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Los diablos azules

La vida nómada del señor Watanabe

Fractura, de Andrés Neuman.

Esta es la historia de un hombre, el japonés Yoshie Watanabe, y de las cuatro mujeres, Violet, Lorrie, Mariela y Carmen, con las que a lo largo del tiempo mantiene relaciones sentimentales en las distintas ciudades en las que coinciden sus vidas. Se trata de un emigrante temprano, “un alma en tránsito”, tal y como lo ha definido el autor, que trabaja a sueldo de una multinacional de electrónica, recorriendo el mundo con su colección de banjos. Así, vive el París de la postguerra y la Nouvelle Vague con Violet; entabla su primera relación –digamos— formal con Lorrie, una judía que trabaja como periodista cultural en el Nueva York que sufre la resaca de Vietnam y del Watergate; se instala en Buenos Aires cuando está a punto de estallar la guerra de las Malvinas, en 1982, relacionándose con Mariela; y comparte un amor otoñal en la España que acababa de incorporarse a la Unión Europea, en el Madrid que apenas salía de la Transición, con Carmen. Y en ese afán de ir de acá para allá, el narrador externo compara su destino al de Chéjov. Con todos estos mimbres diversos va haciéndose una identidad múltiple, influido por las mujeres con las que compartió su vida.

 

Watanabe vivió la esploxión atómica de Hiroshima (1945), en la que perecieron sus allegados más cercanos, y se libró de milagro de la de Nagasaki. Pero ahora, en el presente narrativo, comprende que no le queda más remedio que enfrentarse al desastre nuclear de Fukushima (2011), ocurrido veinticinco años después del de Chernóbil, como si de un nuevo aviso se tratara. Yoshie es un hibakusha, un superviviente de las bombas atómicas. El caso es que la novela nos alienta a reflexionar sobre las consecuencias de estas tragedias, sobre la historia de un país que tropieza de nuevo en la misma piedra, a cuestionar el papel que ha desempeñado la energía en el desarrollo de la sociedad y el escaso cuidado que se le ha prestado al medio ambiente. Es, sin duda, un grave problema que afecta a todo el orbe, que Neuman presenta como un mundo interconectado. Por tanto, nos concierne también a nosotros, pues no en vano la central de Garoña (Burgos) es semejante a la de Fukushima. Antes de seguir, permítanme un breve paréntesis para recordar que existen varios relatos sobre los efectos de las bombas atómicas en la literatura española. Se me ocurren ahora dos ejemplos lejanos en el tiempo: Uranio 235, pieza de teatro de Alfonso Sastre, estrenada en 1946, y un microrrelato al que luego me referiré; y “Little Boy”, cuento de Marina Perezagua recogido en su libro Leche (2013). Fractura, ambiciosa narración que trata sobre la memoria, el olvido, los traumas y la culpa, se compone de once capítulos y una “Nota del autor” final en la que despliega sus fuentes, entre las que se cita al escritor y director de cine Ryu Murakami y a los escritores Kenzaburo Oé y Cynthia Ozick. A ellos podrían añadirse otros nombres que se han ocupado de esos mismos temas, respecto a los cuales debe tenerse en cuenta las consideraciones que aparece en la novela (pp. 312 y 313).

De esos once capítulos, cinco reproducen en su título el mismo esquema: el nombre de un personaje y un atributo que metaforice lo que va a contarse. De estos, en concreto, los cuatro primeros capítulos están narrados en primera persona por las mujeres que formaron pareja con Watanabe, quienes nos proporcionan sus recuerdos e impresiones sobre la relación que mantuvieron. Mientras que en el título restante aparece el periodista argentino Pinedo. Los demás capítulos, todos los impares y el último de los pares, el 1, 3, 5, 7, 10 y 11, los conduce un narrador externo en tercera persona. Esta perspectiva múltiple hace el relato más sugerente, plural y complejo. Si nos fijamos, además, en el conjunto de los títulos, tres de ellos forman parte de un mismo campo semántico que resulta definitorio: fractura, cicatrices y contracturas.

Según ha confesado Neuman, su interés por Japón viene de lejos, pero el acicate principal y el punto de partida para escribir esta novela fue el tsunami que asoló la costa de Japón el 11 de marzo del 2011, poniendo en grave peligro la central nuclear de Fukushima. A ello debe sumarse otra historia real, la de Tsutomu Yamaguchi, que sobrevivió a los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, falleciendo a los 93 años, convirtiéndose así –podría decirse— en el hombre del que se olvidó la muerte... En cierta forma, le ocurrió lo mismo al protagonista, quien de no haber perdido un tren habría perecido en la explosión que asoló Nagasaki. En un microrrelato de Alfonso Sastre titulado “Nagasaki”, incluido en un libro de 1964, el protagonista, Yanajido, también sufre la doble tragedia. Pero la pregunta clave que debemos formularnos, regresando al hilo principal de la argumentación, es por qué algunos países, como Japón, sustentaron su desarrollo precisamente en aquello que podría destruirlos.

El apellido del personaje proviene del poeta peruano José Watanabe (1945-2007), cuyos versos aparecen en una de las citas que encabeza la novela, que junto a las tres citas restantes –de autores muy distintos en sus orígenes, tradiciones y géneros— anticipan en esencia algunas de las cuestiones principales que se plantea el autor. Se trata de un individuo que a lo largo de la narración utiliza cuatro lenguas distintas (japonés, francés, inglés y español), entre ellas dos variantes del castellano, el que se habla en Argentina y el de España, que son los que habitualmente suele manejar el autor y que podrían suponer otros tantos cambios de piel. Pero, además, en el fraseo de Violet y Lorrie, tanto en el léxico como en la sintaxis, aparecen galicismos y anglicismos para producir en el lector la ilusión de que sus voces están siendo traducidas del español. Así, uno de los logros más evidentes de la narración consiste en esa variedad de perspectivas y registros, sin olvidarnos del tono propio del narrador, y por tanto en esas maneras diferentes de pensar, de encarar la realidad. A este propósito, las voces mas logradas quizá sean las de Violet y Mariela. Podrían sumarse a ello los diversos recursos –digamos— retóricos y lingüísticos que maneja o las reflexiones sobre el uso del lenguaje. Así, por ejemplo, los cambios de léxico, o la utilización de lo que en la novela se denomina un “lenguaje tóxico” (p. 379).

Uno de los temas principales que se plantea en la narración es cómo el trauma padecido puede afectar a los supervivientes, y de qué manera logran seguir viviendo las víctimas: ¿con el silencio, o verbalizando la experiencia? La respuesta de Neuman es que si bien resulta imprescindible seguir adelante, no es menos necesario haber mirado hacia atrás con honestidad. Para ilustrarlo, se vale de la metáfora del kintsugi, un arte ancestral japonés que consiste en reparar un objeto roto realzando con hilos de oro las líneas por las que se quebró, un modo de dejar testimonio de su existencia. Pero si aplicamos la metáfora a las personas, a Watanabe en concreto, y a las cicatrices que ha ido adquiriendo durante su existencia, puede observarse la evolución que sufre el personaje a lo largo de la narración. Esta postura contrasta con la de Carmen, la pareja española de Yoshie, que prefiere mirar hacia el futuro, dejando de lado el pasado. Frente al cirujano de hierro que prescribió Joaquín Costa, para enmendar los males de la patria, por decirlo como Lucas Mallada, Carmen apuesta con ironía postmoderna por un osteópata (“Moverle la estructura pero bien”) o por “un poquito de hidroterapia, para que la cosa fluya”) (p. 443).

Se nos cuentan, además, siempre desde el punto de vista de las respectivas  mujeres, cuatro historias de amor que suceden en momentos vitales diferentes, por lo que acabamos teniendo otras tantas versiones no solo de Watanabe, sino también de las relaciones sentimentales en distintas edades de la vida, a las que podría sumarse aquella que se desprende de lo que relata el narrador y que cada lector acabará formándose. La crítica se ha planteado, con división de opiniones, el papel que desempeña en la narración el periodista argentino Jorge Pinedo, quien sufre su propia crisis, insatisfecho con su trabajo, pero empeñado en escribir una serie de artículos sobre los accidentes nucleares, para convertirse en un periodista de más fuste y acaso también en un autor de ficción. Se trata, por tanto, de una mirada profesional externa a los hechos, aunque se muestre obsesionado por el tema. Así, no solo intenta sonsacarle información sobre su trayectoria vital al protagonista, quien no le hace caso alguno, sino también a sus parejas, hasta el punto de coquetear con Mariela, amiga de su madre. Pero su papel adquiere más consistencia si entendemos que todas estas narraciones, a la manera cervantina, se contienen unas a otras. Así, la vida de Watanabe es narrada por cuatro mujeres; todo ello es, a su vez, contado por el periodista; y finalmente un narrador externo y omnisciente nos lo transmite.

El espacio, los países y ciudades, los caracteres de sus gentes y las identidades también adquieren en la novela un importante protagonismo, tanto por sí mismos como por las comparaciones que van estableciéndose entre unos lugares y otros, sobre la vida en las grandes ciudades en las que habita (compara Buenos Aires primero con Nueva York y luego con París y Madrid; Japón con España...), y sobre todo por el contraste final con el paisaje desolado de los alrededores de Fukushima, a la que va acercándose el ya maduro Watanabe. Así, empieza abandonando su país para estudiar una carrera, pero cuando muchos años después, ya jubilado, regresa definitivamente a Japón, se aísla en su piso, situado en un rascacielos de Tokio, casi ajeno al mundo que lo rodea, incómodo ante la conducta de los jóvenes y empeñado en ignorar las redes sociales. Pero su objetivo último estriba en encaminarse al epicentro del drama, a la zona donde ha resurgido el horror. Podría decirse, por tanto, que se trata de un viaje con tintes quijotescos que concluye con un descenso a los infiernos, en el que le resulta mucho más doloroso el regreso a su país que la huida. No en vano, el capítulo décimo se titula “Último círculo”. En él, Watanabe va acercándose a la central, recorriendo un paisaje devastado, mientras intenta relacionarse con las escasas gentes que no han abandonado esos lugares, los ancianos y los niños a su cuidado. Al fin y a la postre, lo que se desprende de la existencia de Yoshie, un hombre cercado por las catástrofes nucleares, las del pasado y la del presente, y por las mujeres que han ido moldeándolo a lo largo del tiempo, es que para poder seguir adelante no tiene más remedio que mirar atrás, pero también debe intentar ser consciente de haber sido una víctima, de su condición de superviviente. En el desenlace, cuando se acerca a Fukushima, la narración tiende a la abstracción lírica, a la constatación de las meras sensaciones, como ocurre también en el arranque, sobre todo en el excelente párrafo final de la p. 18.

Toda la novela, una pura tragicomedia, se resuelve en un juego de compensaciones, tanto en los contrapuntos de las voces como en los caracteres de los personajes, en los diversos tonos y registros que adopta, entre lo sarcástico, lo transcendente y un cierto humor irónico. Ante un despliegue tan apabullante de intenciones y medios, lo más probable es salir trasquilado, aunque el mero empeño ya hubiera sido digno de alabanza, en un momento en el que la novela española se muestra a menudo tan contentadiza. No ha sido así, puesto que Neuman no solo sale airoso sino que también ha logrado escribir otra gran narración, raspando a su extraordinaria El viajero del siglo. Creo que, entre los escritores de su edad, muy pocos han alcanzado semejante nivel de excelencia.

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*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls

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