¡La banca siempre gana! Helena Resano
En noviembre de 1809 nació en la aldea de Regueiro, al norte de la provincia de Ourense, una criatura a la que pusieron por nombre Manuela. A la edad de quince años era varón; como tal se confirmó y como tal se casó a los veinticinco años. Le salió barba y fue a la siega de Castilla, como millares de hombres gallegos a lo largo de los siglos. En su última madurez se vestía de mujer, con una falda muradana y un paño sobre la cabeza, mientras hilaba en su rueca. ¿Fue hombre o mujer? Cabrá albergar alguna duda al respecto; quien no tendrá ninguna es Francisco Javier Borrego Borrego, o tal vez Francisca Javiera Borrega Borrega, espléndido exmiembro de nuestro Poder Judicial, que ha saltado a la palestra para reírse, en el mismísimo parlamento español, de ciertas leyes aprobadas por los representantes del pueblo y, de paso, para burlarse de gente como Manuela, de los transexuales y gente sin género definido. La decencia nos impone límites y, tal vez por ello, el Sr. Borrego Borrego no parece tenerlos; puesta su lengua a pastar, arrasa lo que se le pone a tiro. En la caricatura rijosa que nos ofrece, el Sr. Borrego aparenta una cierta fijación por los baños y vestuarios públicos, mofándose con donaire respecto a quien entra en cada uno. Pretenderá este exjuez, tal vez, instaurar una suerte de policía de criadillas, que a las puertas de los servicios forme a los usuarios en filas y distribuya los urinarios, masculinos o femeninos, respectivamente entre quienes tengan o carezcan de testículos. Claro que una cosa son los genitales y otra los genes, pero no perdamos el tiempo explicando obviedades a gente que no lee.
De todas formas, ¿a quién le importará qué aseo utilicen las personas? A mí, que alguien se defina como hombre o mujer me resulta completamente irrelevante, pero a esta gente la cuestión le hace hervir la sangre. Ya sabemos que estos supuestos paladines de la libertad han venido para llevársela. No solo nos arrebatan la libertad de expresar cosas que no les gustan (como cuando mostramos nuestro horror por las matanzas de Gaza y nos sentamos delante de una bicicleta); es que ni tan siquiera están dispuestos a reconocer la libertad de cada cual de decir quién es, cómo se siente, con quién se quiere casar o dónde prefiere orinar. Se lo dirá el Sr. Borrego, por supuesto, que para eso ha sido magistrado del Tribunal Supremo español.
Justo al día siguiente de los exabruptos del Sr. Borrego en sede parlamentaria, la presidenta del Tribunal Supremo, una mujer que siempre da la impresión de querer estar en otro sitio, quiso leerle la cartilla a los políticos que, dijo, incurren en “insistentes descalificaciones a la justicia”. A la justicia no la descalifica nadie; por el contrario, precisamente por respeto a ella es necesario descalificar a jueces como el Sr. Borrego, que se burla de la orientación sexual de las personas; como el Sr. Velasco, con sus referencias (manidas por manoseadas) a las cajeras de supermercado, o como el Sr. Hurtado, que está en el Tribunal Supremo pero ni siquiera sabe cómo calcular una fianza.
Basta con escuchar al Sr. Borrego y su caracoleo de sarcasmo: esta gente permitirá que se diga cualquier cosa de Pedro Sánchez y sus socios, que para las dirigidas contra ellos se guardan otra vara de medir
A la presidenta le duelen las descalificaciones, pero solo las dirigidas a su colectivo. El resto, tal vez porque no las ve como “impropias de un Estado de derecho”, o porque no quiere ver la viga en el ojo propio, le traen al pairo. El Tribunal Supremo acaba de inadmitir una querella contra Santiago Abascal por injurias al Presidente de Gobierno, por unas declaraciones donde hacía votos para que el pueblo colgara de los pies a Pedro Sánchez. A nadie sorprenderá esta decisión de archivo, aunque hubiera sido conveniente que en su decisión el Tribunal Supremo nos hubiera ofrecido algún ejemplo de lo que, a su juicio, tipificaría el delito de injurias al Gobierno, un delito que sigue existiendo, al menos sobre el papel; algo, qué sé yo, como “chulo de putas”, “cavaremos tu fosa”, “hijo de puta”... Pero no nos da ningún ejemplo, entiendo que porque son incapaces de imaginarlo. Basta con escuchar al Sr. Borrego y su caracoleo de sarcasmo: esta gente permitirá que se diga cualquier cosa de Pedro Sánchez y sus socios, que para las dirigidas contra ellos se guardan otra vara de medir. El Tribunal Constitucional ya nos dijo hace décadas que la libertad de expresión no ampara el derecho al insulto pero, como nos ha demostrado Hurtado, este Supremo no lee las sentencias del Constitucional.
En fin, lo que es impropio de un Estado de derecho es un Poder Judicial encastillado sobre sí que, liberado de los contrapesos propios de una democracia, se gestiona, se controla y se gobierna a sí mismo. Eso, como me enseñó Ramón Máiz, no es un poder independiente; es un poder soberano, y en eso estamos.
La vida de Manuela Blanco, aquella criatura nacida en la montaña ourensana hace más de doscientos años, fue un verdadero infierno. Apenas podemos intuir hoy cómo gestionó sus miedos e inseguridades, cómo fue construyendo su identidad en una sociedad rural urdida de miedos y sombras; como para volverse loca, dice Mariño Ferro en su biografía. Probablemente fue así; en agosto de 1852 fue llamada a declarar ante un juzgado de Verín que investigaba el destino de unas conocidas suyas a las que se había perdido el rastro después de emigrar a Santander. Y allí Manuela declaró, con toda parsimonia, que por las noches se convertía en lobo, y que había matado a todas las desgraciadas, no sabía exactamente ni dónde ni cuándo, a pura dentellada y con la sola ayuda de sus garras y de otros dos hombres-lobo que rondaban la comarca. Jamás se localizó a aquellas mujeres ni se acreditó que hubieran fallecido; nunca se encontraron sus cadáveres ni hueso que les perteneciera. Pero con una opinión pública contaminada por relatos susurrados a la luz del candil, los mismos que Ánxel Fole escucharía cien años después, la justicia condenó a Manuela a la pena de muerte, luego rebajada a perpetua, sobre la base de su solo testimonio, porque es apotegma clásico que la justicia rara vez se enfrenta a la opinión pública.
Con todo, a quien repase el sumario de aquel desolador asunto le llamará la atención la templanza del juez de instrucción de Verín, ante el cual Manuela reveló por primera vez su delirio. Y es que, tras escuchar su confesión, el magistrado prosiguió su interrogatorio como si tal cosa, preguntándole tranquilamente qué hacían una vez transformados en lobisones o cuánto tiempo permanecían convertidos en lobos. Claro que si el instructor hubiera sido el Sr. Borrego, es probable que su interrogatorio nos hubiera recordado al de Peter Graves en Aterriza como puedas: “y usted, ¿qué aseo público usa para orinar?”
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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.
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