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Desde la tramoya

Tres factores de comunicación por los que hundimos Europa

Primero. Cuando tocó decidimos poner como jefe a un eficaz burócrata que no conoce nadie. En los grisáceos pasillos de Bruselas sí le aprecian, y el hombre tiene prestigio y se le reconocen esfuerzos, pero lo cierto es que el bueno de Herman Van Rompuy nos parece a la inmensa mayoría de los europeos un don nadie que no tiene fuerza alguna, y es probablemente cierto. Con ese referente, Merkel puede lucir como la líder europea al menos hasta que pasen sus elecciones, en las que será con seguridad reelegida. De la ciclotímica y extraña Margaret Ashton, ni hablemos. De manera que sigue siendo cierta la famosa cita que siempre se atribuyó a Kissinger aunque él niega la paternidad: "¿A quién llamo si quiero hablar con Europa?". No hay comunidad fuerte sin líderes que la representen. No hay relato posible sin protagonistas que lo desarrollen. Por supuesto, que Europa no tenga un presidente del Consejo de más nivel, ni una buena representante exterior, no es un problema de comunicación solo, sino también político. Los líderes nacionales no quisieron arriesgar ni con Toni Blair ni con Felipe González cuando sus nombres sonaban como candidatos, y no es de extrañar que así fuera. En cualquier caso, seamos realistas: los líderes europeos no quieren que nadie por encima de ellos les haga sombra. Europa es una sociedad mercantil; no una comunidad dispuesta a dejarse liderar.

Segundo. Hemos descuidado la construcción simbólica de lo europeo. En Madrid acabamos de celebrar San Isidro y hemos visto por las calles a los niños yendo al cole vestidos de chulapos. Una ciudad con tan poca identidad cultural como Madrid (que vive más bien en el orgullo, precisamente, de no tener esa fuerte identidad), para sin embargo el día 15 de mayo, organiza unos cuantos conciertos y una feria de toros. ¿Y Europa? ¿Cuándo celebramos de verdad Europa? Europa decide prácticamente todo en nuestra vida: nuestras leyes, nuestra economía, nuestras infraestructuras, nuestra fuerza en el exterior... Pero no la vemos. ¿Dónde está su bandera, su himno, su espíritu? No hay ninguna civilización en el mundo más fuerte que la europea. Una cerveza en una taberna de Praga es igual que una cerveza en Barcelona (y muy distinta, por cierto, de una cerveza en un colmado colombiano o en un pub estadounidense). La música clásica italiana es igual que la alemana, y el canto gregoriano idéntico del norte al sur de Europa. Los chinos, los latinoamericanos y los indios saben bien lo que digo: sabrían distinguir al instante qué es Europa y qué no, porque se sienten igual paseando por París o Varsovia, y ninguna de ellas se parece sin embargo a Nueva York o a Bombay. Por eso, solo de vez en cuando podemos decir que una ciudad (como Buenos Aires) es "muy europea". Por supuesto, una nación, no se construye sólo por decreto. Pero tampoco se construye sin decretos. Las naciones son construcciones simbólicas creadas (no solo, pero también) desde el poder a través de los contenidos educativos, el protocolo, los días festivos, los ritos, la promoción del arte y la cultura y el deporte nacional, y un sinnúmero de acciones e iniciativas. De eso la Unión Europea parece no entender casi nada.

Tercero. No se han fomentado los intercambios y las relaciones de la gente, sino solo los acuerdos entre las naciones. Inventos como las becas Erasmus, que el Gobierno de Zapatero quiso y no pudo llevar al ámbito del turismo de mayores también, se han liquidado o han decaído. La experiencia del Interrrail, con miles de mochileros recorriendo las estaciones europeas de tren, al menos se ha sustituido por los vuelos baratos de Ryanair y de Easyjet. Esas dos compañías sí están manteniendo el flujo de relaciones entre los jóvenes europeos, aunque sólo sea porque sus rutas son rentables de momento, y no necesariamente por europeísmo.

De manera que, en ausencia de esos líderes y esos símbolos y esos lazos, poco puede extrañarnos que, como muestra Pew Research Center en un estudio multinacional reciente, la crisis del euro haya tenido como consecuencia no un aumento del patriotismo (incluso del populismo patriotero) como en Estados Unidos, sino un aumento de la desafección hacia Europa. En cinco años ha caído veinte puntos el porcentaje de quienes ven de forma favorable a la Unión Europea, que hoy es solo del 46 por ciento. Sólo cuatro de cada diez europeos creen que la integración económica ha sido buena para la economía. Cae en solo un año de forma escandalosa la percepción de la situción de la economía y el empleo en todos los países.

En realidad, en todos menos en uno: en Alemania. Las curvas son muy llamativas. Mientras la confianza cae en todo el continente, los líderes bregan con los indicadores de popularidad y la calle se agita, sólo una país parece orgulloso de la evolución de la economía y una líder confiada en el resultado de las próximas elecciones. Es el mismo país que estuvo en el origen de las dos guerras mundiales reclamando, y les ruego que me perdonen la simplificación, un mayor espacio para el desarrollo de su identidad y de su fuerza. Y es la misma líder de disciplina prusiana y rigor ortodoxo que hace tres décadas era una ferviente comunista en la Alemania del Este. Definitivamente, necesitamos un o una líder en Europa o en unos años seremos tan solo el polvoriento museo del mundo.

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