‘Die My Love’, un melodrama ruidoso y fascinante con la actuación más explosiva de Jennifer Lawrence
“Quizá sea una gran actriz, pero nada de lo que hace es memorable porque hace demasiado”. Pauline Kael podría estar refiriéndose al trabajo de Jennifer Lawrence en Die My Love. No es el caso, claro, porque esta crítica estadounidense lleva 24 años muerta y dichas palabras las escribió en diciembre de 1974, aludiendo al trabajo de Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia. Kael se desmarcó de la opinión mayoritaria del momento y fue muy dura con el film de John Cassavetes. Con su lucidez habitual, también advirtió lo bien que encajaba este con el sentir de su época.
Por eso dijo que era una película “totalmente tendenciosa”. Kael sostenía que Cassavetes se había nutrido del pensamiento de un psiquiatra escocés muy en boga entonces, R.D. Laing. Lo que Laing promulgaba, a juicio de Kael, era “la idea libertina de que volverse loco es un signo de salud”. De que, en realidad, los locos son los auténticos cuerdos, que han desentrañado la falsedad del pacto social para a continuación ser repudiados por no ajustarse a una norma determinada.
Naturalmente era un discurso que maridaba con la resaca contracultural en EEUU, cuando un impulso antiautoritario sin concretar —y fácilmente manipulable por el poder— trataba de dar continuidad a los desinflados proyectos de futuro de los 60. A Cassavetes le habría movido un romanticismo vacuo y antisocial a la hora de diseñar la caída en la locura de aquella mujer interpretada por Rowlands. Es un romanticismo del que naturalmente se divisan trazas en los imaginarios individualistas de hoy y en las diversas mutaciones de la palabra “autenticidad”, pero antes que eso nos interesa de la invectiva de Kael sus ecos dentro del propio cine.
Este texto sobre Una mujer bajo la influencia quizá sea uno de los más famosos que tiene, a lo que contribuyó que se recitara parte de él en una escena de Estoy pensando en dejarlo en 2020. Su aparición en el film de Charlie Kaufman le dio un nuevo significado a través del arco del personaje de Jesse Plemons, de quien descubríamos más tarde que se había inventado una interlocutora femenina con quien encauzar su hastío vital. De modo que Una mujer bajo la influencia ya no solo era problematizada desde los constructos culturales de la salud mental, al subrayarse asimismo que tuviera que haber sido una mujer sufriente, una mártir, quien simbolizara dichos constructos.
Lo que sucedía con la Mabel de Rowlands, entonces, es que no podía ser solo Mabel. Su retrato debía ser una metonimia, un síntoma de su tiempo, una llamada de atención sobre algo. Y todo según cómo lo entendía el discurso patriarcal dominante, siempre dado a utilizar el significante “mujer” para enfatizar bien las miserias del mundo, bien algo atávico que se resista al influjo de las mismas. Resulta delicioso entonces que Lawrence sea otra mujer que pierde la cabeza en Die My Love a la estela de Rowlands —actuando, en efecto, “demasiado”—, por cuanto hace unos ocho años, al protagonizar madre!, no le había quedado otra que significar. Y de forma extenuante.
La Mujer de madre! era la Madre primigenia según se había entendido en la Biblia y según las coordenadas ecofascistas de Darren Aronofsky (era Madre Naturaleza, también). El personaje de Lawrence estaba asfixiado por las necesidades conceptuales del film, condenado a que su sufrimiento nos revelara algo mucho más grande que sí mismo y dependiendo siempre de una mirada masculina. Dada la entrega visceral de Lawrence, es tan lícito hablar de Una mujer bajo la influencia con Die My Love como hacerlo de madre!, y en ambas coyunturas Lawrence saldría vindicada. Al rodar madre!, por cierto, había estado saliendo con Aronofsky, y tras romper fue muy franca con el motivo: Aronofsky solo quería hablar de su película y su genialidad, a todas horas.
Parece fructífero tener en cuenta todas estas claves porque lo que caracteriza a Grace, la protagonista de Die My Love, es que carece de relato. Durante la última película de Lynne Ramsay se dan varios atisbos de que tenga alguno —alguna narrativa sólida y consensuada con la que el espectador comprenda por qué se comporta así—, para que progresivamente sean desactivados. Vuelve a haber una conexión mujer-naturaleza, como en madre!, sin nunca terminar de ser un asidero fértil. Vuelve a tantearse una exploración de la locura como desafío a la norma, sin llegar a motivar la compasión por Grace. A Grace no podría importarle menos que seamos compasivos con ella.
Un retrato irracional del dolor
En otro momento Grace dice que “odia las guitarras” y nos tienta leerlo como rechazo a tanta música popular identificada por un motor viril —acaso un reflejo de tantos del desprecio que siente por su marido, que encarna Robert Pattinson—... para que poco después Grace asegure que nunca diría algo así. Grace no deja de zafarse, de esquivar violentamente cualquier esfuerzo coherente de adentrarnos en su psique. Sería socorrido reducirlo todo a que el personaje de Lawrence sufre depresión posparto tras haber tenido un hijo y ser relegada al hogar doméstico, lidiando además con su bloqueo como escritora y la insatisfacción sexual ante la reiterada ausencia de Pattinson.
Ramsay, ni que decir tiene, no está a favor de limitarse a esa lectura. No quiere que categoricemos de ninguna forma la rabia de Lawrence, ni mucho menos que la categoricemos a ella. Hasta cierto punto podríamos sostener que Ramsay ya ha tratado antes la depresión posparto, al firmar en 2011 Tenemos que hablar de Kevin. Solo que de esa forma simplificaríamos lo que quería plantear Lionel Shriver en la novela original, y las propias convicciones autorales de Ramsay. A la cineasta le interesa el dolor, desde luego. Y Die My Love remite tanto a Tenemos que hablar de Kevin como a Morvern Callar, su segundo largo, en el retrato límite de una mujer trastornada.
Ahí termina toda certeza. Pues Ramsey quiere explorar intuitivamente hasta dónde puede llegar el dolor, no de dónde viene. Es un cine radicalmente antipsiquiátrico, al que le ha venido bien la novela original de Ariana Harwicz como material de partida. Frente a lo que pudo ofrecer Shriver en su día —una novelista que, ante todo, adora construir personajes—, la escueta trama de Harwicz se ajusta mejor a la vocación fragmentaria y expresionista de Ramsay. Lo que ha querido modular durante su breve pero deslumbrante carrera es un sistema adecuado para trazar flujos alterados de conciencia, empleando todos los recursos posibles de la puesta en escena.
Quizá descuidando, entre ellos, el andamiaje dramático. Las películas de Ramsay son experiencias viscerales donde los detalles de un mundo con apariencia de realidad exterior naufragan en la subjetividad central —por eso Tenemos que hablar de Kevin era una película estupenda, a la vez que una mala adaptación de la cerebral Shriver—, y no se pretende que la parte comunique con el todo. O que los protagonistas representen algo. Lo que lleva a problemas, porque Die My Love es una propuesta muy excesiva. A Lawrence le han dado tal patente de corso como para plantar una distancia insalvable con el público a base de muecas, gritos, espasmos e improvisaciones.
Un recital de sobreactuación que deja atrás a la escuela Cassavetes —sería peliagudo sostener siquiera que Lawrence actúe “bien”; en realidad parece que quiere trascender cualquier adverbio—, y que al menos está perfectamente alineado con el pensamiento audiovisual de Ramsey. La fotografía de Seamus McGarvey, el sombrío entorno rural donde toma cuerpo la furia, el montaje frenético, la música no original a un volumen un poco más alto de lo prudente… todo transmite un compromiso férreo con lo que sea que a Lawrence se le pase por la cabeza.
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¿Significa eso que Die My Love esté blindada contra cualquier racionalización que aspire a sacarle los colores? En absoluto. La identificación con Grace —con una locura autosuficiente alérgica a congraciarse con nada— no debiera ser confundida con el ensimismamiento o el capricho, y hay bastante de eso en Die My Love. Lo del personaje de Lakeith Stanfield, como fuga del núcleo Lawrence-Pattinson que representarían desde otros ámbitos Sissy Spacek y Nick Nolte, es críptico de la forma más vulgar posible. Y, a medida que transcurre el metraje, se percibe que el desequilibrio marca más de lo aconsejable a Ramsay y a su guion. No saben cuándo parar.
Die My Love es una película irregular por fuerza, llamada a dividir o incluso a irritar. También, por lo específico de sus convicciones, a ahuyentar diálogos meditados sobre su propuesta. Ramsay se encuentra cómoda en una opacidad que comunica lo justo y difumina su enclave en tendencias del presente —es posible pensar en la también excepcional Salve María que aquí estrenó el año pasado Mar Coll aunque solo es posible pensarlo después, al “reconstruir” la película—, hasta tal punto de poder dar la engañosa sensación de que está desgajada del flujo de la Historia.
Cuando no es así, en absoluto. Solo podría entenderse de este modo si pensáramos que los cuerpos de las mujeres deben seguir apareciendo en el cine a costa de significar algo. En lugar de eso Ramsay prefiere algo más a contracorriente: que estos cuerpos se limiten a ser.