El cuento de todos

El viejo que escribe

El escritor José María Merino.

José María Merino

(Inicia el cuento José María Merino)José María Merino

Se habían trasladado poco tiempo antes a aquella urbanización y tanto Lola como Pablo se sentían muy satisfechos. La casa, de dos plantas, estaba adosada a otras similares, y el conjunto formaba un enorme cuadrado en cuyo interior había dos pistas de tenis, una gran piscina y otros espacios. Además, el colegio de los niños quedaba bastante cerca.

En el coche, Lola tardaba lo mismo que antes en llegar al hospital. En cuanto a Pablo, sentía la modificación de sus traslados a la oficina como un inefable regalo que le hacía vivir las rutinas diarias con una disposición más jubilosa de lo que era su costumbre: en ir de casa a la estación del tren de cercanías empleaba apenas ocho minutos andando, luego menos de veinte en llegar a su destino, y por fin otros ocho o diez, también andando, en alcanzar el edificio de la compañía. Resultaba así que el haberse alejado del centro de la capital no solo no había complicado su vida, sino todo lo contrario...

Tardó casi una semana en descubrir a aquel viejo. Había advertido su presencia, pero sin que la percepción se materializase con claridad en su conocimiento. El viejo estaba en la cafetería que remataba el final de la avenida. El día en que racionalizó la difusa visión, pudo comprender en su breve pasar que el viejo se encontraba sentado ante la mesa más cercana a la gran cristalera, con un vaso de líquido ambarino a su lado, y que parecía muy afanado en pulsar el teclado de un ordenador portátil. Le sorprendió como una graciosa casualidad que, a su vuelta del trabajo, nueve horas más tarde, el viejo continuase allí, absorto ante su portátil en la misma actitud ensimismada, de incansable tecleo, y también con un vaso de líquido ambarino a su derecha.

“Parece que está escribiendo”, pensó.

En los días sucesivos pudo comprobar que el viejo estaba siempre allí, atareado frente a su ordenador y con el vaso al lado, por la mañana y por la tarde, e incluso por la noche, como llegó a constatar cuando salió de casa con el pretexto de comprar algo en una farmacia que permanecía abierta todo el día, aunque la verdadera razón fuese conocer si persistía a aquellas horas la figura de aquel viejo entregado a su embebida tarea.

Mas aquella vez la visión no le pareció divertida, sino inquietante. Aquel tipo, bastante calvo, de pelo y barbas blancas, ofrecía una peculiar inmovilidad, y solo por los movimientos de sus manos en el teclado podía suponerse que no se trataba de una de esas estatuas que cierto realismo acaba insertando en algunos espacios cotidianos, pues hasta sus ropas tenían un color oscuro, más mineral que textil.

Pablo se detuvo durante un rato para observar al afanoso escritor. De repente, el viejo detuvo su tarea, levantó la cabeza y lo miró. Sobre la barba blanca, sus ojos, acompasados a una mueca del rostro severa e inquisitiva, presentaron una singular fijeza penetrante.

Pablo sintió aquella mirada como una punzada y echó a andar al momento, pero el efecto de los ojos incisivos del viejo, que parecían completar el enigma de su permanente presencia en el café y de su misteriosa tarea ante el teclado, lo había desazonado tanto que le pareció que el panorama de edificios, que en los últimos tiempos se presentaba ante él como el escenario plácido de un acertado cambio de domicilio, modificaba sutilmente su aspecto para ofrecer la ominosa inconsistencia que había acabado mostrándole el entorno de su residencia anterior, y que estructuras y puertas, jardincillos y farolas, sombras y luces, tenían más que ver con la experiencia de los sueños adversos que con la de la vigilia.

(Continuará Jesús Ortega)

Jesús Ortega

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