Muy fan del limón con clavo

Queridos lectores:

Esta postal que hoy les envío lleva la imagen de uno de los frutos que más amo, el limón. Me encanta este cítrico atractivo y seductor porque brota de un árbol que tiene la belleza imbatible de la sencillez. Es tan entrañable el limonero que cuando habita un patio, ese patio tiene alma.

Pero el fruto que hoy protagoniza la estampa de estas letras no es amable, va vestido para matar. Vale, he exagerado. Este limón del que yo les hablo no mataría una mosca, él va vestido para espantar, para asustar, para alejar a esos malos espíritus del verano llamados mosquitos, esos cabronazos que me tienen frita, sí.  

En esos paisajes emocionales que me trasladan a veranos pasados, pero nunca olvidados, siempre se me aparece ese curioso repelente natural que habitaba en tantas casas: un limón cortado por la mitad y agujereado por clavos perfumados.  

A veces lo veía en el alféizar de la ventana de la casa de mi abuela o de las abuelas de mis amigas. Estaba en cualquier parte, podía reposar en la encimera de alguna cocina, en una salita de estar con persianas bajadas o en el mostrador de un bar de pueblo. Creo que alguna vez vi uno, medio, para ser más precisa, en las taquillas de entrada de la piscina donde me picaban el abono de veinte baños. 

No recuerdo cuándo vi por primera vez ese elemento natural disuasorio, pero sé que flipé. Su aspecto de espantador de trompeteros, la pulpa atravesada por una especia que vino de Indonesia y esa combinación de aromas que a mí me parecía deliciosa y que aborrecían esos molestos dípteros nematóceros voladores… según dicen. 

Cuando lo veo ahora, me provoca una sensación dulce y evocadora porque me conduce a la infancia, pero tiene un punto amargo, cada limón herido por clavos de olor tiene algo de siniestro. Quizás porque me recuerda que el verano tiene su parte molesta, las picaduras, las insolaciones, algún dolor de tripa porque bebí de alguna fuente no fiable, algún amor estival no correspondido… 

Es que ya desde niños sabíamos que también en vacaciones existía el dolor, cuántas rodillas peladas por cada aterrizaje desde la bici, esas señales pintadas con mercromina que marcaban el lugar donde estaba la costra, esa que si arrancabas antes de tiempo, se convertía en una rosada y eterna cicatriz… Yo tengo alguna hoy, sí, llevo la herida de otro siglo, de otro milenio y me recuerda que algún día no pude esperar a que la costra cayera sola, siempre me ha podido la impaciencia. Cuántas otras cicatrices llevo por ese defecto mío. 

Un verano de agosto, de aquellos de cenar en la terraza, mi hermano mayor se puso a contarnos con todo detalle una película que acababa de ver en el cine y en medio del suspense que él iba dándole a la ficción, sonó un estruendo brutal en la realidad. En la carretera que iba de El Escorial a San Lorenzo, esa que veíamos desde casa, acababan de chocar dos coches de frente, un Mini y un 1.500.

Los mayores bajaron corriendo para intentar ayudar. A mí me mandaron a la cama más pronto que nunca, pero me dormí más tarde que ninguna otra noche, la tragedia no dejaba que entrara el sueño. En aquel Mini verde oscuro se cortó la vida, de repente, en una noche veraniega llena de estrellas. 

Cuando lo veo ahora, me provoca una sensación dulce y evocadora porque me conduce a la infancia, pero tiene un punto amargo, cada limón herido por clavos de olor tiene algo de siniestro

Al día siguiente, no se hablaba de otra cosa en la piscina. Sí, nosotros seguíamos bañándonos, continuaba nuestro veraneo lleno de sueños, para los seres queridos de quienes viajaban en aquellos dos coches, acababa de empezar la pesadilla.

Siento que estas letras que hoy les envío incluyan un recuerdo tan amargo, pero es que en verano la vida sigue y la muerte también. Estos días son propicios para reencuentros cálidos pero también nos hielan las ausencias. El verano parece adormecernos a la hora de la siesta pero, en realidad, nada descansa del todo.

La vida es siempre dulce y ácida, como los frutos de esos limoneros que ponen alma en los patios.

Si los mosquitos no me lo impiden —que están poniendo mucho empeño— les mando otra postal el próximo sábado.

Con cariño:

Raquel.

Más sobre este tema
stats