La muerte del periodismo Luis García Montero
Todos los indicios apuntan a una próxima victoria de la derecha en las elecciones. La media de las peores encuestas para el Gobierno se mueve en un tramo que oscila entre los 180 a 190 escaños que obtendría la suma del PP y Vox. A esto se añade un clima político de alto voltaje que conforma una atmósfera irrespirable. Escándalos reales, acoso judicial y persecución mediática, a golpe de intereses empresariales y financiación de pseudomedios, forman parte de la presión contra el gobierno progresista de Pedro Sánchez. Da igual que utilicen gasolina judicial, cócteles verbales, bulos explosivos o bombas mediáticas. Su objetivo de alcanzar el poder está por encima de la propia democracia, por lo que el fin justifica los medios. Asusta ver a estos actores en las instituciones porque nada garantiza que las vayan a abandonar por voluntad propia, aunque así lo indiquen las urnas. “El que pueda hacer que haga”, dijo Aznar. Con aquella sentencia se iniciaron los particulares “juegos del hambre” de las derechas contra un gobierno al que se acusaba de ilegítimo.
Los análisis sociológicos publicados, tanto desde la estadística como desde la politología, son lúcidos y certeros. Sus diversas autorías coinciden en señalar una debilidad global de las fuerzas de izquierda. El informe médico muestra deshidratación democrática, con altos niveles de desafección, y una movilización antisistema que rentabiliza la ultraderecha populista. Hay más analíticas sociales alteradas. Sin embargo, el mayor cambio es psicológico. Se ha impuesto una percepción de la desigualdad que antes se asumía colectivamente y ahora se ve como injusticia individual. En la primera opción, la solidaridad y la reivindicación facilitan una integración social. Pero si entendemos la diferencia como amenaza personal, los otros pasan a ser rivales al principio y enemigos poco más tarde. El combustible de este mecanismo psicológico se inflama con odio y desinformación. La espoleta se activa con un complejo de inferioridad que acusa de élite maldita a todo lo que no coincide con la propia percepción. Entonces, el voto actúa como arma contra la propia democracia.
Con este panorama, parecería atrevido aventurar un triunfo progresista en las urnas. Y, sin embargo, la izquierda se mueve. Precisamente, un diagnóstico no es una autopsia sino un elemento decisivo para acertar con la terapia, recuperar salud democrática y disfrutar calidad de vida. Veamos algunos elementos racionales y emocionales que me permiten sostener la hipótesis de una victoria de la izquierda en las próximas elecciones.
1/ El relato mata el dato. Como dijo Marx (Chico), confiamos en lo que nos cuentan, no en lo que vemos con nuestros ojos. La economía es como la salud. Sólo nos preocupa cuando va mal. Los excelentes indicadores de España en empleo, afiliación a Seguridad Social o incremento del SMI se perciben con una normalidad que no se valora como se merece en el ámbito electoral. La izquierda se desenvuelve peor con la ficción que con la realidad. Por ello debe construir un nuevo y más creíble discurso, aunque sea menos exacto. En este contexto, la psicología emocional es más efectiva que la sociología racional.
2/ Pedro Sánchez es un antisistema. Derecha y ultraderecha han abusado tanto de la incorrección política, para agitar a sus seguidores, que la han envejecido. Si todas las noches duermes junto al tren del apocalipsis, al principio cuesta conciliar el sueño, pero al poco nos acostumbramos y descansamos. Ir a la contra de la globalización de moda conservadora es un valor. Y en España tenemos de líder a nuestro particular Astérix, resistiendo en la aldea hispana de la izquierda, frente al asedio de estos romanos fachas tan locos. El pie en pared de nuestro presidente frente al genocidio del pueblo palestino, oponiéndose a las bravuconadas arancelarias de Trump o asumiendo el liderazgo de una posición europea progresista, han consolidado su prestigio como referente internacional de una política de izquierda, solidaria y de avance en derechos sociales, que es un ejemplo de resultados y gestión para la comunidad internacional.
3/ La obsesión de las derechas por obligar a comulgar con sus postulados se puede encontrar con el llamado “efecto adolescente” en sus posibles votantes. Si queremos que un joven, en esa etapa vital, vaya por donde queremos, no debemos presionarle. Incluso conviene inducirle a la opción contraria para que, al no hacernos caso, haga lo que deseamos y crea que decide por sí mismo. El revolutum de agravios del PP contra el Gobierno, desde la tribuna del parlamento, ha provocado un mementum progresista. Enhorabuena a los estrategas de Génova.
4/ Hay casi dos millones de votantes que, desde las elecciones de abril de 2019, no han vuelto a las urnas. Ni en las repetidas elecciones de noviembre de ese mismo año, ni en las generales de 2023. Son cinco puntos porcentuales de participación que están latentes, se mantienen a la expectativa y han engrosado la abstención (una parte depositó en su momento la papeleta de Ciudadanos). Hasta el momento no han tomado partido por ninguno de los militarizados bloques a diestra y siniestra. Un espacio de sensatez, desde el Gobierno de España, puede atraer a parte de este núcleo electoral hacia sus candidaturas. Aquí se está jugando la composición del futuro parlamento.
Los conservadores se han plegado y mimetizado con la ultraderecha en su política de inmigración, a base de puntos patrióticos
5/ Los dos países que han ganado las elecciones con todo en contra, desde una perspectiva de progreso, han sido Canadá y Australia. Lo han hecho desde la autonomía y no tanto con la ideología. Una socialdemocracia identitaria y solidaria debe poner pie en pared tanto frente a los ataques de Trump y su entorno, como ante el brutal genocidio palestino y otros atentados a las personas y al medio ambiente. Una política agresiva, a la ofensiva, no sólo moviliza, sino que cohesiona a sectores progresistas (y moderados) que dormitaban entre la apatía y la depresión. La posición de Sánchez sobre nuestra contribución al gasto en defensa de la OTAN va en esa línea. Liderar la paz, preservando las políticas sociales, es una seña de identidad de la escasa izquierda gubernamental que hoy queda en la Unión Europea. Las manifestaciones contra Trump nos recuerdan que la calle sigue viva. La ebullición y regeneración del Partido Demócrata, con la posible elección de Zohran Mamdani como alcalde de Nueva York, sugiere el camino de reactivación progresista. En este sentido, la intención de Alexandria Ocasio-Cortez de presentar su candidatura en el año 2028 y la agitación movilizadora en el seno del partido laborista británico, son muestras revitalizadoras de la izquierda.
6/ La inmigración es el mínimo común múltiplo de todas las derechas y el máximo común divisor de las izquierdas. Sirve para intimidar a la sociedad. El miedo mata a la risa y sin alegría no hay libertad. Sería una variante del mensaje que nos traslada Umberto Eco en su novela El nombre de la rosa. La amenaza conservadora, más que de un PP desorientado, proviene de la estela que dejó la ultraderecha en el Madrid Economic Forum de Vistalegre y la que quieren avivar los conservadores a través de un think tank con Espinosa de los Monteros al frente de Athenea (más bien un pensamiento de tanque que un tanque de pensamiento). No es casual la vinculación ultraconservadora con la afición al rápido enriquecimiento. La libertad de hacerse cripto-rico es el actual opio del pueblo. Ese “egoeconomicismo” necesita deshacerse del público (inmigrantes) y de lo público, para justificar su frustración. La izquierda debe asumir la inmigración como una obligación sostenida para un crecimiento sostenible, articular el equilibrio de población, mantener las pensiones y atender empleos necesarios. Es imprescindible conjugar solidaridad con egoísmo. Que se lo digan a la España vaciada.
7/ No es alquimia, es confianza. Parafraseando al Ministerio de Hacienda, Sánchez ha transformado los sucesivos cónclaves del PP en ritos funerarios. Las prisas de Feijóo por llegar a La Moncloa, perseguido por Ayuso, le han llevado a un callejón sin salida y sin aliados. Lo acabamos de ver en el reciente “aquelarre” de dirigentes del PP en Murcia. Los conservadores se han plegado y mimetizado con la ultraderecha en su política de inmigración, a base de puntos patrióticos. El mismo seguidismo de Vox han hecho al recuperar la vieja política de los trasvases de cuencas de Aznar, defendiendo un trasvase del Ebro que aplaudió con vergüenza Azcón, presidente del PP en Aragón.
Comenzamos el curso político con el escenario menos optimista para la izquierda. En términos cuantitativos, hablamos de una distancia de apenas una docena de diputados para revalidar la actual mayoría. Incluso esos “pésimos” números se obtienen con la actual división a la izquierda del PSOE (los arañazos de Vox al PP también afectan con la ley D`Hont). La energía, como los votos, no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Se mantiene la capacidad electoral, aunque la dispersión debilite el resultado en escaños. Pero esa regla matemática también perjudica a unas derechas que se equilibran por la fuga de votos de los de Génova hacia Abascal. Por eso afirmo que hay condiciones objetivas para contemplar que un gobierno progresista renueve la confianza. De hecho, no toda la derecha comparte un dictamen favorable a sus intereses. En el seno del PP no son pocos los que no ven al delantero de su equipo con capacidad de marcar el gol definitivo. Algo de esto ya pasó en 1993. Pero incluso los resultados del PP en 1996, que hicieron presidente a Aznar, hoy darían como resultado un gobierno encabezado por el PSOE.
Un ambiente enrarecido sugiere una victoria de la derecha extrema y su viceversa, pero las pruebas podrían indicar lo contrario. La distancia que separa un gobierno de progreso de una legislatura de retroceso es mínima. Y nadie tiene en cuenta que en el jurado hay muchas mujeres y hombres que, como Henry Fonda, van a pelear y votar para que ese pequeño margen electoral sea de doce escaños sin piedad… con la derecha.
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José Mendi es psicólogo y escritor.
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