Plaza Pública

Desencanto sin alternativa

Plano general del hemiciclo del Congreso de los Diputados.

Manuel Cruz

¿Y si Marx no tuviera razón y resultara que cuando la historia se repite no lo hace siempre en forma más ligera (llámesele farsa, sainete o comedia, según las preferencias) sino que en ocasiones lo hace en una versión agravada, que empeora los defectos y fallos de la primera versión? Probablemente muchos de los que citan la famosa frase, como si formara parte del núcleo duro del pensamiento marxiano, tendrían que admitir, a poco que la analizaran, que no deja de ser una opinión muy poco científica, que en ningún caso puede utilizarse como si estuviera describiendo una regularidad histórica inexorable.

Porque de ser esto cierto, quienes en los últimos tiempos andan advirtiendo del deterioro de nuestras democracias, de las amenazas que sufren por parte de antipolíticos de variado pelaje (pero que comparten una actitud de fondo profundamente autocrática), del ascenso al poder de inquietantes hombres fuertes que consiguen amplio respaldo electoral por parte de la ciudadanía o incluso, directamente, del peligro de un regreso del fascismo, deberían rebajar el tono alarmado de todas esas advertencias y terminar reconociendo que, de acuerdo con el precepto de Marx, la cosa no irá más allá de una broma sin mayor trascendencia.

Probablemente el elemento de verdad que la famosa frase contiene sea el principio general de que nada se repite exactamente bajo la misma forma, con independencia de que la vez importante sea la primera y la segunda, mera farsa, o a la inversa: la primera, simple anuncio o ensayo general y la segunda, el episodio de verdadera importancia. En todo caso, una valoración de este orden solo la puede llevar a cabo con rigor la perspectiva histórica. Desde el presente, constituye una tarea imposible. Por decirlo a la manera de Borges, ningún autor se considera, por definición, precursor de otro. Y mucho menos su epígono.

Pero las repeticiones no tienen lugar solo en el ámbito de los episodios reales, sino que también se pueden producir en la esfera de las ideas. Ejemplos de ello no faltan. Pensemos en la célebre afirmación orteguiana, con la que nuestro filósofo pretendía describir lo más específico de su presente, su máxima "no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa". Alguien podría pensar, de modo un tanto apresurado, que es ahí donde de nuevo estamos en estos días y que las especificidades de su pasado y las del nuestro coinciden en este punto por completo. Pero basta con un mínimo de atención para reparar en que la perplejidad orteguiana no es exactamente la nuestra.

Porque durante mucho tiempo, a lo largo del pasado siglo, la constatación de la opacidad del presente, lejos de ser vista como una condena, funcionaba como un estímulo a favor del conocimiento, a favor de la tarea de arrojar la luz de la inteligencia sobre lo que tendía a aparecer como ininteligible. En ese sentido, el marco mental del planteamiento era una expectativa, o un horizonte, de inteligibilidad. Pues bien, es ese horizonte el que parece haberse desvanecido. No por casualidad, claro está. El incesante fracaso de las grandes esperanzas colectivas y la continua irrupción en su lugar de imprevistos ha terminado provocando lo que podríamos denominar un apagón de sentido en la historia.

Y ahora estamos ahí, en medio del oscurecimiento del mundo, en una perplejidad sin aparente remedio. Hasta el punto de que, a diferencia de lo que le sucedía a Ortega, hemos terminado por naturalizar ese estupor, a considerarlo casi el estado normal que nos ha de provocar la ausencia de sentido de cuanto nos pasa. Pues bien, si hemos recurrido al tópico orteguiano es porque nos puede permitir establecer un paralelismo con una de las actitudes que más parecen haberse generalizado en nuestros días. Me refiero a esa actitud que quizá quede bien descrita con el término desencanto.

Opto por él precisamente porque no es la primera vez que se utiliza entre nosotros para describir un estado de ánimo colectivo. Por idéntica razón, porque no nos viene de nuevas, alguien podría pensar que nos encontramos ante un simple remake de algo que ya se produjo en este país en los primeros compases de la democraciaremake. Pero la diferencia entre ambos momentos es un matiz que no cabe considerar ni muchísimo menos como menor, y que ha quedado explicitado desde el propio título del presente texto.

En efecto, tanto en esa primera aparición, en cierto sentido fundacional, del desencanto como en otros episodios posteriores de similar reacción frente a la esfera de la política (meras réplicas del primero, en el fondo), parecía que hubiera, o resultaban cuando menos pensables, alternativas al estado de cosas existentes en esos momentos. De hecho, de dicha posibilidad se benefició en la década pasada la entonces denominada como nueva política, que durante una temporada gustó de presentarse como opción de recambio para enmendar los desmanes protagonizados por lo que previamente ella misma había calificado de vieja casta.

Pero esa situación ha quedado irreversiblemente atrás. No hace falta disponer de ningún sensor de precisión para detectar el grado de profunda decepción que está experimentando la ciudadanía ante la forma en la que muchos responsables políticos se están desenvolviendo en la situación actual. Hablo de decepción y no de sorpresa porque en parte el problema consiste en que los ciudadanos continúan escuchando de una proporción importante de sus representantes el mismo tono tremendista y apocalíptico que ya escuchaban antes de que estallara todo esto, lo que resta prácticamente cualquier credibilidad a unas manifestaciones que han terminado por revelarse como de paso universal y que se utilizan sea cual sea el contexto, pase lo que pase.

No nos vamos a distraer ahora con una variable, ciertamente significativa, de esta misma actitud pero que nos apartaría del hilo argumentativo del que estamos pretendiendo tirar. Me refiero al hecho de que lo que se predica de muchos responsables políticos se podría predicar también sin el menor esfuerzo de muchos analistas afines a ese mismo sector y que parecen siempre dispuestos a escandalizarse y rasgarse las vestiduras con gran aparato eléctrico ante cualquier acción que lleven a cabo aquellos a los que han decidido poner en su punto de mira. Proceden de esta manera con absoluta independencia -al igual que los políticos con los que coinciden- de que aquello ante lo que reaccionan sea algo de suma gravedad o perfectamente irrelevante. Tanto se parecen los comportamientos de ambos que algún día valdría la pena plantearse quién está mimetizando a quién, si los mencionados políticos a sus analistas o viceversa. De existir la tal mimetización, constituiría un serio indicio tanto del alto grado en que la actividad política se habría contaminado por modos de proceder ajenos a lo que debería ser su esencia como del considerable deterioro del espacio público en materia de comunicación. Pero mejor cerramos aquí el paréntesis y seguimos con lo que se estaba planteando.

Por supuesto que no pertenecen a una lógica muy distinta a la tremendista y apocalíptica comentada hace un momento (y, por tanto, generan entre los ciudadanos análoga decepción, por poco creíbles) esas otras manifestaciones, solo en apariencia de signo contrario, que dibujan un futuro de camisas pardas o, en el mejor de los casos, de trumpismo generalizado como único horizonte alternativo al estado de cosas existente. El problema, quede claro, no es que esta posibilidad carezca de sentido en abstracto (ya quedó comentada la cuestión al empezar este papel). El problema es que parece estar perdiendo a marchas forzadas su carácter intimidatorio ante buena parte de la ciudadanía, y algunos harían bien en preguntarse por la razón de ello.

Se entenderá mejor desde aquí el paralelismo que proponíamos establecer con el diagnóstico de Ortega. Al igual que nuestra perplejidad no es igual que la orteguiana, la reedición del desencanto a la que estamos asistiendo en nuestros días está transcurriendo bajo otro clave. El nuestro es un desencanto sin alternativa, lo que en la práctica equivale a decir un desencanto sin remedio. El apagón de sentido al que antes nos referíamos ha dejado asimismo a oscuras a la política. Hemos naturalizado también el desencanto: ha pasado a ser la forma de relacionarnos con lo público que damos por descontada.

Permítanme que formule esto mismo recurriendo al viejo cuento. Como el pastorcillo de la fábula de Esopo, los políticos de uno y otro signo a los que se hizo referencia convirtieron el anuncio de la llegada del lobo en su más genuina razón de ser. Pero el lobo que ahora ha terminado por aparecer no es el que ni unos ni otros anunciaban, sino uno imprevisto. Lo que está claro es que nadie parece dispuesto a llamar al pastorcillo para que nos libre de él.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Senador por el PSC-PSOE en las Cortes Generales.

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