como Bruselas. En el primer caso, lo que está comprobando es que Trump busca un entendimiento con Putin más allá del conflicto ucraniano, de tal modo que no tiene reparo en modificar sus posiciones de partida cuando lo considera conveniente. Así acaba de ocurrir por ejemplo en Alaska, aceptando el rechazo de Moscú a la aplicación de un alto el fuego inmediato como punto de partida para relanzar un proceso de negociaciones, lo que le permite a Putin aparentar una supuesta voluntad de paz, reactivando un proceso de negociación sin final a la vista, mientras puede seguir ganado terreno ucraniano en el campo de batalla. Una actitud que, de paso, le garantiza que Estados Unidos no le impondrá nuevas sanciones. En esa misma línea, Trump ha incorporado a su discurso la peregrina idea de un inexistente intercambio de territorios, cuando es bien obvio que todos los oblasts citados anteriormente son plenamente territorio ucraniano y, por tanto, no hay ningún intercambio a la vista, sino una pretensión de rendir finalmente la resistencia de Kiev.

Ucrania no tiene más remedio, por tanto, que acomodarse a los parámetros que le marcan tanto Washington como Bruselas

En paralelo, Trump se dedica a buscar alternativas políticas al propio Zelenski, al que ha identificado en numerosas ocasiones como el responsable de iniciar el conflicto. Así hay que entender el fracasado intento de su vicepresidente, James D. Vance, de cortejar a Valeri Zaluzhni, embajador ucraniano en Londres y antiguo jefe del Estado Mayor, por entender que sería más sensible a los intereses de Washington. Igualmente, Trump está cerrando progresivamente el grifo de la ayuda económica y militar a Kiev, como método de presión adicional para vencer las reticencias de Zelenski a aceptar su rendición al dictado conjunto de Washington y Moscú, y apenas menciona la posibilidad de aportar garantías de seguridad en caso de que se produzca la firma de un acuerdo.

En esas condiciones, queda por ver qué papel se autoasigna la Unión Europea, consciente de que hasta ahora apenas es un actor secundario, con el que Putin argumenta que no tiene nada que negociar y al que Trump ve como una criatura creada para “joder” a Estados Unidos. Todo apunta a que los Veintisiete están decididos a mantener el apoyo en un nivel similar al que han tenido hasta aquí. Pero, aunque sean capaces de superar sus divisiones internas en este asunto, eso no permite cubrir el previsible hueco que deje EEUU, ni para mantener el esfuerzo actual ni para proporcionar suficientes garantías de seguridad a Kiev en el hipotético caso de que se llegue a firmar un acuerdo de paz. Por un lado, los Veintisiete no tienen capacidad de producción armamentística para cubrir las necesidades de las fuerzas ucranianas. Y, por otro, tampoco tienen la capacidad y la voluntad política para desplegar sus tropas en suelo ucraniano como garantías de seguridad, sin contar con el respaldo directo de Washington.

No puede sorprender, por tanto, que más allá de sus propios errores, Zelenski se sienta crecientemente asfixiado.

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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).

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