Las togas disparan contra la prensa Pedro Vallín
El reciente robo en el museo de Bristol y el que se registró hace escasas fechas en el Louvre de París han vuelto a colocar la palabra “seguridad” en titulares. La reacción casi automática es prometer más cámaras, más controles, más horas de curso. Pero quizá la pregunta no es cuánta seguridad, sino qué tipo de seguridad y para quién.
Un museo no es un banco ni un aparcamiento. Su misión no es custodiar dinero ni disuadir al público, sino proteger el patrimonio y acoger al visitante. Su seguridad, por tanto, debe ser distinta. Lo que sirve en un recinto industrial no necesariamente funciona en una sala llena de turistas, obras irreemplazables y ventanas históricas. Sin embargo, parte de la oferta formativa tiende a ser demasiado estandarizada y no siempre se adapta al museo. Cuando la formación no se ajusta al lugar, el riesgo no se reduce: simplemente se disfraza.
El foco de esta crítica no son los vigilantes, sino cómo los formamos. Una parte relevante llega por razones laborales, no necesariamente vocacionales; de ahí que la formación deba crear propósito, dar contexto y enseñar a leer el espacio, no solo a superar un temario. Si el punto de partida no siempre es la vocación patrimonial, el currículo ha de compensarlo con sentido de misión y herramientas prácticas.
El caso del Louvre deja una lección clara: suele no bastar con tecnología o protocolos si el entorno físico y humano no están pensados de forma coherente. Una ventana accesible, un perímetro mal gestionado o una ronda excesivamente rutinaria pueden anular en segundos todo un sistema de vigilancia. La seguridad, en realidad, es colectiva: arquitectura, procedimientos, personas y cultura del lugar. Si una de esas piezas no funciona, las demás pierden eficacia.
Tampoco se trata de convertir a los vigilantes en historiadores del arte. Pero sí en expertos en el lugar que habitan. Saber qué piezas son especialmente valiosas o frágiles, dónde se densifica el público, qué comportamientos anticipan un riesgo. Un vigilante que entiende su entorno —que sabe por qué ese espacio es único— trabaja de otra manera. La seguridad no depende solo de los ojos, sino de la mirada.
El caso del Louvre deja una lección clara: suele no bastar con tecnología o protocolos si el entorno físico y humano no están pensados de forma coherente
Ser exigentes con la formación no implica desautorizar a los profesionales, sino reconocer que a menudo les pedimos mucho con herramientas limitadas. Con demasiada frecuencia se prioriza la memoria sobre el criterio: manuales que listan procedimientos, exámenes que miden lo que se recuerda más que lo que se decide, simulacros que verifican asistencia y no tiempos reales de respuesta. Y, mientras tanto, seguimos hablando de “mejorar la seguridad” sin detenernos a precisar qué significa eso en un museo.
Conviene también aclarar de qué seguridad hablamos. En un banco, el visitante acepta controles intrusivos y la fortificación visible no daña la experiencia. En un aparcamiento, la disuasión es ambiental: iluminación, visibilidad, recorridos sin rincones. En un museo, en cambio, la hospitalidad es parte del valor público. Mostrar armas, elevar el volumen o saturar de carteles intimidatorios puede “proteger” un objeto, pero arruinar el sentido de abrir un museo. La formación debe enseñar esa tensión y cómo resolverla con disuasión cordial, control de flujos y microintervenciones que ganan tiempo sin violentar al visitante.
¿Sustituyen los sistemas a las personas? La tecnología ayuda —cámaras bien situadas, sensores de vitrinas, retardos de apertura, incluso niebla antiintrusión en salas concretas—, pero no reemplaza el juicio humano. Un museo es un ecosistema social. Lo que marca la diferencia no es el último gadget, sino la orquesta socio-técnica: personas bien entrenadas, procedimientos claros, espacios bien pensados y coordinación real con policía, mantenimiento y conservadores. Cuando falla una pata —por ejemplo, permitir que un vehículo se sitúe junto a una ventana vulnerable—, el resto no compensa.
También importa la definición del papel. El vigilante no está para “cazar” ladrones, sino para evitar que un incidente prospere y limitar daños. Eso se consigue con presencia que disuade sin intimidar, con radios que se usan con códigos claros, con decisiones pequeñas que bloquean rutas, con respeto al visitante y con cuidado de la escena para no destruir pruebas. Es un rol profesional, no auxiliar. Y cuanto más claro esté, mejor funcionará la formación.
Sería injusto no reconocer los avances. Con diferencias según país, normativa y proveedor, hay equipos y centros que ya trabajan con entrenamiento por escenarios, análisis de tiempos y enfoque situacional. Existen buenas prácticas: briefings de apertura centrados en riesgos del día, mapas vivos de puntos ciegos, simulacros breves y medidos, coordinación con el entorno urbano. Es ahí donde conviene poner el listón para que lo excepcional se vuelva normal.
Tal vez haya llegado el momento de cambiar la pregunta. En lugar de “¿cómo formar mejores vigilantes?”, preguntarnos “¿cómo formar profesionales que entiendan el lugar que protegen?”. Porque no se trata solo de prevenir un robo, sino de cuidar una parte de nuestra memoria común. La seguridad, en un museo, no es una cuestión de fuerza ni de tecnología, sino de inteligencia y sensibilidad. Y eso también se enseña. O debería enseñarse.
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Anna García Hom es analista y socióloga. Dra. en Seguridad y Prevención.
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