La cruz en el pecho y el diablo en los hechos

La viga en el propio ojo; la ley del embudo; la cruz en el pecho y el diablo en los hechos; predicar o dar trigo; consejos vendo que para mí no tengo; no quiero, no quiero, pero echadme en el sombrero… Podríamos seguir así hasta aburrirnos, porque el refranero está lleno de sentencias que hablan de la facilidad que tienen las personas autoindulgentes para criticar a los demás cuando hacen las mismas cosas que ellos, y estaríamos retratando, por desgracia, un rasgo característico de la política, que si por una parte sigue la directriz de que al enemigo no se le da ni agua, por otra parece incapaz de asumir errores, que es la manera más directa de no corregirlos. 

La derecha ha estado machacando el clavo de la ley del sólo sí es sí, como es lógico entre adversarios, porque ha visto una brecha en el muro y ahí ha golpeado, sobre todo censurando la incapacidad de la ministra Irene Montero para admitir las lagunas en la norma, el hecho de que algunos condenados se beneficiaban con los cambios y sus penas bajaban o, incluso, propiciaban su puesta en libertad. Se ha dicho una y otra y otra y otra y otra vez en tribunas y tertulias, instituciones y púlpitos… Que asuman sus fallos, se decía, también entre los socios de la coalición de Gobierno, cuya ala socialista terminó por imponer de forma unilateral las reformas que creyó oportunas.

Con la discusión sobre el parque natural de Doñana, salvando todas las distancias que puede haber entre dos asuntos tan trascendentes pero tan distintos y que, sin embargo, se parecen como dos gotas de agua por la actitud de quienes los justifican, ocurre lo mismo, aunque esta vez les pase a los otros, a quienes antes se rasgaban la camisa por la incapacidad de rectificar de sus rivales ideológicas de Unidas Podemos. Lo que el PP y sus socios de la ultraderecha en Andalucía intentan hacer, que es seguir permitiendo o incrementar regadíos perniciosos para la naturaleza de un paraíso que terminará siendo un desierto si no se le cuida, es un completo disparate, y se lo dicen aquí y fuera a quienes traman cometerlo, los censura tanto la izquierda española como la derecha europea, que ya ha avisado de que hará todo lo que esté en su mano por impedir la catástrofe medioambiental con decisiones que, además, contravienen las reglas continentales.

Yo me fío mucho más de quienes reconocen que se equivocan que de aquellas y aquellos que pretenden ser infalibles, tener siempre la razón

Juanma Moreno, el presidente de la Junta, sabe perfectamente que el plan, que tal vez en cierto modo le imponen sus compañeros de viaje —y aquí son importantes las dos cosas, el “tal vez” y el “en cierto modo”—, no tiene un pase, y que los argumentos demagógicos que tratan de ampararlo en una supuesta defensa a ultranza de los agricultores de la zona son tramposos, pura cháchara populista, similar a la que supone la defensa de las macrogranjas o los desastres urbanísticos que conllevan la destrucción de una playa virgen. Todo el mundo, y él también, sabe de sobra que vivimos en tiempos de sequía general, provocada por nosotros mismos con nuestra contaminación, nuestras agresiones a la Tierra que deberíamos proteger y a la que maltratamos, y no ignora tampoco que en Doñana hay menos agua de la que necesita el ecosistema para sobrevivir y no se le puede robar ni un litro, o lo perderemos. ¿Por qué no abandona, entonces, ese camino que va al desastre? Lo tendrá que hacer de todos modos, porque le van a parar los pies, aunque tendría más valor, y probablemente una recompensa electoral, que lo haga por sí mismo. Yo me fío mucho más de quienes reconocen que se equivocan que de aquellas y aquellos que pretenden ser infalibles, tener siempre la razón.

Desde mi punto de vista, hay algo infantil en ese modo de atrincherarse, en esa actitud enrabietada de querer justificar lo injustificable. Nadie acierta siempre y todo el mundo debería tener, al menos, la capacidad de escuchar lo que le dicen cuando se lo dicen los que saben, en este caso todas las voces científicas del planeta, que han puesto el grito en el cielo ante la agresión que se anuncia, por no mencionar a los movimientos ecologistas, que cierta parte del ámbito conservador parece considerar poco menos que terroristas. ¿Por qué? ¿No es acaso nuestra obligación proteger el entorno y conservarlo para quienes vengan después de nosotros? Un mundo hecho de urbanizaciones no es sostenible y no puede acabar más que de una manera: convertido en un desierto. No hay explotación turística o industria de consumo que valga cuando de lo que hablamos es de la destrucción de la Tierra que, por otra parte, ya estamos viendo en la subida ilógica de las temperaturas, el deshielo de los polos, la falta de lluvias, el envenenamiento de los ríos, el calentamiento global… ¿Qué más pruebas quieren? Es verdad que existen quienes lo cuestionan todo, lo consideran montajes, eslóganes o manipulaciones de la realidad, pero ya sabemos que un negacionista sólo puede ser dos cosas: un sinvergüenza o un bobo. Seamos inteligentes: cuidemos aquello sin lo que no podríamos seguir existiendo. Eso no es ser de derechas o de izquierdas, es tener dos dedos de frente. Y si uno ha metido la pata, la saca del agujero y sigue andando.

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