Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
¡Rumbo al sur! La orden del almirante debió de subir los ánimos de una marinería harta de altercados y escaramuzas con barcos enemigos. Tras la última, sostenida ante el cabo Fisterra, Villeneuve dio la orden a su formidable flota de virar a mediodía y poner proa a Cádiz, lugar nada malo para descansar aquel agosto de 1805. El almirante tenía órdenes directas de Napoleón de ir hacia el norte pero, por alguna razón que nunca se sabrá, no quiso hacerlo. Es posible que se acobardara ante la envergadura de la misión que el Emperador le había encargado, vinculada a una soñada invasión de las islas británicas. Lo cierto es que el almirante Pierre Charles Silvestre de Villeneuve se fue a Cádiz y allí pasó el final del verano entre rebujitos y pescaíto frito, hasta que le dijeron, ya en octubre, que se estaba acercando a Cádiz un mensajero de Napoleón con una orden de destitución y un ruego para que se presentara en París a dar explicaciones. Y es que aquí cuando Villeneuve, despavorido ante la perspectiva, decidió levar anclas y echarse a la mar, huyendo del mensajero. El almirante comandaba una flota franco-española, y los capitanes españoles, muy cuerdamente, le hicieron ver que la huida era un completo delirio, porque no estaban preparados, porque en el Estrecho estaba Nelson y, además, porque se avecinaba una tormenta de las que harían historia. Pero Villeneuve mandó partir y los obsecuentes capitanes españoles decidieron seguir la senda del demente, después de enrolar apresuradamente en sus buques a una tripulación inexperta, una cohorte de mendigos y borrachos, tomada al arrastre entre el lumpen gaditano. El resto es historia: cuando Villeneuve vio a Nelson frente al cabo Trafalgar decidió dar la vuelta en redondo, como en una película de Charlot, cosa que aprovechó un tal Pierre Dumanoir, comandante del escuadrón que iba el último para, viéndose sorpresivamente el primero de la línea tras el viraje de la conga, poner pies en polvorosa y huir como alma que lleva el diablo. Los ingleses primero y la tormenta después terminaron con la flota de Villeneuve quien, poco tiempo después, se “suicidó” camino de París con seis puñaladas en el pecho.
La chusca historia de la batalla de Trafalgar es el relato paradigmático que reúne todas las miserias posibles de un incidente militar ridículo y bochornoso. Sin embargo, cierta perspectiva histórica, harto sorprendente, ha consolidado aquella carnicería, completamente inútil, como epítome de la valentía y heroísmo patrio, por más que cueste ver algo de valentía en nada de lo sucedido. No hay nada de valiente en la decisión de Villeneuve de esconderse en Cádiz, ni en su decisión de escapar huyendo del enviado imperial, ni por supuesto en la decisión de Dumanior de salir corriendo. Tampoco en la decisión de los capitanes españoles que, plenamente conscientes de la situación, no tuvieron el coraje ni la valentía de poner pie en pared y desobedecer la orden suicida de Villeneuve, condenando así a su tripulación, la mayoría pobre gente de Cádiz, a una muerte segura. Ciertas crónicas aderezan la decisión de los españoles con manidos gestos de bravuconería: algún francés les habría insinuado que no se atrevían a salir a la mar. Los españoles dejaron sus cubatas en tierra, salieron y murieron en una batalla absurda.
En estos tiempos donde los tambores de la guerra vuelven a resonar, creo necesario recordar que la valentía es una potencia de la razón, exclusivamente. La valentía solo se puede predicar de las decisiones humanas, de tal forma que en aquellos contextos donde el ser humano no tiene capacidad de decisión por haber perdido el control de su destino, no hay valoración alguna que hacer. No se le puede exigir nada. La literatura bélica pretenderá advertir heroísmo o valentía en quienes, colocados por unos comandantes ineptos ante las balas enemigas, se mantuvieron en pie o murieron sin soltar el blasón, mientras les acribillaban por doquier. Para mí, lo que cualquier persona haga en tal trance es técnicamente irreprochable, llore, grite o rece; la decisión reprochable es la que les condujo a tal escenario grotesco. Lo valiente hubiera sido evitárselo. Lo valiente siempre es la paz.
En estos tiempos donde los tambores de la guerra vuelven a resonar, creo necesario recordar que la valentía es una potencia de la razón, exclusivamente
Glorificar esta masacre, esta batalla sin guerra, donde murieron más de tres mil embarcados en la flota franco-española, como hito de nuestra heroica historia militar, es un completo desatino histórico, un desenfoque que, no obstante, afina la puntería en la soflama con la que nos quieren enardecer, al descargar de culpa a los gestores militares de la debacle, muchos de ellos militares españoles, para echársela... ¡a los políticos! –menuda conclusión previsible– por habernos aliado con los franceses, pueblo que nos llevaba exactamente 85 años de adelanto en modernidad (los años que median entre su Código Civil y el nuestro). Exculpar a los responsables de la muerte de miles de jóvenes y, al mismo tiempo, alabar la valentía con la que estos afrontaron sus últimos momentos resulta, en mi opinión, de una crueldad argumental difícil de superar.
Este discurso premiado por lo castrense aporta además, como inquietante derivada, la inequívoca pretensión de hacer atractiva la vía de la guerra, las armas y la sangre, bajo el oropel de la bandera y otros trapos, y así justificar más gasto militar y edulcorar el horror del combate. Hacer sugerente o fascinante el ‘pro patria mori’ es siempre letal y, desde luego, muy cínico. Stalisław Lem, en el vigésimo segundo viaje estelar de Ijon Tichy, recoge los hilarantes lamentos de un predicador que se quejaba de la suerte de un compañero misionero en un planeta extraño; tras relatar a sus habitantes con minucioso detalle la vida de los mártires, y explicar cómo estos habían encontrado un lugar privilegiado en el paraíso como recompensa a las torturas sufridas en su sacrificio, los asombrados catecúmenos preguntaron al misionero si él también querría ir al paraíso y gozar del mismo privilegio. Como respondió que sí, ya imaginan el final. Así que tengan cuidado con los predicadores y los salvapatrias.
En la escena final de Angeles con caras sucias, el gánster James Cagney aguarda con entereza y con un temple envidiable la conducción que le llevará ante la silla eléctrica, cuando recibe la visita de un amigo de la niñez convertido en sacerdote, que le traslada una petición extraordinaria: que camino del patíbulo finja cobardía, porque mantenerse arrogante ante la muerte le convertirá en un héroe ante los jóvenes que, atraídos por su ejemplo, no tardarán en seguir sus pasos. Le pide que tenga la valentía de mostrarse cobarde, como los pobres soldados de Senderos de Gloria, para así abrir el camino a una sociedad sin matones ni asesinos, sin héroes equivocados llamados a matar y a morir. Quizás estribe ahí la auténtica valentía.
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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.
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