Una atalaya precaria y vulnerable Aroa Moreno Durán
"No cejaremos en nuestro empeño y no daremos marcha atrás hasta que la misión se haya cumplido". Con esta contundencia anunciaba el ministro de Defensa israelí, Israel Katz, el inicio de la ofensiva terrestre contra la Ciudad de Gaza. Pocas horas más tarde, desde Suiza se hacía público el informe sobre el que Naciones Unidas lleva trabajando aproximadamente dos años. Un informe que no deja lugar a dudas.
Por primera vez un órgano oficial de Naciones Unidas concluye que las operaciones israelíes en la Franja de Gaza constituyen actos de genocidio. Esto es, que las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF) han cometido actos que encajan con la definición jurídica de genocidio. Lo hace, además con un lenguaje inequívoco que incluye matanza de civiles, destrucción sistemática de infraestructuras vitales, condiciones para impedir la supervivencia e, incluso, medidas destinadas a evitar nacimientos. Quedan reflejados en el informe cuatro de los cinco supuestos recogidos en la Convención de 1948, la que nació de las cenizas del Holocausto para que “nunca más” fuera algo más que un eslogan vacío. Este documento no es ningún panfleto activista ni un manifiesto político, sino de un documento de 72 páginas que examina pruebas, coteja testimonios y aplica el derecho internacional.
Y, sin embargo, la reacción inmediata ha sido la de siempre, negación por parte del Gobierno de Netanyahu, tibieza de sus aliados occidentales como EEUU (quien le continua suministrando armas) o eufemismos diplomáticos que parecen diseñados para anestesiar conciencias procedentes de Europa, que continúa en su estela de implantación de un genocidio ambiental, tal y como describió Naomi Klein. Mientras tanto, Gaza arde, literalmente, bajo una nueva ofensiva terrestre que amenaza con borrar lo que queda de su infraestructura civil.
Durante meses, la palabra “genocidio” fue tratada como una exageración, un recurso retórico propio de quienes “pierden la objetividad”. Solo pronunciarla era considerado como un exceso retórico falto de rigor. Hoy ya no son solo ONG o activistas quienes la pronuncian, sino la propia ONU. Esa palabra incómoda pone frente al espejo a los gobiernos que han preferido hablar de “operaciones militares” o de “autodefensa desproporcionada”, como si la aniquilación de un pueblo pudiera relativizarse con adjetivos. Es importante recordar que esta palabra no sólo describe la magnitud de la matanza, sino que reconoce un patrón que consisten en matar, destruir, impedir nacimientos, terminar con la posibilidad de construir un futuro colectivo. Lo que sucede en Gaza, como dice el informe, no son “daños colaterales”, ni una guerra asimétrica, sino un claro intento de aniquilación. No se trata de destruir a Hamás, se trata de convertir Gaza en un lugar inhabitable.
La palabra “genocidio” fue tratada como una exageración, un recurso retórico propio de quienes “pierden la objetividad”. Hoy ya no son solo ONG o activistas quienes la pronuncian, sino la propia ONU
Pero los crímenes no ocurren en el vacío. La responsabilidad no se limita a quienes aprietan el gatillo o dan la orden de bombardear. Responsables son también los cómplices que permiten tales acciones e incluso las justifican o acompañan. Cómplices son los gobiernos que envían armas, que las compran; cómplices son las instituciones que bloquean resoluciones; cómplices, son también, al fin, las opiniones públicas que aceptan el relato de que todo es “autodefensa”.
Europa debería recordar Ruanda, Bosnia o incluso el silencio que acompañó a Guernica. Mientras líderes europeos se limitan a pedir “moderación” o “proporcionalidad”, cada día mueren familias enteras bajo los bombardeos. La sensación de impunidad está cada vez más presente.
Lo que está en juego no es solo la supervivencia del pueblo palestino en Gaza, sino la credibilidad del derecho internacional. Si la comunidad internacional no es capaz de reaccionar ante un genocidio retransmitido en directo, será el fin del famoso orden basado en reglas que, lejos de ser perfecto, ha servido como eje vertebrador hasta ahora. La excusa de la ignorancia ya no vale. Tenemos imágenes de barrios arrasados, hospitales reducidos a escombros, niños enterrados bajo los cascotes. Tenemos testimonios y estadísticas verificadas. El informe de la ONU es apenas la confirmación jurídica de lo que millones de personas ya sabían por la evidencia de sus pantallas.
El informe pide detener la transferencia de armas a Israel y remitir las pruebas a la Corte Penal Internacional (CPI) y a la Corte Internacional de Justicia (CIJ). Nada de esto sucederá si la presión ciudadana no obliga a los gobiernos a moverse. En este punto la pasividad no es neutralidad: es complicidad.
Conviene aclarar en este punto las diferencias entre una y otra, ya que parece que existe cierta confusión al respecto. La primera, la CPI, juzga a personas por crímenes graves como el genocidio y tiene su origen en el Estatuto de Roma. Esta Corte es la que ordenó la detención de Netanyahu por crímenes de guerra y de lesa humanidad ya en noviembre de 2023. La segunda, la CIJ, depende de Naciones Unidas y conoce de las disputas y denuncias entre Estados; es aquí donde Sudáfrica presentó su denuncia por genocidio contra Israel. Perdonen, pero a la luz de algunas declaraciones de nuestra clase política es imprescindible aclarar este tipo de cuestiones para evitar la confusión y la manipulación.
De este modo, y volviendo al informe publicado por Naciones Unidas, no parece que quepan demasiadas dudas, la claridad de este documento es inapelable. Gaza arde y, ante lo que allí sucede, el mundo tiene dos opciones: actuar para detenerlo, pasar de las palabras a los hechos, o resignarse y ser cómplice de los crímenes de genocidio que ahí se están cometiendo.
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Ruth Ferrero-Turrión es doctora internacional por la UCM y MPhil en Estudios de Europa del Este (UNED). Profesora de Ciencia Política en la UCM.
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