La UE, fuera de la mesa y dentro de la factura. Un nuevo realismo incómodo en las negociaciones sobre Ucrania

Las negociaciones de paz en torno a Ucrania han entrado en una nueva fase, quizás decisiva, pero no necesariamente más transparente. Una vez más, y políticamente significativo, es que la Unión Europea ha quedado relegada a un papel secundario en un conflicto que se libra en su vecindario inmediato y que afecta de lleno a su seguridad, su economía y su futuro energético e industrial.

Mientras Washington, Moscú y Kiev ensayan un complejo baile diplomático triangular, la UE observa desde la barrera. Sin voz en la mesa decisiva, pero con la expectativa de financiar la reconstrucción, gestionar los desplazados y asumir los costes macroeconómicos de un país devastado. Un reparto de cargas y beneficios que difícilmente puede calificarse de equilibrado.

Que EEUU haya tomado la iniciativa negociadora no sorprende. Desde 2022, Washington controla las llaves del apoyo militar, condiciona las decisiones tácticas ucranianas y determina los límites de la escalada. El giro actual —el de un borrador negociado entre Washington y Moscú, posteriormente re-negociado con Kiev— responde al cansancio norteamericano con una guerra que consume recursos mientras se aproxima un ciclo electoral interno y un escenario global crecientemente competitivo con China.

Rusia, por su parte, ha mantenido una estrategia dual. En el terreno militar busca consolidar las líneas bajo su control y seguir erosionando la capacidad ucraniana. Mienstras que, en lo diplomático, Moscú ha dado señales ambiguas combinando retórica maximalista con mensajes tácticos de apertura a un acuerdo que consolide ganancias territoriales y garantice que Ucrania quede fuera de la órbita militar occidental. No es conciliación, es cálculo estratégico. Putin sabe que el tiempo juega en su favor, con un eje transatlántico cada vez más roto y un Washington que cada vez de manera más evidente muestra su hastío.

El tercer vértice, Ucrania, es quizás el más complejo. Hasta hace unos meses, la sola idea de negociar se vivía casi como una traición. Sin embargo, la realidad del frente, el desgaste humano, los casos de corrupción y la fragilidad económica han empujado a Zelenski a reconsiderar posiciones. Kiev no ha cambiado por convicción, sino por necesidad. La reducción del flujo de armamento, la presión estadounidense para explorar una salida política, su poca confianza en las capacidades europeas y el temor creciente a quedarse aislado en un momento crucial explican por qué Ucrania ha aceptado discutir un borrador en el que no todas sus demandas centrales pueden ser garantizadas.

El cálculo ucraniano es duro, sentarse ahora puede significar ceder terreno y aceptar límites a largo plazo, pero no hacerlo podría dejar al país expuesto a la peor de las alternativas, perder militarmente sin un marco de garantías ni apoyos sólidos.

Mientras tanto, la Unión Europea vive un momento de profunda incomodidad estratégica. Durante años construyó una narrativa de poder normativo basado en la apertura, la diplomacia y la defensa del derecho internacional. Pero la guerra en Ucrania, y el genocido en Gaza han puesto en evidencia los límites de ese marco cuando los actores centrales de la negociación ya no son los europeos.

a UE ha sido determinante en el apoyo financiero y en las sanciones, sí, pero no en la arquitectura política del acuerdo. Europa paga, pero no decide

La UE ha sido determinante en el apoyo financiero y en las sanciones, sí, pero no en la arquitectura política del acuerdo. Europa paga, pero no decide. Y ahora, además, emerge una cuestión especialmente controvertida: el destino de los activos rusos congelados en Europa.

Washington presiona para que esos fondos, custodiados mayoritariamente en bancos europeos, se utilicen para la reconstrucción ucraniana bajo supervisión y liderazgo estadounidense. Esto no solo implica un coste político para la UE, que verá cómo se diluye su control sobre recursos que están bajo su jurisdicción, sino que abre la puerta a que Estados Unidos capitalice la gestión de la reconstrucción, un proceso de dimensiones colosales que generará dependencia, influencia y oportunidades económicas. La paradoja es amarga, la UE se convierte en el principal financiador de un país estratégico para su seguridad, pero es EEUU quien se perfila como el gran arquitecto del diseño político y económico del posconflicto.

En este contexto, la posición europea aparece debilitada no solo por su ausencia en la mesa negociadora, algo que lleva siendo así desde el principio, sino por su incapacidad para articular una visión propia. Desde 2022, los discursos han oscilado entre el maximalismo retórico —“Ucrania debe ganar”— y una práctica política pragmática que nunca se atrevió a definir qué significaba exactamente “ganar” para Bruselas.

Ahora esa ambigüedad pasa factura. Si el acuerdo que emerja del triángulo EEUU-Rusia-Ucrania fija compromisos que contradicen la narrativa europea —como concesiones territoriales, limitaciones estratégicas o un modelo de reconstrucción tutelado desde Washington—, la UE tendrá que asumirlos sin haberlos moldeado.

La lectura rusa es igualmente relevante. Moscú busca un acuerdo que consolide su posición y reconozca de facto las realidades sobre el terreno. La pérdida de influencia internacional ha sido considerable, pero no terminal. En este momento, al Kremlin le interesa un alto el fuego que valide su control territorial y garantice que Ucrania no se convierta en un flanco avanzado de la OTAN y, todo ello, incluyendo en dicha negociación el lugar internacional que consideran que tiene, de ahí su reivindicación de regreso al G-7. Y eso encaja, en parte, con los objetivos de una administración estadounidense que quiere cerrar un conflicto costoso sin comprometerse a una guerra larga que limite su capacidad de maniobra en Asia.

La UE enfrenta, pues, un dilema incómodo que le hace asumir los costes de un conflicto que amenaza su estabilidad en un contexto donde sus socios y adversarios están escribiendo el guion sin contar con ella. No es solo un problema de diplomacia, sino de pérdida de agencia estratégica.

La guerra en Ucrania se ha convertido en un espejo que refleja los límites del poder europeo. Y el resultado no es halagüeño. La UE aspira a ser actor global, pero en cuestiones de seguridad sigue dependiendo de decisiones ajenas; una unión que presume de autonomía estratégica, pero cuyos activos acaban gestionados por terceros; un proyecto político que se reivindica normativo y abierto, pero que ahora se repliega por temor a las injerencias, mientras otros actores redefinen las reglas del juego.

Y ante este panorama, ante el riesgo de quedar relegada a ser la pagadora oficial de un acuerdo diseñado por otros, la UE solo tiene una opción que no es otra que la de asumir un giro estratégico profundo donde se encuentre más claridad en sus objetivos, más unidad diplomática y menos complacencia respecto a su dependencia en materia de seguridad. De lo contrario significará aceptar un papel subordinado en la arquitectura del posconflicto ucraniano. Y, de paso, reconocer que el sueño de la autonomía estratégica europea sigue siendo, por ahora, solo eso: un sueño.

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