El patriarcado de la Inteligencia Artificial

Cada vez que hablamos de inteligencia artificial, hablamos también de poder. De quién lo tiene, de cómo se distribuye, de qué cuerpos y territorios quedan fuera de la ecuación. En medio del entusiasmo por la innovación, es urgente mirar quién diseña la IA, desde qué experiencias, con qué ideologías. Porque sin diversidad, la IA no amplía el mundo: lo reduce.

La inteligencia artificial no nace de la nada. Se alimenta de datos, de decisiones, de ideologías. Y si quienes la programan son hombres, blancos, cis, heterosexuales, sin conciencia de clase ni experiencia de exclusión, lo que se codifica no es la inteligencia, sino el privilegio. Lo que se presenta como neutralidad técnica es, en realidad, una reproducción automatizada de los sesgos dominantes. Ya lo vemos en sistemas de contratación que penalizan a mujeres y migrantes, en tecnologías de reconocimiento facial que fallan con mayor frecuencia en rostros racializados, o en algoritmos médicos que ignoran cuerpos no normativos.

Según el artículo “Abordando la diversidad y la inclusión en IA”, publicado por Simple Science en 2025, el 34,3 % de los incidentes documentados en sistemas de inteligencia artificial están relacionados con problemas de diversidad e inclusión, siendo la discriminación racial y de género las más frecuentes. Esto no ocurre porque la IA odie, sino porque no sabe mirar más allá de lo que le enseñaron. Y lo que le enseñaron, en muchos casos, es una visión del mundo profundamente excluyente.

Cuando esa mirada sesgada se traduce en máquinas, los estereotipos se convierten en norma. Si un robot es diseñado por alguien que asume que las mujeres deben cuidar, servir o agradar, ese robot reproducirá esos roles sin cuestionarlos. Lo que antes era un prejuicio se convierte en funcionalidad. Asistentes virtuales con voz femenina que obedecen sin rechistar, sistemas de ayuda que refuerzan la idea de que el cuidado es una tarea femenina, algoritmos que asignan tareas domésticas a mujeres por defecto. Así, lo que debería ser una oportunidad para repensar los roles de género se convierte en una trampa que los perpetúa.

Y cuando esa lógica se normaliza, las oportunidades para las mujeres se reducen. Se invisibiliza su talento, se limita su acceso a puestos de liderazgo, se refuerza la idea de que su lugar está en la asistencia, no en la creación. En Europa, el 78 % de los equipos de IA están formados exclusivamente por hombres, y solo el 22 % de los profesionales del sector son mujeres. Esta brecha no solo es injusta: es técnicamente peligrosa. Porque sin mujeres en el diseño, se pierde una forma distinta —y necesaria— de entender la vida, el cuidado, la cooperación, la sostenibilidad.

La desigualdad también tiene un coste económico. Según el artículo “La brecha de género en la inteligencia artificial: el talento que el mundo no puede permitirse perder”, publicado por La Vanguardia el seis de noviembre de 2025, el Banco Mundial estima que una igualdad real en la economía digital podría generar hasta cinco billones de dólares de impacto global. Y, sin embargo, las mujeres siguen encontrando barreras estructurales para emprender e innovar en este ámbito. Menos del 2 % del capital de riesgo global se destina a proyectos liderados por mujeres, una cifra que revela un sistema de financiación aún dominado por círculos cerrados y redes de inversión masculinas. “Cuando una mujer quiere impulsar una startup tecnológica, suele tener que demostrar el doble para conseguir la mitad”, apunta Maja Zavrsnik, CMO de SheAI. “Pero las mujeres no buscan solo oportunidades, buscan propósito. Y la inteligencia artificial puede ser una herramienta para transformar la sociedad si se construye desde la empatía y la diversidad”.

La falta de diversidad también tiene consecuencias ecológicas que rara vez se mencionan. Los sistemas de IA requieren enormes cantidades de energía, agua y minerales. ¿Quién decide qué merece ser automatizado? ¿Quién evalúa el coste ambiental de cada modelo? Si quienes diseñan la IA no tienen sensibilidad territorial ni conciencia ecológica, se priorizan soluciones que benefician al Norte global y se externalizan los daños al Sur. Centros de datos que consumen agua en zonas de sequía, minería de litio en territorios indígenas, residuos electrónicos en países empobrecidos. La IA sin diversidad es extractivismo digital.

En medio del entusiasmo por la innovación, es urgente mirar quién diseña la IA, desde qué experiencias, con qué ideologías. Porque sin diversidad, la IA no amplía el mundo: lo reduce

Y lo más grave es que se excluyen saberes que podrían ofrecer alternativas. Las mujeres, especialmente aquellas que han vivido en los márgenes, aportan miradas que cuestionan la eficiencia como único valor, que priorizan el cuidado, la sostenibilidad, la cooperación. Ignorar esas voces no solo es injusto: es técnicamente torpe. Porque una IA diseñada desde la pluralidad puede ayudarnos a redistribuir el poder, proteger el planeta y construir sociedades más habitables.

La diversidad no es un gesto ético ni una cuota simbólica. Es una condición técnica para que la IA sea justa, útil y verdaderamente inteligente. Incluir otras voces no es solo reparar una injusticia: es ampliar el horizonte de lo posible. Pero para eso hay que romper el monopolio de los mismos de siempre. Hay que abrir los laboratorios, democratizar el código, politizar los algoritmos. Porque si no lo hacemos, la IA será solo otra herramienta para consolidar privilegios, automatizar desigualdades y acelerar el colapso.

Y eso no es progreso. Es regresión con estética futurista.

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Estefanía Suárez es experta en Sostenibilidad Ambiental y colaboradora de la Fundación Alternativas.

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