El Polo Norte se derrite… y nuestra justicia, también Jesús Maraña
España y Europa
Aunque sea triste que la campaña electoral haya dejado los debates de Europa en un segundo plano, bajo la crispada ofensiva interna de la oposición al Gobierno, llevo días explicándome a mí mismo que esta dinámica alterada tiene mucho que ver, en el fondo y en la forma, con el futuro del destino europeo. Cada grito nacional tiene que ver con Europa.
Después de la crisis de finales del siglo XIX que se encarnó en el malestar de la generación del 98, la sociedad tomó conciencia no ya del significado de la pérdida de Cuba y Filipinas, sino de la quiebra política de una Restauración que había separado la España oficial de la España real. Los debates parlamentarios entre los conservadores y los liberales se iban sucediendo como disputas en las nubes, pero sin lluvias verdaderas, porque no había decisiones discutidas sobre los cambios que se necesitaban para remediar el atraso económico, el caciquismo y la desigualdad nacional. Después de los gritos noventayochistas, el joven Ortega y Gasset lanzó un diagnóstico que se hizo muy popular el los primeros años del siglo XX: España es el problema y Europa la solución.
Los argumentos estaban claros. La descomposición de España debía superarse en el camino de la modernidad económica y los deseos democráticos de Europa. Debíamos tomar ejemplo de las realidades ya vividas en el mundo universitario y social de Europa. Pero la historia, cuidado, está siempre en movimiento y los diagnósticos que aspiran a ser perpetuos son superados por los cambios de la realidad. La guerra de 1914 recortó mucho las ilusiones ejemplares de una Europa entonces sometida a la apetencia bélica y negociante de sus fronteras. De pronto esa Europa no era la solución.
Las discusiones sobre España tienen mucho que ver con el posible futuro de Europa. Defenderse de los gritos autoritarios y de la extrema derecha es defender la necesidad de una Europa definida por la democracia social
Europa volvió a ser la solución cuando España aspiró a la modernización política de la Segunda República, intentando equilibrar el mundo oficial de las instituciones con la realidad nacional. Pero tardó poco en volver a quebrarse la situación. El auge de los totalitarismos y una nueva guerra dejaron a España otra vez sin compañía en su rumbo hacia la democracia social. En plena Guerra Civil, María Zambrano, una discípula de Ortega, defendió la apuesta humillada de nuestra razón poética frente al pragmatismo cartesiano que había derivado en las prepotencias economicistas o en la muerte industrial de las cámaras de gas y los campos de concentración.
Como todo pasa y todo queda, Europa volvió a ser la solución para España bajo la dictadura franquista de los años 60. Aunque Fraga Iribarne proclamaba que España era diferente, mientras intentaba reducir los diálogos internacionales al turismo y la belleza rubia de las suecas, la realidad morena española buscaba en Europa un futuro democrático y un desarrollo económico que hiciese compatible el progreso nacional con la libertad y la igualdad. España quería salir del pantano autárquico, ser Europa, unir progreso y democracia. Y España lo consiguió, entró en Europa, somos ya tan responsables de Europa, es decir, de nosotros mismos, como los franceses, los italianos o los alemanes.
Así que ahora los debates sobre Europa son también los debates sobre España. Y las discusiones sobre España tienen mucho que ver con el posible futuro de Europa. Defenderse de los gritos autoritarios y de la extrema derecha es defender la necesidad de una Europa definida por una democracia social que se sustente en los valores constitucionales de la libertad y la igualdad. Y abandonarse a los nacionalismos totalitarios es jugar a otro cambio, histórico y de raíz, que desarticule por dentro la Unión Europea.
Por eso los debates sobre los odios nacionales son en el fondo una discusión sobre Europa. Y son, además, la consecuencia de un nuevo intento de separar la política oficial y la realidad social a través de los discursos identitarios. El rechazo al extranjero es el nuevo disfraz que el neoliberalismo agita para esconder la ambición económica global de las grandes fortunas. Les importa poco que la democracia pierda sus valores y las instituciones sus formas.
España y Europa, a la vez, ahora, ya, son el problema y la solución.
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