Mala hierba

Los pobres

Portada Daniel Bernabé

Una de mis escenas favoritas de toda la historia del cine es aquella de Milagro en Milán donde rifan un pollo asado en la barriada de infraviviendas donde transcurre la película. El número agraciado es el noventa y la gente, abigarrada de abrigos viejos, lanza enfadada sus papeletas no premiadas al suelo. El traidor del barrio lleva bombín aunque sucio, dice que tiene el ochenta y nueve, en la cercanía de los que creen ser y no son: sus vecinos le silban. Un abuelo, bajito, de rasgos marcados y dientes escasos, en fin, lo que era una persona de sesenta años en la posguerra, es advertido por su acompañante de que lleva el número ganador. Él mira la papeleta, haciendo gestos sobrios de incredulidad: “No puede ser, sería demasiado hermoso”.

El pobre retratado por De Sica en su cuento de neorrealismo mágico, habitante de las periferias del desarrollismo, entendía la comunidad buscando un único rayo de sol, huidizo, para calentarse en el descampado, pero su esperanza era frágil incluso cuando la suerte le sonreía. De estar tan acostumbrado a los reveses parecía incapaz de aceptar que, aunque fuera por una vez, la fortuna le sonreía: esto se puede calificar como abnegación, pero también como experiencia. Al final el viejo se sienta a la mesa y devora el pollo en medio minuto, disfrutando de cada bocado de esa forma en que se disfrutan las cosas que no se sabe cuándo van a volver. “Qué bien come”, dice un vecino del corro que observa atento el festín. Al terminar, el abuelo levanta un hueso en homenaje a la multitud que irrumpe en aplausos.

El Carpanta de Escobar siempre soñaba con pollos asados, a veces con jamones, en todas las historietas que protagonizaba. Tebeo de 1947, expresión del hambre de un país, también de su brutalidad, que el dibujante barcelonés, en lo que era considerado un pasatiempo para críos, plasmó en viñetas, esquivando así una censura tan arrogante como torpe. Carpanta llegó hasta la década de los ochenta, explicándoles a los que aún leían historietas que había habido una España donde la principal ocupación era matar el hambre. Como no se podía contar así, a las claras, se le encasquetaba la representación del común a un pobre de solemnidad, de los de hatillo al hombro y vivienda bajo un puente. Carpanta era un pícaro del Siglo de Oro en el siglo del plomoCarpanta, donde después de la guerra, en España –a diferencia de en Europa–, ya sólo cabía ser antihéroe molido a palos, llevar en el rucio la armadura, ociosa y abollada, sin peto y sin espaldar.

Azcona trataba a los pobres sin conmiseración, porque probablemente era la única manera de atizar a los ricos sin que se notara. En uno de sus cuentos vuelve a aparecer la desdicha y la lotería porque el azar, en tiempos de desesperación, es la única ilusión que les queda a los que no les queda nada. Este pobre se pone a vender participaciones de lotería por encima de las capacidades del décimo, que no recuerdo si ni siquiera posee. Por supuesto toca. Entonces la mitad del pueblo sale en procesión de regocijo a la calle, a celebrar la que piensan que van a ser las Navidades de su vida. Las señoras del casino, al escuchar el estruendo y ver a tanto desarrapado contento, desde lo alto del balcón y tras las cortinas, entran en pánico porque piensan que la revolución social ha vuelto a cobrarse su cita con la historia. La felicidad de unos, aún ilusoria, es siempre el pavor de los otros.

Ya con Berlanga, volviendo al cine, Azcona junto a Font y Colina, nos contaron la historia de Plácido, quien hubiera debido ganar el Oscar de 1962, por ser una de las mejores películas del cine español, también por derrotar al grave de Bergman, cosa que no sucedió porque, a los pobres, rara vez les acompaña el favor del jurado. En la película, los ricos, poco más que las fuerzas vivas de provincias en blanco y negro, sientan a un menesteroso a su mesa por Nochebuena, que previamente han subastado junto a una gachí de revista. Pero el protagonista es otro, uno que tiene un motocarro, una mujer que limpia los urinarios y una letra que le es imposible pagar, aun disponiendo de las pesetas que vale. Plácido, interpretado por Cassen, con gorra de cuero y borrego, bien de miliciano, bien de basurero, supera pruebas, como un Hércules ibérico, que no le conducen a ninguna parte, más allá de dar de comer a los churumbeles, de que el suegro vea la siguiente primavera y de que al cuñado –nadie hacía de cojo como Manuel Alexandre– no le partan la cara. Pobre pero con ocupación.

Felipe Alcaraz, en este segundo año de la pandemia, firmó una novela titulada Los Pobres, donde la gente que se sitúa más allá de la ciudad turística cuelga sus banderas en azoteas andaluzas, sábanas, manteles y bragas, enseñas de normalidad, en la anormalidad de un confinamiento que les opaca doblemente. Alcaraz, que una vez fue diputado, que siempre ha sido escritor, a pesar de dominar el oficio o precisamente por eso, no titula su novela con metáforas ni comparaciones poéticas, situando el estado de muchos con el nombre que les describe en su crudeza. Hay barrios de este país que nunca cogieron el tren en el festín especulativo, que nunca salieron de la Gran Recesión y que, ahora, lo del virus les ha acabado de asegurar que estos años 20, los nuestros, serán de todos menos felices.

Vivimos tiempos inclementes que tratamos de arreglar contándolos de otra forma y a los pobres, en vez de llamarlos así, los escondemos para que no queden feos en la postal digital ni en el documento oficial, donde el eufemismo pretende tapar lo que no quiere alcanzar el presupuesto. Por eso decimos que la gente está en situación de pobreza, como quien va a pasar el sábado a Cuenca, o añadimos a la pobreza un descriptor, como “energética”, porque de todos es sabido que a lo mejor no puedes pagar la luz pero luego te da por hincharte a caviar en tus ratos libres, cuando dejas de ejercer de ciudadano sin recursos. Los pobres en España se cuentan por millones desde hace más de diez años, casi al mismo ritmo que nos crecieron los millonarios, como hongos de cuartucho húmedo que siempre se las arreglan para sacar tajada y colonizar el resto de paredes de la sociedad.

Carmona, sicario del capital

No es novedoso que la derecha odie al pobre, más si es de otro color y viene de lejos. Un imbécil decía por ahí que su hija cobra menos porque el inmigrante vive como dios, décadas de reformas laborales lesivas para los derechos de los trabajadores no tienen nada que ver. Lo novedoso es que el odio al pobre, que antes se legislaba bajo el epígrafe de “vagos y maleantes”, se está extendiendo al ritmo de la locuacidad de un youtuber. Al pobre se le oculta y se le denigra, pero sobre todo se le aliena. Quién puede verse impactado por el que vive en su bloque, pero peor, cuando con 20 años tiene como aspiración pillar bitcoins. Gilipollas ha habido siempre, lo que pasa es que ahora con el telefonito se meten en la cabeza de los chavales desde la palma de la mano.

Y la izquierda qué. Pues demasiado pendiente del pobre, sobre todo de aquel pintorescamente pobre, uno con el que se pueda competir a solidaridad, que es como funciona la política en el mercado de las atenciones. Pobres hay millones, pero de esos que no son pobres ni ricos hay muchos más. De esos que cuando la incertidumbre y la escasez entran por la puerta tiran la solidaridad por la ventana. De esos que les resbala lo público porque todo en su vida parece indicarles que la única manera de progresar es mediante su esfuerzo, sin entender que sin el esfuerzo en conjunto, lo poco que tenemos no hubiera tenido lugar. Lo de la Cañada Real del pasado invierno fue una vergüenza, pero no le importó a nadie, por duro que resulte de leer, también de escribir. Sobre todo cuando no hay respuestas, a la vista, para el desasosiego: cada uno en su casa y dios en la de todos. El pellizco no debería ser moral, sino sobre todo descriptivo y materialista.

Por eso Ayuso habla de lo colectivo como algo malo, porque sabe que sus predecesores construyeron un Madrid del sálvese quien pueda, no sólo con mensaje, lo aspiracional, sino también con urbanismo y deterioro de lo público para que la huida sea hacia lo privado. En La España de las piscinas, del que convendrá hablar otro día, Jorge Dioni lo explica bien. No se trata de elegir entre los pobres y los normales, eso que un día fue la clase trabajadora, sino de que sin apelación a la generalidad no puede existir socorro a la alteridad. De que el protagonista de nuestra película sigue siendo Plácido y su motocarro, no el pobre, ni el rico, ni la cena patrocinada por ollas Cocinex. De que la narración, al final, se mueve porque hay que pagar la letra.

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