Caníbales

Las calles, otra vez

Como todavía no han inventado un robot que –antes de quitarnos el trabajo– vaya al gimnasio por nosotros, mi vida consiste en caminar de reunión en reunión.

Ejércitos de hombres y mujeres con tarteras idénticas (ensalada de garbanzos, media manzana, yogur) bajan al metro a las ocho. La ciudad se los traga y los escupe hacia las seis. Demasiado tarde para llegar al colegio, demasiado pronto para una cerveza.

En cambio, a las cuatro, cuando acaban los colegios, la calle se llena de abuelas. Esta ciudad no existiría sin abuelas: recogen niños, les dan la merienda, les cargan la mochila, los escuchan, los consuelan.

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Pensaba en ellas al pesar la ambición de “El día sin mujeres”.

“Que se note que no estáis, que se note vuestra falta. No vayáis a trabajar, no consumáis, no generéis tráfico en las redes”.

La idea era desaparecer. Que el mundo se diera cuenta del desastre de perder la mitad (¡y esa mitad!).

Como todo lo absoluto, desaparecer era imposible.

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Quizá habría sido más realista proponer un día sin abuelas.

Un día de niños abandonados en la puerta del colegio. Niños sin besos. Niños sin merienda.

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Son los niños el objetivo. El otro día oí a una niña de seis años gritarle a otra:

– Ni te acerques a mí, siempre llevas pantalones y no te gustan los chicos: ¡me das asco!

La niña con pantalones levantó la mirada y pensó. Pensó, supongo, si merecía respuesta y decidió que sí, que de las cosas importantes hay que hablar alto y claro.

Me gustan los chicos. Me gustan las chicas. No me gustas tú.

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A mí me educaron en la igualdad (la igualdad como base para construir cada uno su diferencia). Conocía la teoría, el esfuerzo de tantas mujeres, las renuncias de mi madre, el sentimiento de culpa… Lo que no sabía es que la práctica la seguiríamos suspendiendo treinta años después.

Quizá es que yo me hago mayor, quizá es que el mundo sigue siendo viejo.

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El otro día un amigo de cuarenta se cabreó: “¡Qué pesada! El feminismo es lo opuesto al machismo. Ambos son ideologías deleznables”. Googleamos juntos unos cuantos datos y se tragó sus palabras.

– Y ahora hazme un favor: pregunta a tu mujer y a tus hermanas si han sufrido acoso o discriminación.

– Seguro que no, me lo habrían dicho…

– Pregunta.

Me llamó llorando.

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Datos.

Detrás de los datos hay millones de mujeres, cada una con su herida, cada una obliga a seguir.

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Recuerdo un Skype estremecedor mientras preparábamos una obra de teatro en Nueva York. Tres mujeres de nacionalidades, vidas y experiencias diferentes. Las tres habíamos sufrido acoso, ninguna había salido indemne.

– La estadística es atroz. No conozco a ninguna mujer que no lo haya vivido– dijo la norteamericana, catedrática de universidad.

– Yo no me he atrevido a preguntar, pensé que estaba sola– confesó una europea. 

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Mi amiga T. dice que cuando te sientes una mierda (concretamente dice “cuando el mundo te hace sentir una mierda”) es mejor no estar solo. “Sé que parece egoísta, porque es como desear que los demás también sufran, pero no: no estar solo te da fuerza y te permite pelear en compañía, pelear mejor”.

Quizá por eso las mujeres han llenado la red de solidaridad, de comunicación, de apoyo, de…

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Mujeres.

Siempre en plural.

Ya no estamos solas.

Dentro de cada mujer hay una herida. Al lado de cada mujer hay una aliada.

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El machismo mata.

La misoginia mutila: nos censura, nos etiqueta, nos ataca, nos reduce, nos controla.

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La educación cura.

El compañerismo salva.

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Delitos y faltas

El “feminismo”, como todos los “ismos”, suena antiguo. Quizá le vendría bien un “rebranding”, un relanzamiento, un logotipo universal –en inglés, en cifras (¡50%!)–, algo chulo, que parezca hecho por Google, por Apple o, mejor, por Banksy.

Quizá.

Lo que es evidente es que las mujeres sufren. Lo que es seguro es que son imprescindibles.

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