Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
¡Albricias! ¡Sapristi! Camaradas, hinchad el pecho: crecemos como nadie. El premio nos lo ha dado el Fondo Monetario Internacional. Casi un tres por ciento, válgame el señor. «Soy español, ¿a qué quieres que te gane?». Por los corrillos no se mienta otra cosa: toca amarrar a los perros con longanizas. Suma y sigue: ¿han leído el último informe de recaudación tributaria? La prosa, amenísima. Resulta que las arcas del fisco han engordado este agosto un diez por ciento más que el pasado. Veintisiete mil cuatrocientos noventa y siete millones. Calderilla.
Nuestro benéfico Gobierno, queriendo hacernos partícipes del regocijo macroeconómico, ha anunciado una nueva subida de la cuota de autónomos. La medida es reconfortante: por un módico tercio de sus impuestos, los que facturen menos de seiscientos setenta euros al mes podrán contribuir al despegue económico patrio. ¡Que nadie se sienta excluido de la bonanza!
Puede que las decisiones del gobierno más progresista de la historia requieran —para comprenderse— que uno se encarame a la atalaya de la historia; pero temiendo que el porvenir me pille cadáver, rogaría que alguien me explicase por qué la misma gente que asegura que los asalariados merecen un jornal de mil euros quiere convencernos de que los más menesterosos de nuestro gremio pueden apañárselas tranquilamente con los cuatrocientos eurillos que les quedarán tras ponerse en paz con la seguridad social.
Llevo un quinquenio sin saltarme una cuota de autónomo aunque haya meses en que declare pérdidas. Pienso que redundará en el bien común que todos aportemos nuestra parte (¿les he dicho ya que soy imbécil?)
Uno tiene que haber hecho algo terrible en alguna vida pretérita para terminar en este purgatorio de trimestrales y devengos. Terrible, digo, cuando hasta el fulano que comanda la UGT (derechita a la irrelevancia) aplaude nuestra desgracia. «Es por las pensiones», nos aseguran. Imagino que mi casero, el que compró seis pisos en los ochenta, estará pasando una jubilación estrechísima. No sé cómo se sostiene un país en el que el pensionista medio ingresa más que el trabajador mediocre, pero supongo que quien miente esa bicha palma en las elecciones.
Esta semana leíamos que el censo de trabajadores por cuenta propia registra mínimos históricos. Increíble, ¿verdad? Con lo apetecible que está ser tu propio jefe. Dan ganas de convocar una huelga de desgraciados: estamos bien repartidos aunque no seamos muchos. Tengo la consigna: no pararemos el país, ¡pero lo entorpeceremos muchísimo! Una heroica jornada de mercerías cerradas y de ultramarinos a media asta. Los periódicos, donde el que nos es becario ni está en plantilla, saldrían delgadísimos esa mañana. Los artistas, en la espera eterna de su estatuto, dejarían descansar las gubias y los pinceles. Los taxis reposarían en sus cocheras y los fontaneros caminarían con las manos caídas.
Como soy gilipollas, llevo un quinquenio sin saltarme una cuota aunque haya meses en que declare pérdidas. Pienso que redundará en el bien común que todos aportemos nuestra parte (¿les he dicho ya que soy imbécil?). Hace unos años, la benemérita agencia tributaria me armó una inspección por haber pagado el IVA cuando tocaba: la factura, dirigida a una administración, me fue abonada tras medio año de retraso y, de paso, contabilizada en el trimestre incorrecto. El día que terminaron las pesquisas dijeron en el telediario que los mangoneos pecuniarios del rey Juan Carlos habían prescrito. Mis trescientos diez euros (¡pagados, insisto!) hicieron saltar un centinela al que se le pasaron nosecuantos milloncejos eméritos. Sé que una cosa no tiene relación con la otra, pero manda narices que el anuncio del último giro de tuerca venga en medio de las disquisiciones ministeriales sobre si es buena o mala idea que los partidos suelten a sus acólitos sobres llenos de billetes.
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