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Librepensadores

Ángeles custodios

Luisa Vicente

Cuando llegué a París, hace 3 años, un olor entre húmedo y marmóreo me empapó. El cielo solía estar cubierto de un infinito mar de palomas blancas. Su aleteo sonaba a sacudida de sábanas de algodón recién planchadas rompiendo el silencio de un vacío dormitorio.

Mi jornada laboral estaba invertida. Dormía de día y trabajaba en turno de noche. Escondía la cabeza bajo la almohada, pero ¡ni por esas¡ Los ronroneos de aquellas palomas no me dejaban dormir. Se habían propuesto arrancarme sin piedad de mi caliente y mullida cama.

Me vestí a trompicones, sin ganas, estaba tan soñoliento que el jersey y los calcetines me enfundaron al revés. Me perdería el aromático café matinal, el olor crujiente de las tostadas, la esponjosa alfombra de mantequilla sobre el pan, la suavidad amelocotonada del aguacate, la explosión acuífera del tomate, el chapapote amarillo del huevo frito, me perdería todo eso, pero en aquel duelo entre las palomas y yo, ellas ganaron la partida. Me rendí, desayunaría fuera.

Caminaba descalzo por el pasillo hacia la puerta, y ya olía el tufillo a tierra húmeda pegada a las suelas de mis zapatos que siempre dejaba en la entrada. El olor llegaba a impregnar las paredes y el abrigo que colgaba en el perchero. Cogí mi sombrero y dejé el paraguas arrinconado contra la pared, aún sabiendo que podría llover.

El parque De los Castaños era uno de los más silenciosos de la ciudad. Caminando desde mi apartamento llegaba en apenas 10 minutos . No había tránsito rodado en aquella zona. La luz se resistía a romper la frontera que espesos árboles habían tejido desde la primavera anterior. Profanar el enigmático silencio de aquel lugar era un sacrilegio. Me veía comprometido a caminar despacio sobre el tapiz de hojas medio secas que cubría el parque. Una plomiza atmósfera lo envolvía todo. El olor a hinojo de los brotes nuevos, mezclado con el olor a bellotas verdes esparcidas por el suelo, era una partitura sincrónica y perfecta. Pero lo más elevado de aquel lugar era la paz que habitaba en cada rincón, esa paz que sólo se encuentra en los cementerios de los pueblos pequeños.

Allí estaba el gigante marcando la gran entrada al parque, presidía el centro del paseo, allí estaba enraizado en la tierra, alto, fuerte, majestuoso. No entiendo de botánica, pero bien podría ser un castaño centenario. Dos bancos de madera vieja y húmeda con olor a musgo recién cortado se miraban de espaldas. Uno prefería no sentarse no fueran a romperse como astillas de papel. Dos personas habían madrugado más que yo. El color indefinido de su piel y su inmovilidad me hacían dudar si eran imágenes custodiando aquel paseo o personas ateridas de frío y soledad. No se movían, no respiraban. Ligeramente cabizbajas miraban al suelo, así estuvieron todo el tiempo. Aquello no tenía gracia, si al menos hubieran levantado la cabeza al verme pasar.

¡Qué estupidez venir al parque a estas horas !

Garabatos

Garabatos

Algunas palomas se acercaban revoloteando y se posaban recelosas sobre sus hombros, otras se acercaban al olor avinagrado que desprendían las migajas que sostenían en sus manos. Me quedé sentado sobre la hojarasca, inmóvil. Ambos eran el centro de mis ojos, me costaba creer que fueran personas de carne y hueso. Quizá el destino congeló sus vidas hasta apagar su aliento. Aparte de nosotros tres, no había un alma en el parque. La niebla era cada vez más espesa y el silencio más lacerante. El intenso olor de aquel lugar me envolvía como una enorme cortina. Me incorporé y caminé unos pasos hacia ellos, di un paso más, luego otro paso más, otro y otro hasta que los zapatos de la mujer rozaron mis pantalones. Deslicé la punta de mis dedos sobre sus hombros, así permanecí unos segundos hasta sentir una paz intensa que me desconectaba del mundo real.

No, aquello no era un cementerio, no lo era. Era el parque de siempre dónde al parecer dos ángeles habían decidido quedarse para custodiar los castaños eternamente.

Luisa Vicente es socia de infoLibre

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