¡La banca siempre gana! Helena Resano
Contaba Jorge Semprún (Madrid, 1923-París, 2011) que a Buchenwald trasladaron a supervivientes del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau y uno de ellos les contó lo que allí había sucedido. Era un judío polaco evacuado por los nazis justo antes de la llegada del Ejército Rojo soviético. Era enero de 1945. Y, a pesar de que ellos están en otro campo de concentración, algo distinto, pues en Buchenwald se guardaba un siniestro equilibrio entre explotar hasta la muerte o exterminar directamente al prisionero enemigo –“el infierno tenía gradaciones”–, esa historia de la solución final industrial y sistematizada de judíos les resultaba inverosímil. Precisamente a ellos. Se pregunta Semprún en unas páginas de La escritura o la vida quién los va a creer si cuentan el relato así, soltando quirúrgicamente una mecánica que solo en Auschwitz asesinó a un millón cien mil personas. Falta estructura, se dice. No lo conseguiremos si no le ponemos artificio. El día en que Semprún arrancaba a escribir ese libro, moría Primo Levi. Era el 11 de abril de 1987, más de cuarenta años después de aquella experiencia de vida, o de libertad, como él decía.
En todo esto me pone a pensar un amigo que no es escritor de ficciones porque quizá nunca lo ha intentado. En la posible utilidad del artificio que se utiliza para narrar. La literatura parte de la vida y de la experiencia, de la mirada de alguien, qué literatura no contiene una mirada sobre eso, incluso la ciencia ficción. Es el traslado de lo vivido a un nuevo lugar simbólico que, si participamos de él, si nos dejamos atravesar por él, nos transforma. Porque cuando se escribe, lo que sea, la forma de intervenir en lo real para descifrarlo mediante el lenguaje ya contiene siempre algo artificial. El periodismo es el oficio que se dota de herramientas para un traslado aproximado y lo más fiel posible de lo que sucede a través de imágenes y palabras. Nada más y nada menos. Por eso se censura, se amenaza, se prohíbe. Se mata a periodistas.
Pero pensamos mi amigo y yo en las formas que tienen las historias que encierra una novela y por qué a veces nos permite aprehender mejor lo que ha sucedido que las cifras o un dato, también necesarios y quizá más urgentes. Por qué acaba siendo casi imprescindible para llegar a tocar la naturaleza del mal, o del bien: la naturaleza de ser humanos. El corazón del conflicto. Y permitir que nos toque también nuestro propio corazón. Sobre la utilidad o no de la literatura y su mediano radio de transformación sobre lo real se ha discutido desde siempre. Pero, por eso también, se ha silenciado a escritores. Silenciar es un eufemismo.
Somos muchos los que rechazamos todavía los libros que tienen que ver con la pandemia, novelas, diarios…, da igual. Nadie quiere volver a entrar en aquellos días de muerte y encierro. A veces, se parece demasiado a lo que nosotros vivimos, y no queremos regresar, entre la escritura y la vida, o entre la lectura y la vida, entre la vida y llevarnos a un lugar donde la creación traduce la complejidad en un objeto que pretende ser arte, elegimos vivir. Pero qué pasaría si no aparecieran nunca esos sucesos. Si no se llegan a publicar novelas que transcurren en esos años concretos. O suceden, pero no hay rastro en ellas de una enfermedad que detuvo el mundo y mató a alrededor de siete millones de personas. Lo cierto es que no pasaría nada. Pero la experiencia de esas vidas quedaría oculta, silenciada, quizá no encontraría forma de entenderse en el futuro. Qué es comprendernos: ser capaces de dotarnos de un relato íntimo dentro de un contexto.
A veces, la realidad es tan terrible que necesita todo un proceso de decantación que puede durar décadas
Pienso en esto cuando la actualidad hoy demanda palabras que traduzcan la brutalidad a nuestros frívolos cerebros ocupados por lo cotidiano. Quién va a ser capaz de levantar una historia literaria que suceda en Gaza. Parece imposible todavía. A veces, la realidad es tan terrible que necesita todo un proceso de decantación que puede durar décadas. Por eso, leemos las miles de noticias, que se rigen por otros procedimientos distintos que también utilizan la palabra. Por eso, observamos a quienes sí están, a quienes sí conocen, a quienes ya comprenden la naturaleza de ese mal gritándonos una y otra vez cómo somos capaces de mirar hacia otra parte. Por eso, aparecen libros que soportan como una emergencia historias que pueden carecer de literatura.
A veces, es tarde para digerir la cascada inminente de acontecimientos, quizá ya no nos toque a nosotros más que intentar sobrevivirla moralmente. Pero, seguramente, todo será escrito. Y compareceremos mirando hacia otra parte. Justificando nuestra forma de apartar los ojos. Decía también Semprún que recitar poesía en Buchenwald era útil, que se regalaba como se regala un trozo de pan. Algo tiene ese material de inflamable cuando las palabras caen, una a una, sobre el papel.
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