Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
La visita del enviado especial de Trump, Steve Witkoff, a Gaza el 1 de agosto, acompañado del embajador Mike Huckabee, cristaliza la subordinación de la diplomacia estadounidense a la teología evangelista. En tanto que Witkoff examinaba las "condiciones sobre el terreno" para evaluar el alto el fuego, Huckabee —quien niega la existencia de la identidad palestina— observaba un territorio que considera ha sido entregado por Dios al pueblo judío. La simultánea presencia del aparato diplomático e ideológico en la zona ilustra cómo la administración Trump ha fusionado realpolitik con creencias escatológicas, convirtiendo una de las crisis humanitarias más graves del siglo XXI en teatro de una profecía bíblica. La escena de un embajador baptista pisando los escombros de la Franja evaluando "derechos bíblicos" territoriales supone la materialización de tres décadas de ingeniería política confesional.
El nombramiento de Huckabee representa todo un hito en esta deriva teocrática de la primera potencia mundial. Por primera vez en la historia moderna, un responsable evangélico que se autodefine como "sionista sin complejos" irrumpe en una de las posiciones diplomáticas más sensibles del Medio Oriente y, por extensión, del planeta Tierra. Una atalaya desde la que el predicador sanciona que la ocupación de territorios es un mito y que cualquier crítica a Israel constituye una afrenta divina. Su presencia en el cargo es claro reflejo de hasta qué punto la derecha religiosa estadounidense ha logrado subordinar la política exterior a interpretaciones literales de escrituras sagradas. La alianza entre evangelistas norteamericanos y conservadores israelíes está llamada a reconfigurar el mapa geopolítico regional de manera radical.
Pocos meses después del reconocimiento estadounidense de Jerusalén como la capital de Israel, a finales de 2017, el Washington Post publicaba un estudio que atestiguaba que la mitad de los evangelistas del país apoyaba al estado hebreo al considerarlo "importante para el cumplimiento de la profecía de los tiempos finales", afirmando un 12% que esta era "la razón más importante" de su respaldo. Una teología política que no se limita a declaraciones retóricas, representando los evangelistas el 25% de la población de Estados Unidos frente al escaso 2% de judíos norteamericanos que, paradójicamente, muestran niveles crecientes de crítica hacia las políticas de Tel Aviv. Esta base electoral mostró en 2024 su capacidad para inclinar elecciones, ya que los cristianos representaron el 72% del electorado que eligió a Trump, siendo los votantes sin filiación religiosa un 24% del total.
Ron Dermer, exembajador israelí en Washington y principal consejero de Netanyahu desde hace dos décadas, llegó a asegurar que era "raro" escuchar a un evangelista criticar a Israel, justificando así por qué el gobierno encabezado por el Likud privilegiaba esta alianza confesional sobre cualquier otra. La doctrina del "sionismo cristiano" que profesan Huckabee y otros altos funcionarios de la Casa Blanca trasciende cualquier apoyo político convencional. Esta doctrina sostiene que Dios entregó el territorio sagrado a los judíos y que la Biblia profetiza que los hebreos deben controlarla para que pueda ocurrir la segunda venida de Cristo. Las implicaciones geopolíticas son evidentes porque cuando los sionistas cristianos hablan de "Tierra Santa" se refieren al territorio en ambos lados del río Jordán, legitimando un proyecto expansionista de alcance regional.
La reciente visita conjunta a Gaza evidencia cómo esta teología se ha institucionalizado en la diplomacia estadounidense. Mientras que Witkoff evalúa técnicamente las condiciones del alto el fuego y la situación in situ, Huckabee aporta la legitimación religiosa necesaria para que cualquier acuerdo o deriva a seguir respete los "derechos bíblicos" israelíes. Esta división de funciones se antoja inédita en el Occidente post-ilustrado, ya que el ejecutivo estadounidense no se limita únicamente a aplicar criterios confesionales en su política exterior, sino que, yendo un poco más lejos, los integra metódicamente en cada decisión estratégica. La presencia de Huckabee en Gaza no es casual, representando la materialización de una diplomacia mesiánica que subordina consideraciones humanitarias y de derecho internacional a interpretaciones literales de fuentes bíblicas.
El actual gobierno trumpista se erige como culminación de lustros de ingeniería política confesional. Los nombramientos de Elise Stefanik como embajadora ante la ONU y Pete Hegseth como Secretario de Defensa no obedecen a consideraciones de utilidad diplomática o estratégica, sino a la necesidad de satisfacer las expectativas apocalípticas de una base electoral que considera el conflicto israelí-palestino como el preludio del Apocalipsis bíblico. Tras la victoria del magnate, el telepredicador evangelista Lance Wallnau declaró que la presidencia de Trump había sido "profetizada" como "paso clave en el plan de Dios para introducir una nueva era de dominio cristiano". Esta alianza religiosa resulta mutuamente beneficiosa: Netanyahu y la derecha israelí obtienen respaldo incondicional para políticas que incluyen la anexión de facto de Gaza y Cisjordania, en tanto que los evangelistas invocan el cumplimiento de vaticinios escriturarios para justificar su proyecto teocrático doméstico.
El fenómeno adquiere dimensiones aún más inquietantes cuando se examina la componente antisemita subyacente. Como analiza Ed Gaskin en su Blog The Times of Israel, el sionismo cristiano presenta una paradoja. Éste apoya exteriormente a Israel, pero, en paralelo, no cesa de reforzar narrativas antisemitas que presentan a los judíos como meros instrumentos de una profecía, y no como un pueblo autónomo. La teología evangelista prevé que durante "los tiempos finales" muchos judíos se convertirán al cristianismo, mientras que dos tercios perecerán, revelándose así la naturaleza instrumental de una alianza que subordina a los judíos israelíes a un guion cristiano predefinido. Cuando la fe reemplaza a la razón en las cancillerías, la diplomacia cede su lugar al fanatismo y cualquier posibilidad de paz queda subordinada a una agenda mesiánica que ignora la realidad sobre el terreno, ajena a consideraciones racionales.
La respuesta europea a la crisis actual evidencia la bancarrota intelectual y política de un proyecto llamado a ejercer un poder normativo global basado en el derecho internacional
En un momento en que Washington articula su política exterior en torno a predicciones apocalípticas, Europa se refugia en la retórica de la "equidistancia" y la "solución de dos Estados", sin más. La respuesta europea a la crisis actual evidencia la bancarrota intelectual y política de un proyecto llamado a ejercer un poder normativo global basado en el derecho internacional. Como ilustra la reacción confusa tras los ataques de Hamás, cuando el comisario húngaro de Ampliación, Olivér Várhelyi, anunció la suspensión de 691 millones de euros de ayuda palestina y, pocas horas después, el comisario esloveno de Gestión de Crisis, Janez Lenarcic, lo contradijo; la UE carece de una doctrina coherente ante tales situaciones. Bruselas, que se da tiempo para evaluar el acuerdo de cooperación con Israel, es incapaz de forzar la entrada de ayuda humanitaria a Gaza, alimentando de paso el escepticismo ciudadano hacia el proyecto comunitario de integración.
La diplomacia mesiánica del dúo Trump-Netanyahu y la deserción europea configuran un escenario original donde las decisiones que afectan a millones de personas se toman en función de interpretaciones literales de corpus doctrinales milenarios. Este retroceso civilizatorio no solo amenaza la estabilidad regional, sino que sienta un precedente peligroso para la gobernanza global. La visita de Huckabee a Gaza simboliza la consagración de esta deriva. Un territorio devastado por quince meses de bombardeos se convierte en el altar donde se sacrifican tres siglos de pensamiento ilustrado occidental. Haciendo gala de pusilanimidad y servilismo, como quedó de manifiesto en la más reciente cumbre de la OTAN en La Haya y la claudicación comercial de Von der Leyen ante Trump, Europa no puede aspirar a ser un actor global creíble. La historia juzgará con severidad a una generación de dirigentes que entregó la razón de Estado al fundamentalismo religioso, convirtiendo la diplomacia occidental en teología aplicada.
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