A dentelladas con la historia: Carla Filipe en 'La oficina'

Exposición 'Expurgar papel: cadáveres, onde a memória coletiva ainda emerge', de Carla Filipe.

Walter Benjamin dijo que el materialismo histórico proponía una relación empática con el pasado. Frente al parentesco —dice el filósofo— que la visión historicista establece con los triunfadores pretéritos (interpretando sus victorias como motor de la historia: la conquista, la cristianización, la gesta civilizatoria, ¿les suena?), la visión materialista contempla con pasmo el desfile triunfal de los dominadores del presente —herederos de los vencedores del pasado— fijando la mirada en los cuerpos que asfaltan el suelo por el que avanza la procesión.

"Como suele ser habitual", prosigue Benjamin, "al cortejo triunfal le acompaña un botín. Son los llamados bienes culturales. Estos siempre habrán de encontrar en el materialista histórico a un observador distanciado: todos, sin excepción, tienen para él una procedencia que no puede pensar sin horror. […] No hay un solo documento de cultura que no sea a la vez un documento de la barbarie". 

Recordé este (celebérrimo) pasaje de la Tesis sobre el concepto de historia visitando Expurgar papel: cadáveres, onde a memória coletiva ainda emerge [Expurgar papel: cadáveres, donde la memoria colectiva aún emerge], la exposición de Carla Filipe (Vila Nova da Barquinha, Portugal, 1973) que puede verse hasta finales de diciembre en la galería La oficina. En ella, Filipe continúa sus investigaciones plásticas y teóricas en torno al archivo como dispositivo de memoria, de interpretación del pasado y, por tanto, de justificación del presente. Expurgar papel… es, formalmente, una colección de collages armados con materiales de época. En la muestra, los trabajos gravitan por el espacio de la galería suspendidos del techo con hilos finísimos. El conjunto adquiere un airecillo espectral, como si fueran pendones izados por vaya usted a saber quién.

Instalados de este modo, la solemnidad inherente a todo documento se beneficia de una liviandad inesperada. Además, el montaje permite un juego de anversos y reversos muy sugerentes (la gramática del papel y la burocracia) en cuyo eje destaca un soporte singular: carpetas que, desplegadas, sirven de base a la composición. Ver documentos históricos recortados y pegados le causa a uno una pequeña conmoción. Nuestra educación nos ha entrenado para reverenciar el material de archivo: los documentos históricos se guardan con respeto y se los preserva de las agresiones del tiempo y de los iconoclastas. Bajo esta veneración documental subyace, claro, una servidumbre a aquellos que son documentados: los protagonistas de la historia, cuya memoria conservamos como si fuera la nuestra. (La facilidad con la que actualmente producimos registros de nuestra vida puede hacernos olvidar que hará menos de un siglo, un trabajador quizás se hacía dos fotografías durante toda su vida; y antes, ningún retrato).

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Para componer estas obras, la artista practica un procedimiento curioso, consistente en el rescate de fotos, periódicos, postales, cartas o calendarios (sacándolos de los mercadillos y lugares semejantes, donde es fácil que se deterioren y se pierdan) que luego preserva mediante su reconversión en obra de arte (esto es, alterándolos, uniéndolos y mutilándolos). Muchos de los fragmentos conservan escenas coloniales o aluden a sucesos políticos de la historia portuguesa. Algunas son muy pintorescas: unos señores trajeados y con sombrero vigilan un edificio de ventanas embarrotadas. En el pie de foto se lee: "Revolucionarios civiles, pobres pero honrados, guardando el Banco de Portugal pasadas unas horas de la revolución del Cinco de Octubre". Otras composiciones están armadas con elementos poco narrativos, pero que dan cuenta de las costumbres de una época: por ejemplo, la utilización de franjas negras en los bordes de los sobres y del papel de las cartas para "enlutar" la correspondencia. Además de las piezas suspendidas, la exposición integra unas piezas llamadas paneles, armadas con recortes de textos y pequeñas estampas que intersecan recordando a un crucigrama o al callejero de alguna ciudad.

Las obras de esta exposición, aunque hechas con retales, desprenden una cierta elegancia: los collages están hábilmente compuestos y las particularidades plásticas de sus materiales excitan la curiosidad del visitante. No se trata, quiero decir, de ejercicios que se queden en el mero esbozo conceptual: se aprecia en todo momento una voluntad estética. Este atractivo, creo, compensa su hermetismo: si las piezas no nos cautivasen, sería complicado que nos detuviésemos en ellas el tiempo suficiente como para desencriptar el asunto que tratan.

Yendo a lo pedagógico, el visitante puede echar de menos algún material introductorio que le facilite la lectura concreta de las obras: aunque la exposición se acompaña de un interesante texto firmado por Laura Vallés Vílchez, no sirve para interpretar unas piezas en las que se alude a unos trasuntos históricos que podemos, perfectamente, ignorar. Con todo, y más allá de nuestra capacidad personal para captar tal o cual referencia, advertimos cómo Filipe despliega en estos trabajos un procedimiento admirable: la manipulación —ahora sí, explícita— del relato. Una venganza contra los autores de esa historia que, queriendo ser invulnerable, ha terminado descompuesta solo con la fuerza de unas tijeras y un poco de adhesivo.

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