‘Pobres criaturas’, la película más inofensiva de Yorgos Lanthimos que podría hacerle ganar un Oscar

Fotograma de 'Pobres criaturas'.

La novela original de Alasdair Gray estaba narrada desde dos puntos de vista: por un lado el de la aristócrata Bella Baxter (protagonista absoluta de la película en la que se ha convertido Pobres criaturas) y por otro el de su eterno pretendiente, Max McCandles. Este aseguraba que Bella era resultado de un turbio experimento científico consistente en trasplantar el cerebro de un feto al cadáver de una mujer que se había suicidado, mientras que Bella lo negaba todo y acentuaba la ambigüedad de la trama diciendo que esas ideas “apestaban a todo lo que era mórbido en el más mórbido de los siglos”. Se refería al siglo XIX, y particularmente a la iconografía de esa Inglaterra victoriana que había definido Frankenstein.

Frankenstein es una novela eterna, y acaso lo sea porque en ella Mary Shelley logró que confluyeran los grandes dilemas de su tiempo: dilemas adscritos a una Modernidad que Gray matizaría en 1992 con una revisión que cruzaba perspectivas e imposibilitaba una verdad absoluta. La Inglaterra victoriana lidió con la revolución industrial y un hedonismo solo al alcance de las clases pudientes, siendo juzgado Oscar Wilde por homosexualidad como prueba de la doble moral de unos grandes relatos que no se tenían en pie y que poco a poco eran reemplazados por otros nuevos. Como el materialismo histórico de Karl Marx o el incipiente feminismo que de hecho abanderó la madre de Shelley, Mary Wollstonecraft.

Shelley sintetizó todo este terremoto ideológico con el Moderno Prometeo, cuya equiparación a Dios abocaba a la tragedia y a un sinfín de reinterpretaciones. La escritora acometió su obra, en fin, con una convicción frente a la que un temperamento artístico como el de Yorgos Lanthimos ni puede ni quiere medirse —quizá sí lo busque Guillermo del Toro, embarcado actualmente en una ambiciosa adaptación de Frankenstein—, así que por eso ha preferido el material de Gray. El cineasta griego nunca ha sido un autor existencial concienciado con las grandes preguntas. En lugar de eso ha basado su carrera en el lucrativo ejercicio de épater le bourgeoisque ya habría marcado en su día los esfuerzos de dandis como Wilde, pero que siglos después implica cosas distintas. Mucho más irrelevantes.

Lanthimos quiere soliviantar los ánimos de la burguesía, quiere que se caigan monóculos. Y, aunque cueste cierto esfuerzo discernir cuál es esa burguesía hoy día, cuesta mucho menos achacar a dicha actitud los aplausos que no ha dejado de ganar en los circuitos festivaleros desde Canino. Es una retórica facilona, suele manejar la doctrina del shock flojito, y Lanthimos ha sido durante una década el mejor de su clase gracias a que anda sobrado de ingenio y ha sabido escoger sus batallas. Puede en ese sentido que El sacrificio del ciervo sagrado y La favorita sean las cumbres respectivas de su cine, por la sabiduría con la que se emboscan en imaginarios donde la escasa ambición de sus objetivos obtiene rigor y organicidad: sea el acoso a una familia respetable, o el drama de tacitas sobredimensionado.

Pero hete aquí que nos topamos con Pobres criaturas. Una película que por fuerza ha de nutrir el cine de género, y que las excentricidades abran paso a lo fantasioso. Lanthimos ha de seguir con su empeño de demoler las convenciones sociales pero desde un tipo de ficción que nunca ha parecido interesarle, y que a la larga solo se concreta en la ambientación: una Europa steampunk soberbiamente fotografiada por Robbie Ryan, lo bastante atractiva como para citar autores en las antípodas del griego estilo Terry Gilliam o Jean-Pierre Jeunet. Poco más hay, ya que lo scifi empieza y acaba en la necesidad de que sea la ciencia lunática la que cree a Baxter. Lo importante es lo que ella haga una vez ha nacido.

Y lo que hace es servir de percha para las habituales denuncias de Lanthimos a hipocresías, ideas anquilosadas y los mismos relatos que llevan tambaleándose desde la época de ese eterno Londres victoriano. Algo que no tendría por qué ser malo, y que de hecho en la mayor parte del metraje no lo es porque Pobres criaturas es la película más abiertamente cómica de su director. Lanthimos enfatiza el tono de farsa exagerada desde el principio, huyendo de los personajes inexpresivos que poblaban sus primeras películas para a cambio darle vía libre a un Mark Ruffalo totalmente pasado de rosca y a una intrépida Emma Stone visiblemente entusiasmada por todo lo que el director le va a pedir que haga.

La presencia de Stone es el punto fuerte de Pobres criaturas, pues no solo lo da todo por Bella sino que disfruta de forma salvaje con ello, creciéndose en el lenguaje gestual y en la ingente verborrea que va acaparando el personaje según se inserta, a su modo, en nuestra sociedad ridícula y pomposa. Contagia al largometraje de un aire luminoso, juguetón, que a la larga es muy eficaz pues quita peso a las ínfulas intelectuales de corto alcance. A Lanthimos, en resumen, le viene muy bien el humor. Aunque, en tanto a que el humor es la energía más incontrolable que existe, este pueda acabar denunciando la impostura de todo.

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El problema del film no radica en que sus pullas carezcan de impacto en el presente. Eso era esperable por proceder de la relectura respetuosa de una obra canónica. El problema es que cuando las pullas se vuelven constructivas—cuando Bella muestra el camino a seguir frente a quienes quieren domesticarla—, engrosan un estado de opinión plenamente aceptado. Uno que puede ser positivo, como sus invectivas contra la misoginia o la conservadora inmoralidad del personaje de Ruffalo, pero que difícilmente va a remover a nadie. La mezcla de cautela y retranca que se percibe en el retrato del filósofo de Jerrod Carmichael, o en cada vez que se pronuncia la palabra “socialismo”, es un ejemplo claro.

Pero hay uno mejor, y que es extrapolable a gran parte de la filmografía de Lanthimos. La voluntad de epatar a la burguesía siempre ha hallado combustible en un cinismo calculado y en una forma tan autocomplaciente como caprichosa de despreciar al ser humano. Es lo que explicaría la compasión con la que se muestra al científico de Willem Dafoe —un monstruo como casi todos los hombres que pueblan Pobres criaturas, pero que por alguna razón a Lanthimos no le cae tan mal—, y también el despreciable talante especista de la película. El pobres criaturas del título alude a humanos a quienes estudiar con la puesta en escena más recargada y arbitraria que pueda emplear el director. Exclusivamente a los humanos.

Los animales, por su parte, son meros entes con los que experimentar sin hacerse preguntas, que incluso pueden oficiar de adornos exóticos al fondo del plano o ser instrumentalizados para orquestar venganzas moralistas. La película es tan miope que no advierte que difícilmente formulará una idea emancipadora de humanidad si esta pasa por oprimir a otros seres vivos, y su miopía es justamente la necesaria para limitarse a perseguir consensos. Así que sí, ha costado pero Lanthimos ya está preparado para ganar el Oscar. 

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