Función pública

Formados por el Estado, peones contra la Administración

Los ministros de Hacienda y Justicia, María Jesús Montero y Félix Bolaños, conversan en el salón de plenos del Congreso.

El ejemplo más reciente es el de Pablo Meijide Doval. Hasta el mes de julio, este inspector de Hacienda del Estado, reconocido por su experiencia en IVA intracomunitario y con un extenso conocimiento de tecnologías digitales y gestión avanzada de oficinas tributarias, era el delegado de la Agencia Estatal de Administración Tributaria de Vigo. Pero se ha pasado al otro lado. Desde hace cuatro meses, Meijide es el nuevo director fiscal de la multinacional gallega Inditex, en la que ha puesto al servicio de la multinacional gallega una larga carrera (17 años) dentro de la Agencia Estatal de Administración Tributaria (AEAT).

No es el único, naturalmente. Ni será el último. El nuevo fichaje de Inditex es uno más de los muchos que esta empresa ha incorporado a su plantilla con el indisimulado objetivo de poner años de conocimientos adquiridos gracias a un acceso privilegiado a la manera en que trabaja la Administración, en este caso Hacienda, al servicio de los intereses privados de una corporación.

Algo que tampoco es exclusivo de la empresa fundada por Amancio Ortega: muchos otros inspectores de Hacienda han pasado a ocupar altos cargos en bufetes que luego asesoran a empresas del IBEX. Es el caso de EY, PwC o del bufete Equipo Económico, creado por el exministro Montoro, y sometido a investigación judicial por la comisión de supuestos delitos de cohecho, fraude, tráfico de influencias, negociaciones prohibidas, corrupción en los negocios y falsedad documental. Otros, como Fernando Peña, escogieron el camino de hacer negocio ahorrándoles impuestos a los famosos, aunque a algunos la elusión fiscal les acabó saliendo cara.

El fenómeno se extiende a otros cuerpos sensibles de la Administración, como los abogados del Estado. Un gran número de ellos piden la excedencia para ponerse al servicio de la empresa privada. El saber acumulado durante años sobre el funcionamiento del aparato público pasa así a estar al servicio del capital privado para litigar, en muchos casos, precisamente contra el propio Estado.

Aunque Hacienda se negó a facilitar a infoLibre la cifra exacta, primero a través de los trámites de información habituales y después mediante solicitud a través del Portal de Transparencia, alegando que hacerlo les obligaría realizar “un laborioso y complejo” trabajo de reelaboración de datos, la Asociación de Inspectores de Hacienda calcula que alrededor del 15% del cuerpo está en excedencia y que muchos de ellos trabajan para grandes firmas privadas.

Más de dos mil inspectores

El censo actual de este cuerpo de inspectores, según datos oficiales, era a finales de agosto de 2.127 personas, la mayoría destinadas en Cataluña (350), Madrid (289), en la delegación de grandes contribuyentes (270) y en Andalucía (236). Si hacemos caso a la asociación, eso significa que en estos momentos en excedencia estarían más de 300 inspectores.

El Ministerio de Presidencia, en cambio, sí respondió a la petición de información de infoLibre sobre los abogados del Estado, aunque solo cuando este periódico la tramitó a través del Portal de Transparencia. Según los datos facilitados por el departamento que dirige Félix Bolaños, en la actualidad gozan de excedencia reconocida 314 abogados del Estado, casi tantos como abogados del Estado en ejercicio (339). De los que han dejado de prestar servicios a la Administración, 232 lo han hecho alegando “interés particular”, la fórmula más habitual para pasar al sector privado. Algunos, incluso, tienen permiso para trabajar simultáneamente de un lado y del otro.

La mecánica es la misma que con los inspectores de Hacienda. Primero se accede a ambos cuerpos del sector público mediante oposición, luego se aprende todo acerca de cómo el Estado se defiende en sus litigios —con otras administraciones o con el sector privado— o se tiene acceso a los entresijos de las investigaciones fiscales a empresas o particulares. Y después, al cabo de un tiempo, esos mismos altos funcionarios acaban al servicio de bufetes o compañías privadas, a menudo para ayudarlas en sus contenciosos con la Administración. Todo, por supuesto, a cambio de nóminas mucho más elevadas.

“España se caracteriza por mantener una cultura de ‘facilitación’ de la fuga de cerebros de su Administración pública al sector privado”, confirma Carlos Amoedo, catedrático de Derecho Admnistrativo de la Universidade de A Coruña. La excedencia voluntaria por interés particular “debería ser concedida muy restrictivamente”, añade, dado el interés superior de la calidad y continuidad del servicio público altamente especializado que prestan estos altos cuerpos del Estado.

Amoedo confiesa no haber conocido ningún caso en su trayectoria profesional en el que esa excedencia se deniegue por razones del servicio, tal y como permite la ley. “Se asume que es un derecho no restringible, ampliamente justificado por la enorme distancia entre la retribución del sector público y del privado”. 

Una élite resiliente

La explicación de este fenómeno, a su juicio, está en la tendencia a “alimentar una particular y resiliente élite, una ruling class continua, entre la alta Administración y la alta empresa. Esta élite comparte contactos, formación e información sobre el Estado que constituye muchas veces la base del know how empresarial en variados sectores que viven directa o indirectamente del sector público, o dependen de un conocimiento sofisticado del derecho tributario”. 

Alimentar esta élite “anfibia” —así la denomina Amoedo, porque “habla el mismo lenguaje en el sector público y privado“— ha sido siempre prioridad frente a la descapitalización que supone para la Administración esta fuga de cerebros. Un problema que “se ha compensado con la convocatoria generosa de nuevas plazas de estos cuerpos”. En su opinión, “esta cuestión es un testimonio de la naturaleza simbiótica del capitalismo y el Estado que se fragua tras la Guerra Civil en España, y que continúa durante la democracia”.

La formación e información adquirida durante el ejercicio del servicio público en un alto cuerpo del Estado constituye un bien de alto valor en el mercado. Pero nuestra legislación de función pública carece de una regulación de los conflictos de intereses cuando se ejerce la excedencia por interés particular, precisa. Casi no “la hay para las relaciones laborales de alta dirección y “apenas se contempla la prohibición de trabajar en el sector privado durante dos años cuando se trata de altos cargos del Estado”. Dos restricciones, que añade, “se compensan económicamente”. 

Anna López Ortega, doctora en Ciencia Política y profesora de la Universidad Internacional de Valencia, corrobora que la Administración tiene cada vez más problemas para retener talento. Muchos funcionarios muy especializados —inspectores, técnicos o ingenieros— “se marchan al sector privado porque encuentran mejores condiciones o más oportunidades”.

”Eso supone una pérdida importante: cada persona que se va se lleva consigo experiencia, conocimiento interno y capacidad operativa”. Si no se ataja, el Estado puede tener “dificultades para diseñar y ejecutar políticas complejas”. 

Desafío estructural

A medio plazo, explica Astrid Barrio, profesora de Ciencia Política en la Universitat de València, este asunto “plantea un desafío estructural, pues la Administración corre el riesgo de convertirse en un espacio formativo del que el sector privado se beneficia”. 

El tránsito de funcionarios con acceso a información sensible hacia empresas privadas, explica, “genera un riesgo potencial de conflicto de interés”. Aunque existen periodos de incompatibilidad o declaraciones de actividades, “no siempre cumplen su función de preservar el interés público”. Hay que ser consciente de que “es muy complicado implementar mecanismos de control que impidan que que la experiencia adquirida en el servicio público se traduzca en ventajas competitivas, que es precisamente lo que busca el mundo privado”.

Amoedo señala dos posibles formas de atajar esta práctica: "elevar las retribuciones de los altos cuerpos del Estado”, algo que resultaría “sindical y políticamente muy costoso” o “cerrar el puente de plata de la excedencia mediante una regulación más restrictiva que la actual”. 

Pero “ninguna de estas dos soluciones es realista: encontrarían demasiadas dificultades para ser aprobadas”. Esa es la razón por la cual, concluye, “continuará desarrollándose este particular circuito en el que el mérito y la capacidad se acreditan mediante una dura oposición pública, cuya rentabilización se incrementa y apropia por el sector privado”.

Según Barrio, convendría “repensar los incentivos” y la gestión del capital humano en el ámbito público, “por ejemplo garantizando salarios competitivos con el mundo privado o alargando los años de servicio mínimo antes de acogerse a una excedencia”. “Lo que no haría”, precisa, “sería llegar al caso extremo de los profesores de universidad como yo, que en caso de pedir una excedencia, a menos que sea forzosa, tenemos que volver a concursar”.

Falta compromiso ético

Idealmente “debería haber un equilibrio entre la legítima aspiración profesional y la obligación ética de salvaguardar el interés público”. Pero en realidad, concluye, lo que hace falta es “un compromiso ético interiorizado que combine responsabilidad individual y exigencia colectiva para evitar que la movilidad se convierta en un acceso privilegiado a información estatal”.

“Es un tema delicado”, sostiene López Ortega. Cuando alguien ha trabajado con información sensible o ha tenido responsabilidades estratégicas en la Administración y luego pasa a una empresa privada que opera en ese mismo ámbito, “hay riesgo de conflicto de interés”.

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Y aunque en España hay normas que intentan evitarlo, como la Ley de Incompatibilidades o “los periodos de enfriamiento”, se aplican poco y con pocos recursos, advierte. “Otros países tienen marcos más estrictos. Lo que está en juego aquí no es solo evitar irregularidades, sino proteger la confianza ciudadana: que nadie piense que el servicio público se utiliza como trampolín hacia intereses privados”.

En opinión de esta experta en Ciencia Política, “es normal que un funcionario quiera desarrollarse profesionalmente, pero también tiene una responsabilidad con el interés público”. Y “ese equilibrio no siempre está bien resuelto. Tenemos algunas normas, pero falta una cultura institucional más fuerte, con formación en ética y con incentivos que premien la permanencia y el compromiso dentro del Estado”.

Más que “limitar la movilidad”, lo importante sería hacerlo “con transparencia y con reglas claras. Al final, el conocimiento que se genera en la Administración pertenece a todos los ciudadanos, no a quien lo gestiona temporalmente”.

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