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Diez años de la intervención de la troika en España: aquel 2012 no es este 2022

Con lo dados que somos en este país a las conmemoraciones, en un amplio abanico que va desde las bodas reales hasta los goles de Iniesta, extraña que estos días haya pasado desapercibida una efeméride que nos afectó de manera demoledora. El 23 de julio del año 2012, Luis de Guindos, ministro de Economía del Gobierno Rajoy; Luis María Linde, gobernador del Banco de España; y Olli Rehn, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios, firmaron el memorando que hacía efectivo el rescate para España. Si el término “rescate” era un eufemismo de intervención económica perpetrada mediante cirugía de guerra, de Guindos superó la pirueta calificando la operación de “préstamo en condiciones muy favorables”, como si nos fuéramos a comprar un adosado en Torremolinos.

Tal amnesia selectiva tiene como función no sólo que olvidemos aquel episodio, sino que además evitemos realizar comparaciones con nuestro presente, uno en el que Alberto Núñez Feijoó encabeza las encuestas electorales. Ahora somos golpeados por una crisis bélica, energética e inflacionaria que, como les contábamos la semana pasada, hace aflorar el cinismo, cuando no el catastrofismo. En esta temporada hemos leído unas cuántas malas noticias, pero también que el Gobierno ha arrancado a la UE una excepción ibérica que ha reducido un 50% el precio de la luz, que se han desvinculado los alquileres del IPC, tasándose la subida máxima en un 2%, y que se ha puesto en marcha una legislación laboral que ha favorecido la contratación indefinida hasta triplicarla.

El hecho es que atravesamos serias dificultades a causa de un contexto internacional desfavorable. El hecho, también, es que en esta legislatura se están tomando decisiones, concretas y útiles, que indican una dirección inédita en Moncloa que frena una inercia neoliberal de décadas. Dejar constancia de ello puede que moleste a la derecha y también a esa izquierda empeñada en calificar a este Ejecutivo de coalición como fracaso: el viaje a las catacumbas del identitarismo, allí donde sólo se enuncian principios sin tener que tomar decisiones, requiere del combustible de la derrota. Lo cierto es que dejar constancia de que hay serios problemas, pero que esos problemas se están enfrentando desde una óptica progresista vale no para encumbrar a Sánchez y Díaz, sino para dejar constancia de que la política vale para algo en un tiempo donde los ultras se alimentarán de su desprestigio.

Ampliar la democracia, es decir, situar la soberanía popular como mandato de la economía, sólo puede empezar a producirse si se reconoce el cambio de rumbo. No conozco ningún caso donde fomentando el desánimo y el fatalismo la gente haya sacado conclusiones acertadas para la defensa de sus intereses comunes: el “sálvese quien pueda” tiene un final donde esperan los salvapatrias. Pero para afirmar que existe un cambio de rumbo debemos conocer cuál era la dirección anterior, de ahí que sea tan importante conocer lo sucedido hace una década. En el año 2012 el Partido Popular ostentaba un poder omnímodo, por sus victorias en las elecciones autonómicas y generales del año anterior, pero también por la connivencia del aparato mediático, económico e institucional, que no dudó en impulsar a Rajoy en aquella auténtica restauración conservadora.

No conozco ningún caso donde fomentando el desánimo y el fatalismo la gente haya sacado conclusiones acertadas para la defensa de sus intereses comunes: el “sálvese quien pueda” tiene un final donde esperan los salvapatrias

En aquel año 2012, el Gobierno del PP presentó, de la mano del ministro de Hacienda, Cristobal Montoro, unos presupuestos generales que calificó como “los más austeros” vistos nunca. Aquella frugalidad consistió en un recorte de 27300 millones de euros. Se eliminó entre un tercio y la mitad del dinero destinado a los ministerios, precarizando nuestra administración pública a un nivel inaudito. Se recortaron las becas en un 11,6%, un 5,6% en dependencia o un 74% en cooperación internacional. El servicio público de empleo vio reducido su presupuesto en un 15 ,6%, en un momento donde el paro rozó los seis millones de personas. La reforma laboral del PP, aprobada en febrero por decreto, abarataba el despido, destruía la negociación colectiva y hacía endémica la temporalidad. Tenía un objetivo a cumplir: que la crisis recayera sobre los trabajadores y no sobre las grandes empresas.

En materia fiscal, el Gobierno del PP subió todos los impuestos, pero especialmente los indirectos, como el IVA, aquellos que se pagan independientemente de la renta. Además, decretó una amnistía fiscal para que aflorara el dinero negro, que más tarde supimos que tan sólo gravó a la mayoría de los defraudadores con un tipo del 3%. Además del propio recorte presupuestario, lanzó el plan de Estabilidad donde se recortaban otros 10.000 millones de euros, especialmente de sanidad y educación. Con el real decreto del 16 de abril el Sistema Nacional de Salud dejó de ser universal. Aunque ya habíamos conocido la pandemia de Gripe A en 2010 y un par de años más tarde nos enfrentamos al episodio del ébola, lo peor estaba por venir: en el desastre del coronavirus influyeron muchos factores, pero aquellos recortes no pueden pasarse por alto.

En aquel año 2012, mientras que el rey Juan Carlos protagonizaba el rocambolesco episodio de Botsuana, el sistema bancario seguía el camino de la Corona, demostrándonos que aquella orgía del ladrillo no iba a ser en balde. En mayo Bankia se hunde. Su rescate, según cifras del Banco de España en 2021, costó 65.725 millones de euros. Ese hundimiento no es más que otro de los eufemismos utilizados para tapar que Bankia mintió en su salida a bolsa, con la connivencia del auditor, Deloitte, que tan sólo certificó que la información presentada era “consistente con las políticas contables utilizadas por los administradores de Bankia”, es decir, que la mentira era al menos coherente con quien la enunciaba.

La realidad es que Bankia, que en principio no iba a ser más que la marca comercial del BFA, la fusión de siete cajas de ahorros, incluida Caja Madrid, acabó escindida de su matriz. El BFA se quedó con los 31.800 millones de euros en activos inservibles del ladrillo mientras que Bankia intentó una capitalización desesperada mediante su salida a bolsa: no es que no reuniera los requisitos legales, es que se inventaron un nombre para encubrir la precaria salud de la entidad. El capitán de aquella operación, para más inri, fue Rodrigo Rato, el ministro de Economía en el gobierno de Aznar y padre intelectual del ladrillazo. La primera parte de la escapada hacia adelante, quedarse con el dinero de la gente, funcionó. Pero en mayo de 2012, cuando Bankia y el BFA presentaron sus cuentas a la CNMV, esta vez sin la firma de Deloitte, todo el mundo supo que la fiesta había terminado.

El 9 de mayo se nacionalizó el 100% del BFA y la mitad de Bankia, en una operación que resultó el preludio exigido por el FMI para que, un mes después, el 9 de junio, el Gobierno pudiera solicitar el rescate. El sistema bancario español recibe 100000 millones de euros, pero España queda a expensas de la troika, compuesta por la Comisión Europea, el BCE y el FMI. La exigencia son nuevos recortes públicos, más la congelación de las pensiones, del subsidio por desempleo, la subida de los impuestos, un nuevo hachazo a las plantillas públicas y un recorte de 14000 millones de euros a las infraestructuras. En sus primeros seis meses, el Gobierno de Rajoy había culminado una transición radical hacia un nuevo modelo de país. Podría parecer que aquel presidente era, en el mejor de los casos, un hombre atolondrado, pero nunca ha existido un político tan capaz a la hora de llevar a cabo un proyecto político: el del poder económico más fanático.

Todo aquel destrozo, todos aquellos recortes, se realizaron bajo la coartada de que España tenía que recuperar la confianza de los inversores. Pero la prima de riesgo, incluso después del rescate, llegó a superar los 600 puntos básicos. Cada vez que España colocaba deuda pública en los mercados internacionales, como manera de financiarse, tenía que pagar unos intereses astronómicos. La realidad es que hasta que Mario Draghi, entonces gobernador del BCE, no pronunció su frase, “whatever it takes (haremos lo que sea necesario)”, comprando deuda pública, la situación no se empezó a estabilizar. Draghi sabía bien, antes había sido el jefe del banco de inversión Goldman Sachs en Europa, cómo funcionaba la gran impostura.

La realidad es que si la Gran Recesión del 2008 tuvo un origen estadounidense, la gigantesca estafa ocurrida cuando el sistema financiero alteró el mercado de la vivienda, sus métodos se habían seguido en España al pie de la letra, resultando nuestros bancos especialmente afectados por el despropósito. La cuestión fue que cuando se atisbaba el control de aquella primera crisis, los “brotes verdes”, llegó un segundo tsunami. Los bancos de inversión norteamericanos trataron de recuperar beneficios apostando contra la deuda pública del sur de Europa, en connivencia con unas agencias de calificación que ponían nota a nuestra deuda de una manera similar a como hicieron con las hipotecas subprime. Los países euromediterráneos tenían problemas reales en su estructura bancaria y económica, pero el negocio consistía en apostar contra la confianza de su deuda y embolsarse ingentes cantidades en operaciones a futuro, de ahí que los recortes nunca tuvieran ningún efecto en la confianza de aquellos cuatreros.

Pero aquellos recortes impuestos por la troika, inútiles respecto a su intención declarada, si tuvieron una intención no confesable: poner de rodillas la soberanía de la zona euromediterránea para adaptar esos territorios al proyecto UE capitaneado por Alemania y los Países Bajos. El gobierno del PP, siempre patriota, cedió en todos los aspectos, pasando de ser el poder Ejecutivo de España, al brazo ejecutor de la troika. El patriotismo sólo alcanzó para seguir echando más leña al fuego del independentismo catalán, pero nunca para poner líneas rojas a los hombres de negro, a los que nos llamaban PIIGS. Fue la clase trabajadora la que resistió mediante dos huelgas generales e infinidad de protestas. Aquella resistencia se contestó con palos y cárcel. Para el año 2014 había 260 sindicalistas con procesos abiertos y penas que alcanzaban los 120 años de prisión.

El actual Consejo de Ministros ha aprobado este martes el techo de gasto para los presupuestos de 2023. Máximo histórico: 196.142 millones de euros. En 2012 el techo de gasto fue de 118.565 millones de euros. La diferencia es notable, no sólo por la cantidad, sino también por la orientación. Hoy, en Europa, casi nadie defiende las políticas del recorte, más que por una cuestión social, por una razón de supervivencia del propio entramado de la UE. Pero la motivación no debe quitarnos la posibilidad: una vez que se ha abierto una brecha en el muro de la ortodoxia neoliberal sería trágico no pugnar para ampliarlo.

Creo que por eso conviene recordar que aquel año 2012 tuvo lugar, pese a que hoy caiga el velo del olvido sobre unos acontecimientos cruciales para entender la historia reciente de España. Algunos, quizá porque lo vivimos a pie de calle, a pie de oficina de desempleo, nos resistimos a olvidarlo. Puede que porque sintamos la dignidad de la memoria, por haber dicho no a aquella calamidad, a aquel proyecto de dominación, a aquel intento por ponernos de rodillas, a aquel sacrificio de todos para pagar los desmanes de unos pocos. Aquellas protestas dieron como resultado un Gobierno inédito en 80 años, uno que ha podido decepcionar en algunos aspectos, que se ha quedado corto en muchos otros, pero que, ni de lejos, es lo mismo que sucedió entonces. Repetir lo contrario, bien por interés, bien por torpeza, es abonar la mentira. Pero sobre todo el primer paso para que todo aquello se vuelva a repetir.

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