Buzón de Voz

Lo confieso: harto de postureos

No ha sido autocensura sino pura pereza (sin descartar que a veces la pereza sea una forma de autocensura). El caso es que uno lleva varias semanas sin escribir una línea acerca de la situación política, las posibilidades de investidura o de nuevas elecciones. Cierto que se cruzaron los papeles de Panamá, la mafia de Ausbanc-Manos Limpias y otros asuntos nada menores. Pero se ha acabado el tiempo. Volvemos a la casilla de salida y habrá elecciones el 26 de junio. Ha llegado el momento de desembuchar, de reflejar negro sobre blanco lo que uno cree que ha venido pasando, a partir de lo que relatan las fuentes que le ofrecen más confianza. La conclusión no es alentadora: los principales actores de la vieja y de la nueva política han practicado (en distinto grado) el  postureo desde la misma noche del 20-D.

Hagamos un repaso al quién es quién y qué ha hecho cada cual para aportar soluciones al endemoniado puzle surgido de las urnas.

1.- Mariano Rajoy se proclamó ganador de las elecciones pese a que el PP perdió respecto a 2011 un tercio de sus escaños y 3.600.000 votos. Durante un mes sostuvo que debía intentar la investidura el cabeza de la lista más votada, o sea él: por obligación, por sentido común, por una concepción presidencialista de la democracia parlamentaria, que consiste en que se forma gobierno sumando una mayoría en el Congreso (pasando por alto las evidentes distorsiones que produce el sistema electoral). Insistió Rajoy hasta el mismísimo día en que acudió a la Zarzuela y dejó al rey Felipe a los pies de los caballos cuando declinó la propuesta de someterse a la votación del Congreso. Para ser claros: Rajoy, guiado por su gurú Arriola y por su indiscutible instinto de supervivencia, decidió la misma noche del 20-D que su mejor opción era forzar la vuelta a las urnas, dejar pudrirse la fruta, sentarse a fumar un puro... pasara lo que pasara. Seguro que no contaba con que aparecieran las mil y una ranas del charco de Esperanza Aguirre o el pitufeo de Rita Barberá. Y mucho menos las mentiras del ministro Soria sobre los papeles de Panamá. Pero da lo mismo. Rajoy habita un planeta político en el que lo importante es la clientela fija que vota pase lo que pase. Tapándose los ojos, la nariz o los oídos, siempre que crean que evitan "un mal mayor".

Hay que reconocerlo: a Rajoy le ha salido niquelada su estrategia: "no me quieren", se niegan a facilitar la gobernabilidad, etcétera, etcétera. Ni siquiera se ha dignado a dar explicaciones en el Congreso sobre los acontecimientos más graves de su presidencia "en funciones". Rajoy es ese hombre que siempre encuentra algo o alguien a quien echar la culpa de sus responsabilidades: la legalidad, la prensa, la oposición, los radicales, Aznar, Aguirre, "casos aislados" de tropecientos amigos "íntimos" que le han traicionado. Seamos aún más claros: Rajoy considera que los votantes son tan ciegos que si un entrevistador (por ejemplo Jordi Évole) le pregunta por los problemas de España él reacciona acusando: "¿Y por qué no hablamos de lo bueno?" Lo cual (como ha argumentado lúcidamente Almudena Grandes) viene a ser como si ante la lacra de la violencia machista algún gilipollas plantea: ¿y por qué no hablamos de la cantidad de maridos que no matan a sus parejas?

2.- Pedro Sánchez proclamó la misma noche del 20-D que el PSOE había hecho historia. Cierto. Había obtenido millón y medio de votos menos que en 2011, el peor resultado desde el regreso de la democracia pese a una legislatura marcada por un Gobierno que había ejecutado los mayores recortes sociales y en mitad de una galopante escalada de casos de corrupción que salpicaban al partido gobernante. Lejos de asumir el destrozo, actuó del mismo modo que Rajoy: no sólo no asumió responsabilidades sino que a las pocas horas advirtió que pensaba volver a disputar el liderazgo socialista en el congreso previsto para febrero (y aún por celebrar). El 28-D se celebró un Comité Federal en el que los llamados barones (capitaneados en su mayoría por la baronesa Susana Díaz) marcaron a Sánchez una hoja de ruta delimitada por la herida abierta en Cataluña. No al derecho a decidir, no a la posibilidad de gobernar gracias a la abstención de grupos independentistas. Hay que decir que Pedro Sánchez estaba absolutamente noqueado tras el 20-D y no ha desaprovechado una mínima oportunidad desde entonces para sostener o reforzar su liderazgo, por encima de todo. Por decisión propia, por condicionamientos ajenos o por ambas cosas, apostó a ir de la mano de Ciudadanos a misas, procesiones, bautizos y funerales. Es decir, utilizó las "líneas rojas" marcadas por los barones para firmar un acuerdo de gobierno con Ciudadanos que le ataba de pies y manos para bloquear cualquier posibilidad de pacto con las fuerzas de izquierda y los nacionalistas. Incluso al día siguiente de suspender el examen de investidura en el Congreso, reafirmó Sánchez la solidez del candado que le ataba a Ciudadanos, al comprometerse a abordar juntos y de la mano cualquier posibilidad de diálogo con terceros. Toda la estrategia de ese pacto consistía en lograr la abstención de Podemos bajo el argumento prioritario de "echar a Rajoy".

No ha habido forma de escuchar una argumentación sólida que explique por qué no se intentó el orden inverso: acordar una fórmula de investidura con Podemos y presionar a Ciudadanos para que se abstuviera con el fin de "echar a Rajoy", como el propio Rivera ha reclamado a todas horas. Lo ha explicado y argumentado con solvencia (a mi juicio) Ignacio Sánchez-Cuenca en estas mismas páginas: era lógico, natural y además era lo que reclamaba una mayoría progresista: el pacto hacia la izquierda. Es más: ¿quién dijo que había que negociar con grupos independentistas la abstención? Si se hubiera explorado un acuerdo PSOE-Podemos-Compromís-IU, la responsabilidad sobre una frustrada investidura de cambio habría recaído sobre Ciudadanos o bien sobre los propios independentistas, como ha explicado más de una vez el portavoz del PNV Aitor Esteban. Del mismo modo que Pedro Sánchez quiso demostrar su autonomía en el liderazgo liquidando en su momento a Tomás Gómez en Madrid o imponiendo sin previo aviso al Comité Federal una consulta a las bases sobre los pactos, también podría haber planteado unas condiciones a Podemos y al resto de formaciones de izquierda que le permitieran superar las barreras internas de la estructura socialista. Si en ningún momento lo ha intentado es porque ha asumido las tesis (o los intereses) de quienes desde el propio partido o desde poderes mediáticos y económicos colocaron como verdadera "línea roja" cualquier acuerdo de gobierno con Podemos. O simplemente porque se trataba de ganar tiempo al frente del PSOE.

3.- Pablo Iglesias

ha actuado también condicionado por presiones internas y externas, pero el caso es que los hechos reflejan que su prioridad ha sido buscar la hegemonía en la izquierda a través de unas nuevas elecciones antes que permitir un gobierno progresista que desplazara al PP a la oposición. Si de verdad hubiera estado interesado en una investidura "de cambio" no habría escenificado su propuesta de gobierno de coalición informando antes al rey que a su único socio posible, hasta el punto de humillar a la militancia socialista antes, durante y después de la frustrada sesión de investidura. La actual disposición a pactar con IU una coalición (con la fórmula que finalmente decidan) frente a la rotunda y reiterada negativa expresada antes del 20-D refleja que se ha asumido el desgaste que en el electorado de Podemos (especialmente en el de edad más avanzada) supone volver a las urnas con el riesgo de que PP y Ciudadanos sumen mayoría. Desde el 21 de diciembre, Podemos hecho visible su disposición a participar en un "gobierno de cambio" mientras las condiciones planteadas llevaban a la convicción de que su verdadero deseo era derrotar en las urnas al PSOE por goleada.

4.- Albert Rivera ha jugado desde el 20-D unas cartas regulares (si no malas) como si tuviera escalera de color. La ausencia de fortaleza de los demás ha engordado su propia debilidad, mucho mayor que la que pronosticaban las encuestas. El caso es que ha hilado un relato coherente que pretende forjar un autorretrato del Adolfo Suárez del siglo XXI, facilitador de una "segunda transición", bisagra de los extremos, la moderación personificada, la pragmática hecha siglas. Su papel no habría tenido mayor relevancia si Pedro Sánchez y el PSOE hubieran jugado sus cartas de otro modo, pero al aceptar ir de la mano con Rivera, han permitido al líder de Ciudadanos ejercer de hombre de Estado sin arriesgar prácticamente nada. Contentando en cualquier caso los intereses expresados y editorializados por los órganos económicos y mediáticos más poderosos. Aquí mismo relatamos en su día la apodada Operación Borgen a la española, cuya base no declina con la convocatoria de nuevas elecciones. Es más, puede que incluso salga reforzada si el dibujo resultante del 26-J fuera tan difícil de gestionar como el del 20-D. Rivera ha tenido la habilidad de sostener un discurso "en positivo", sin importar a qué intereses obedecía. El caso es que las muchísimas "líneas rojas" de Rivera, que coinciden exactamente con las que marcan esos poderes económicos y mediáticos, no se han visibilizado como incompatibles con su elaborada imagen de moderación, consenso, diálogo, etcétera, etcétera. 

5.- Alberto Garzón, Mónica Oltra y varios dirigentes de distintas fuerzas minoritarias (no tanto en votos como en escaños por la distorsión que produce la ley electoral) han salido reforzados de este tránsito plagado de postureos. Han sabido protagonizar iniciativas que en momentos determinados marcaban la agenda a los "grandes". Desde el inteligente movimiento de Garzón convocando a una mesa a PSOE, Podemos y sus confluencias a esa propuesta de última hora que Compromís puso este mismo martes sobre la mesa para inclinar a Pedro Sánchez a la llamada vía 161. Lo cierto es que Garzón (como temían otras fuerzas activas en Izquierda Unida) ha colocado a su formación en la hoja de ruta que interesa a Podemos. El desgaste de estos meses podría compensarse (al menos en parte) si el casi millón de votos de IU se diluye en el gran círculo de Podemos. Queda por dilucidar si esto significa la desparición de IU (como temen algunos de sus fundadores) o la inclusión del PCE en las estructuras de Podemos (como temen algunos de los fundadores del movimiento político que emergió del 15-M). No hay especialista riguroso que pueda pronosticar tampoco qué porcentaje de los votos de IU llegará finalmente a Podemos y cuántos irán a la abstención, al PSOE o a otras opciones.

Sostienen miles de voces aficionadas al discurso único que hay un hartazgo de la ciudadanía porque las fuerzas políticas no han respondido al supuesto mandato de las urnas al no lograr formar gobierno. Discrepo. Porque en primer lugar nadie puede colocarse en la cabeza de un votante. Y si tengo que ser sincero sobre lo que percibo y sobre el análisis comparado de las distintas encuestas y sus cocinas, creo que el hartazgo se debe más bien a la convicción de que no se ha intentado formar gobierno. Es decir, al generalizado postureo. A la concatenación de mensajes dirigidos más a los posibles réditos en las urnas que a solucionar los problemas de los ciudadanos. A desgastar al adversario más que a la generosidad con el posible socio. 

Lo confieso. Me repatean los mensajes que califican la vuelta a las urnas como un peligro. Ese es el mayor postureo. El de los poderes que no descansan hasta conseguir poner a sus peones preferidos al frente de los asuntos públicos. De hecho lo más preocupante del escenario es el hecho de que todo va a depender de la abstención y sobre todo de quiénes la protagonicen. O al revés si se quiere: ¿van a movilizarse las fuerzas conservadoras que el 20-D se quedaron en casa? ¿Van a quedarse en casa muchos de los que se movilizaron por el cambio en diciembre pasado?  En las dos hipótesis existe el mismo riesgo. Que en el fondo poco o nada cambie. Afrontamos una campaña electoral que podría centrase casi exclusivamente en la gestión de la culpa: ¿quién puso más para impedir la formación de gobierno? Pereza absoluta.

La nueva y la vieja política se han hecho convergentes en una fina línea que consiste en priorizar intereses personales o partidistas sobre los intereses de los ciudadanos. Y de eso dependerá la clave del ya cantado 26-J: quién se abstiene y quién se moviliza. Quién se tapa la nariz y quién apuesta por un cambio que exige mucho más que tácticas de laboratorio, márqueting y postureos.

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