Plaza Pública
Famosos egotistas
Hay cosas, personas y actitudes que quedan muy a la vista, probablemente demasiado, y terminan resultando molestas, insoportables o, en ocasiones, perjudiciales. Pasa, por ejemplo, con la letra de los médicos. Casi todos los licenciados o graduados tienen o tenían mala letra porque había que tomar apuntes muy deprisa y se utilizaban abreviaturas y signos incomprensibles; un vicio que ha permanecido y que ha contribuido a no pocos errores de interpretación. Así, ingenieros, letradas, enfermeros, lingüistas, arquitectas, politólogos, etc. suelen tener mala letra (todos en general, salvo extrañas excepciones y, quizás, calígrafos y amanuenses). Sin embargo, la “mala fama” de la letra de los médicos tiene que ver sobre todo con que está, o estaba, muy a la vista; necesariamente visible. De todos los profesionales citados, la letra que más se ve es la de los médicos (en recetas y en informes a mano). Esa circunstancia contribuye a que los pacientes se devanen los sesos intentando entender qué pone en esos escritos y los farmacéuticos (de quienes no se ve su letra) parezcan destinados a aumentar sus competencias haciendo cursillos de grafología o criptografía para descifrar lo escrito a mano en los dichosos papeles y así no meter la pata con las dosis, la composición, la frecuencia de tomas, etc. ¿Quién no tiene alguna experiencia en este sentido? Si el médico quiere componer un poema o enviar una carta manuscrita a su amante, puede hacerlo sin más problemas utilizando los signos que le apetezcan; no pasa nada porque es para uso privado. Pero si el facultativo pretende curar a otros con sus indicaciones, mejor informa, solicita o prescribe con letra distinta y clara; algo que, felizmente, han facilitado en gran medida las tipografías mecánicas y electrónicas.
A mi juicio, lo mismo que pasa o pasaba con la letra de los médicos ocurre con algunos famosos y famosas: están muy a la vista, quizás demasiado. Su exceso de visibilidad es inevitable; te los encuentras en cada esquina mediática. Suelen pertenecer a campos muy variados (las artes del espectáculo –sobre todo el cine, el teatro o la música–, los medios de comunicación, la moda, internet, el deporte, los negocios y las diversas personas o personajes que pueblan el papel cuché de muchas de nuestras revistas más “sociales”). Se les ve mucho por sus actividades principales —en las que han destacado de alguna forma—, pero otras veces, cuando muestran sus opiniones como ciudadanos de a pie, disfrutan de esa misma presencia pública de forma desproporcionada; se produce un abuso mediático cuando sus ideas son tan interesantes, o tan poco, como las de cualquier otro común de los mortales, como las del que aquí mismo escribe. La diferencia entre unos y otros consiste en la presencia exhaustiva, invasiva, en la pantalla y el altavoz, en el volumen y el eco con que se les ve y escucha en esto que ahora llamamos economía de la atención y que tanto dinero genera.
El derecho a la libertad de expresión es algo que nadie puede ni debe poner en duda, jamás; pero es probable, y puede que plausible, que la audiencia excepcional que disfrutan algunas personas deba llevar consigo un mínimo de autoexigencia, responsabilidad o prudencia cuando expresan ideas que son muy legítimas en el ámbito privado, pero no lo son tanto en el público debido a las consecuencias sociales que pueden acarrear. Difundir algunas posiciones privadas mediante semejante “megafonía” puede entrar en conflicto grave con las necesidades perentorias que tienen las mismas sociedades que los aplauden en sus facetas profesionales más exitosas. Éxito, todo hay que decirlo, proveniente de su esfuerzo, su talento, su origen, su astucia o su fortuna (como en todos lados, nunca se sabe).
Desde luego que entre los famosos los hay que prestan su cara y voz a causas encomiables que necesitan una reactivación en nuestras consciencias; pero entonces se trata de que alguna institución se lo ha pedido y los ha seleccionado para esas misiones. ONGs u otros organismos suelen utilizar específicamente para estas tareas a los más comprometidos (aunque honestamente es algo que siempre me resulta raro y en ocasiones vergonzoso, pues no se sabe si sirve además para lavar la imagen o mejorar la existente; hay estudios al respecto). De todos modos, estas personalidades son guionizadas y escuchadas cuando señalan específicamente un tema, y lo hacen con la cobertura técnica y argumental de personas con experiencia en el asunto. Se trabaja y amplifica la repercusión del problema gracias a la distribución de imágenes y discursos a escala mundial con el rigor propio de quien sabe de lo que habla. Entonces, los famosos y famosas, utilizados como prescriptores, gente conocida y digna de confianza, son atendidos a través de los medios por cientos de miles o millones de personas.
Como egotistas se define a las personas que piensan que deben ser el centro de todo cuanto ocurre y que se sienten diferentes del resto de mortales porque sus dones les hacen merecedores de los máximos halagos o de las críticas más insidiosas. Estos caracteres tratan de que se les preste la máxima atención. Cuanto más grande sea el número de quienes atienden sus requerimientos frente a cámaras o micrófonos, mejor se sienten, más “existen” y mejor encubren con su “actuación” sus inseguridades y sus miserias. En esa suerte de autoengaño, este tipo de persona cree gozar no solo de esos dones sino de otros que adquiere por prácticas esotéricas o influencia divina; todo ello, además, reforzado por las consabidas cortes de halagadores profesionales y “desinteresados” que le regalan el oído al mínimo bajón de autoestima. Entre los egotistas los hay famosos y no famosos, desde luego (miremos en universidades, parlamentos, comunidades de vecinos, asociaciones profesionales, sindicatos, cofradías, etc.); esos y esas que se escuchan a sí mismos anonadados cuando emiten sus pesadísimos monólogos y lo hacen con la condescendencia propia de quienes son inspirados por el más allá, muy lejos de los míseros pobladores de la tierra. En fin.
En un artículo titulado Polución de celebrities, publicado a finales de 2019, terminaba diciendo que era “hora de plegar la alfombra roja”, después de explicar la omnipresencia cansina y abusiva de gentes que aprovechan su fama profesional para entrar sin miramientos en los más diversos aspectos de nuestras vidas corrientes y molientes. Aquellos que publicitan cualquier tipo de producto o que usan sus poderosas presencias para manifestar cuanto les parezca y en cualquier ámbito; y lo hacen así porque para eso son quienes son: gente “de importancia” y tratamiento VIP a los que se les tiende una aterciopelada alfombra roja para que pisen su “distinción” y aumenten sus ganancias (un negocio que se nutre de su visibilidad y de nuestra generosa atención).
Todos observamos que hay infinidad de famosos que saben perfectamente dónde están, quiénes son y cuáles son sus virtudes y limitaciones. Lo que no quiere decir que no se manifiesten cuando lo estimen conveniente. Ellos y ellas mantienen los pies en la tierra y se guardan mucho de hacer o decir estupideces en público, o simplemente refugian sus ideas y su intimidad de intromisiones y tampoco quieren, prudentemente, meterse en temas que no dominan. Son esos que aparte de su trabajo solo salen en los medios para hacer promociones porque los contratos los obligan o porque ellos lo necesitan para sobrevivir profesionalmente. Y son esos famosos humildes que hacen su trabajo como cualquier otro trabajador, pero permanecen a salvo de endiosamientos y grandilocuencias. Y suelen ser personas que se mojan si hace falta haciendo gala de tacto y responsabilidad. No creen saber más que los demás ni se hacen eco de desinformaciones o bulos de todo tipo; tampoco tratan de alentar a las masas o a sus fans contra todo sentido cívico, conocimiento contrastado o actitud ética que pudiese contradecir sus intereses particulares. Son personas de otra estirpe, y reaccionan declinando invitaciones frente a no pocos medios que les tientan el ego o el bolsillo para sacarles de sus casillas y llenar las parrillas de contenidos suculentos para aumentar las audiencias.
En sentido contrario tenemos a los arrogantes y bocazas. Tenemos clamorosos ejemplos en el caso del covid-19 o las vacunas contra la misma. Nos hemos quedado estupefactos viendo a un Miguel Bosé, un Enrique Bunbury o una Victoria Abril emitiendo en foros, redes y televisiones ridículos exabruptos (conspiranoicos) que hacen estremecer a muchas personas, algunas totalmente indefensas, física y anímicamente. Y lo han hecho sin más justificación aparente que un posible delirio de grandeza y superioridad, un acceso privilegiado a fuentes ignotas para el resto del género humano o una salida airada por una manifiesta incapacidad para soportar el infortunio de la pandemia. Y el problema no es que se expresen –ya hemos dicho que tienen todo el derecho a decir cuanto quieran, en eso consiste la libertad, en permitirles manifestar sus ideas o sentimientos–, el problema está en que hablan desde posiciones de privilegio sin datos reales ni fundamentos y de manera absolutamente arbitraria y prepotente. Y si tienen razón, estamos esperando sus demostraciones.
Si los famosos quieren defender el terraplanismo, alentar el creacionismo o arremeter contra la inutilidad o el perjuicio de las vacunas, están en su absoluto derecho, faltaría más, (como los médicos tienen derecho a sus crípticos mensajes íntimos), pero igual sería recomendable que se pensasen por un instante si deberían hacerlo en privado o en público. Es decir, si para hablar de estas cosas deberían bajar del estrado o salir de la rueda de prensa o de la alfombra roja y hacerlo en la intimidad de una reunión con amigos o frente a su adorado y aburrido espejo. O, al menos, reflexionar sobre lo que van a transmitir. Pero si estos “famosos egotistas” quieren expresarse en público y dirigirse a grandes audiencias sin filtro alguno, quizás, y solo quizás, deberían pensar en las vidas precarias de quienes los escuchan y pueden adoptar sus supercherías de gurús de tres al cuarto. O sea, que deberían bajarse de la altivez y la presuntuosidad. Los pedestales, los altares o las tribunas no dan derecho a soliviantar a las personas, muy especialmente cuando el bienestar, la salud y el futuro están en juego y hay cientos de miles de muertos y millones de personas atemorizadas. Hay innumerables investigadores partiéndose el alma y el cerebro, sanitarios trabajando a destajo y personas ofrecidas voluntariamente para las pruebas de vacunación, por ejemplo. Hay epidemiólogos en todo el mundo tratando de encontrar las claves para frenar la pandemia. Todos ellos y ellas entregados a acabar cuanto antes con esta pesadilla de muerte y desolación anímica y económica para que de pronto llegue un iluminado a minusvalorar todos los esfuerzos, las penurias y los avances que se realizan de manera comunitaria y solidaria. Vergüenza debía de darles, al menos eso: bochorno.
Y claro que sabemos que hay intereses económicos en juego; no nos gustan las manipulaciones de los emporios farmacéuticos ni de otro tipo, pero eso estaba antes de este maldito virus. ¿Y ahora?, justo ahora, ¿qué hacemos? ¿Dejar que el maldito bicho campe a sus anchas y mate todavía a más gente sin freno alguno? ¿Le facilitamos las cosas? ¿No se acabó definitivamente con la viruela y se ha hecho retroceder extraordinariamente la incidencia y la morbilidad de otras enfermedades infectocontagiosas gracias a las vacunas? Estemos alerta, claro, y regulemos esto de las industrias del medicamento cuanto antes y como debe ser (con la salud no debe haber negocios ni juegos sucios). Pero a qué vienen estas chulerías y sandeces de andar por casa de prepotentes indocumentados y salvadores del mundo. ¿Qué pretenden, jugar a ser Donald Trump, Jair Bolsonaro o Nicolás Maduro?, esos aún más famosos y poderosos egotistas que con sus “recetitas” se comportan como mamarrachos peligrosos que difunden imbecilidades por sus naciones y ponen en riesgo a sus poblaciones y a todo el planeta.
No es obligatorio ser egotista cuando eres famoso, igual que no lo es que un médico tenga mala letra y la exhiba. Antes, cuando nuestros mayores estaban hartos de nuestras tropelías de jóvenes irresponsables, solían decirnos quizás de manera poco políticamente correcta, pero de modo auténtico, aleccionador y efectivo: “¡Quítate de mi vista!”. Pues eso.
____________
Joaquín Ivars es escritor, artista visual y profesor de Arte y Arquitectura en la Universidad de Málaga