¡A la escucha!

Morir solo

No puedo imaginar un final más triste: morir sola, olvidada y que tu cuerpo siga ahí, en el olvido, 15 años. Sin que nadie te eche en falta, sin que nadie se interese por ti, sin que nadie te busque, sin que nadie se acuerde de ti y tenga la necesidad de llamarte, de localizarte. 15 años muerta, en tu casa. Sólo el olor y los avisos constantes de los vecinos permitieron localizarla en su vivienda, tantísimo tiempo después, tirada en un baño. Lo peor es que no es la primera, y me temo que tampoco será la última.

Según los últimos datos del INE, en España más de dos millones de personas mayores de 65 años viven solas. Y de ellas, 850.000 tienen más de 80 años. Y algo muy curioso: la gran mayoría de esos mayores de 80 años que viven solos, cerca de 700.000, son mujeres. Y la tendencia dice que esto va a ir en aumento, que cada vez la vida así, a solas, se extenderá. Hay muchos porqués: aumenta la esperanza de vida, aumenta la población en grandes ciudades, descienden los matrimonios, también crece la opción de no tener hijos... Y todo eso, sumado al estilo de vida, desdibuja también los lazos sociales: apenas conocemos a nuestros vecinos, cambiamos de barrio con facilidad, y nuestros horarios apenas nos dejan tiempo para hacer vida social. La vida del barrio paradójicamente se ha vuelto anónima. Y aunque ese anonimato se percibe entre los jóvenes como un síntoma de libertad (es lo que buscan), tiene también otro lado perverso, el del olvido.

Pero volvamos a ese dato, a esas casi 700.000 mujeres mayores de 80 años que viven solas. Muchas lo hacen por decisión propia, porque es lo que quieren, porque su independencia, su casa, su vida, su rutina sigue siendo sagrada a pesar de su edad y porque reivindican además su derecho a seguir así, solas. Mi madre, 81 años, que vive a 400 kilómetros de distancia, en su piso de toda la vida, en la ciudad en la que lleva viviendo desde que se casó, se atrinchera en su Pamplona natal y no hay forma de hacerla venir a Madrid, a pasar unos días. Allí están mis hermanos, sus nietos, allí esta su vida, sus rutinas, su barrio, sus vecinas, sus horarios.

Mi suegra, 87 años, más viajera, más nómada, pasa temporadas al sol, temporadas en el norte en su San Sebastián natal, pero también prefiere vivir sola. A ambas, la soledad les ha llegado por imposición, por la pérdida de su compañero de vida. Pero cuando ha llegado ese momento, no han querido ni oír hablar de irse a vivir con alguno de sus hijos. Tienen su casa, se sienten independientes, se sienten bien y prefieren seguir así. Es verdad que ambas, a pesar de su edad, se han sumado a las nuevas tecnologías de una forma asombrosa y están perfectamente conectadas. Mandan mensajes, audios (cierto que hay veces que ni con el Google Translate llegas a entender qué te han dicho o escrito) y para nosotros, es una tranquilidad tenerlas tan accesibles.

¿Espiando... por una buena causa?

Pero no todas las mujeres optan por esto. Algunas personas mayores viven solas sin haberlo elegido, con una sensación de olvido que les pesa y que supone el peor compañero para sus últimos años de vida.

La mujer que fue localizada este viernes tras haber estado 15 años muerta, tenía un nombre, Isabel, y una historia. Según contaban los compañeros de El Mundo, se enamoró de un hombre casado, arquitecto y tras varios años de relación él dejó a su mujer y se casó con Isabel. Su familia nunca lo aceptó y aquello la alejó para siempre de los suyos. Isabel y su marido no tuvieron hijos y cuando él murió, ella cayó en una depresión. Hasta el día que murió, hace la friolera de 15 años. Han pasado muchos inviernos y muchos veranos desde entonces, muchas nochebuenas y celebraciones en el piso de al lado, en la calle de enfrente. La ciudad ha seguido su ritmo mientras ella seguía ahí, sola, muerta, tirada en un baño y momificándose su cuerpo al mismo ritmo que la vida seguía sin echarla de menos.

El olvido es la peor de las condenas. Nuestros mayores no merecen terminar sus días así. Hay miles de opciones, de voluntarios, aplicaciones, asociaciones que prestan ayuda. Pero también a nosotros nos toca cuidar de los que tenemos cerca, de nuestros mayores y de los que viven en el piso de al lado y sabemos que están solos. Sonreírles, hablar con ellos, decirles qué tal van. Muchas veces no piden nada más, simplemente que les hagamos un poquito de caso.

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