La lucha por el control de los minerales críticos, ¿nuevo extractivismo neocolonial?

Mientras el planeta intenta avanzar hacia una transición ecológica justa, asistimos a una carrera desenfrenada por controlar los recursos que la hacen posible. Los llamados minerales críticos, que engloban litio, cobalto, níquel, tierras raras o grafito, son hoy el petróleo del siglo XXI. Y, como en toda fiebre extractiva, el poder global vuelve a reordenarse en torno a su control. Estados Unidos, consciente de su vulnerabilidad, ha fijado su mirada en Asia, convertida en el epicentro de esta nueva pugna geoeconómica.

Durante décadas, el sistema internacional se articuló en torno a la energía fósil. Las guerras, las alianzas y los equilibrios diplomáticos se definían por el acceso al petróleo y al gas. Hoy, la transición hacia un modelo descarbonizado no ha eliminado la lógica extractiva sino que simplemente la ha transformado. Los combustibles fósiles dejan paso a los minerales necesarios para fabricar baterías, turbinas, semiconductores o paneles solares.

Estados Unidos, que durante buena parte del siglo XX disfrutó de autonomía energética y supremacía tecnológica, se encuentra ahora ante un escenario distinto, ya que depende de países terceros para acceder a recursos y procesos industriales clave. China, en cambio, ha logrado situarse como el principal actor en el refinado y procesamiento de muchos de estos materiales, acumulando una ventaja que no es solo económica, sino estratégica.

No es casual que la mirada de Washington se dirija hacia Asia. Allí se concentran buena parte de las reservas, las plantas de refinado y los nodos logísticos que sostienen la cadena global de valor de los minerales críticos. Indonesia, Filipinas, Australia, Tailandia o Malasia se han convertido en escenarios de una diplomacia intensiva, donde la retórica de la “cooperación verde” oculta en realidad una lucha por el control geoeconómico.

Estados Unidos intenta ahora replicar con los minerales la misma lógica que aplicó con los semiconductores, una reconfiguración de las cadenas de suministro para reducir su dependencia de China. Bajo la estrategia del friend-shoring, busca asegurarse materias primas en países aliados o políticamente afines, aun a costa de introducir nuevas asimetrías y tensiones regionales.

La paradoja es evidente, en nombre de la sostenibilidad, las potencias reeditan viejas dinámicas coloniales. Washington, como Bruselas, promueve su autonomía estratégica sin abordar de fondo las condiciones sociales y ambientales de la extracción. Indonesia, por ejemplo, se ha convertido en un laboratorio del capitalismo verde global donde recibe inversiones masivas en níquel, clave para las baterías, pero a costa de graves impactos ambientales y conflictos laborales.

El discurso de la “transición limpia” se desmorona cuando las comunidades locales siguen pagando el precio del progreso ajeno. Lo que se libra en Asia no es solo una disputa tecnológica, sino también moral, en donde hay que preguntarse quién se beneficia de la descarbonización y quién soporta sus costes.

Pero además, desde la perspectiva de la Casa Blanca, y pronto en el marco europeo, los minerales críticos son ahora una cuestión de seguridad nacional. El Departamento de Estado y el Pentágono los incluyen ya en su agenda estratégica, equiparando el acceso a estos recursos a la defensa del país. No se trata únicamente de mantener el liderazgo tecnológico, sino de evitar que China pueda “estrangular” las cadenas de suministro en caso de conflicto.

La pregunta es si la transición ecológica será una oportunidad para la cooperación o una nueva carrera por la hegemonía

Este enfoque securitario, sin embargo, encierra un riesgo que no es otro que el de convertir la transición ecológica en un nuevo frente de la rivalidad sistémica entre potencias. Si cada actor busca su propia “autonomía” mediante la acaparación de recursos, el resultado será una transición desigual, marcada por la fragmentación del comercio global y la desconfianza mutua.

En este contexto, los países del Sur Global, aquellos que poseen las reservas y sufren las consecuencias ambientales, corren el riesgo de quedar atrapados entre las ambiciones de las grandes potencias.

Desde Europa, observamos esta pugna con una mezcla de impotencia y pragmatismo. La Unión Europea intenta construir su propia estrategia de materias primas, pero llega tarde. Washington y Pekín llevan años tejiendo redes de influencia, mientras Bruselas aún debate sobre estándares y reglamentos. El resultado es una posición subordinada que la obliga a alinearse, una vez más, con la estrategia estadounidense.

Paradójicamente, la UE podría desempeñar un papel mediador y cooperativo, apostando por una gobernanza global de los recursos que priorice la sostenibilidad y la equidad. Pero la tentación de sumarse al juego geopolítico de la “seguridad de suministro” parece pesar más que la voluntad de redefinir las reglas del juego.

El control de los minerales críticos podría ser una oportunidad para repensar el modelo global de desarrollo. Sin embargo, la competencia por asegurarlos reproduce las mismas dinámicas extractivistas que nos han llevado a la crisis climática actual. Estados Unidos, en su intento de reducir dependencias, está construyendo nuevas. Y los países asiáticos, lejos de emanciparse de ese ciclo, se ven atrapados entre la necesidad de atraer inversión y la pérdida de soberanía sobre sus propios recursos.

La pregunta es si la transición ecológica será una oportunidad para la cooperación o una nueva carrera por la hegemonía. Por ahora, la respuesta no es alentadora. Las grandes potencias siguen actuando con la lógica del siglo pasado: la de quien controla el recurso, controla el poder.

La pugna por los minerales críticos en Asia es solo el reflejo de un cambio de era. En el siglo XXI, el poder no se medirá únicamente por el tamaño del PIB o la capacidad militar, sino por el dominio de las infraestructuras tecnológicas y de los materiales que las hacen posibles. Washington lo sabe, y por eso ha puesto en marcha su nueva diplomacia de los recursos. Pero al hacerlo, reabre un debate más profundo: ¿es posible una transición energética global basada en la cooperación y la justicia, o estamos condenados a reproducir las mismas jerarquías bajo un barniz verde? De la respuesta a esa pregunta dependerá no solo el futuro de la economía mundial, sino también la credibilidad de un Occidente que dice querer salvar el planeta mientras perpetúa los mecanismos que lo condenan.

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