Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
IDEAS PROPIAS
En un mundo de guerra y muerte me atrevo a decir que hablar del amor importa más que nunca. Por ello escribo hoy para contar por qué me caso. Lo hago por la que va a ser mi mujer, por su gente, por la mía, por la nuestra; y también por seguridad. Me caso porque no para de subir el odio en las encuestas. Me caso porque me gustaría ser madre y no está claro que pueda serlo si no lo hago. Me caso porque quiero decirle al mundo que lo mío también es familia. Me caso porque cuando voy por la calle de la mano con mi pareja siguen murmurando a nuestro paso. Me caso porque este verano le dieron una paliza a un amigo en mi ciudad por maricón. Me caso porque me parece que el matrimonio es una institución problemática para las mujeres. Me caso y no me importa casarme. Me caso porque puedo y antes no se podía. Me caso por amor. Me caso por política, y me gustaría explicarme porque hay demasiadas cosas normalizadas en torno a la idea de casarse que no son exactamente como siempre habíamos pensado.
Lo normal es un invento. En aceptar esta premisa consiste, fundamentalmente, cualquier crítica a la presunción de heterosexualidad con la que empieza nuestra historia. La mía, la nuestra, es una boda entre dos mujeres. Una unión entre dos personas para las que su identidad sexual no entra dentro de lo que se espera de dos personas que nacieron con genitales femeninos. ¿Qué largo, no? Qué cosa tan complicada para contar que eres mujer que te casas con otra mujer, y punto. Baste para responder a cualquier intento de menospreciar estas explicaciones (y las que nos den la gana) que es difícil no considerar nuestro amor algo profundamente político si tenemos en cuenta que hace tan solo 20 años que podemos hacerlo legalmente en España o que no dejan de crecer las voces que piensan que quizás estaría bien volver a los tiempos en los que no teníamos las personas del mismo sexo este derecho. Igualmente, podría resolverse con estas líneas que la boda debería ser, entonces, una unión de dos mujeres y punto. Que nos compremos dos vestidos, que nos pongamos unos anillos y digamos sí, quiero. Pero les prometo que cada detalle en esta historia de amor nos ha hecho pensar.
La nuestra es una boda queer, le dijimos a nuestras amistades para invitarlas a la fiesta. Ser queer implica aprender a hablar una nueva lengua. ¿La hablamos nosotras? ¿Existe traducción heterosexual posible de lo que significa ser queer? Habrá quien diga: yo no necesito etiquetas. Habrá quien nos diga: me da igual con quién te metas en la cama o a quién quieras. Pero yo me pregunto: ¿va de eso solo ser queer? ¿Es tan nimia la relevancia de este palabrejo como para que el partido del presidente del Gobierno nos prohíba en su programa político?
Me caso porque no para de subir el odio en las encuestas. Me caso porque me gustaría ser madre y no está claro que pueda serlo si no lo hago. Me caso porque quiero decirle al mundo que lo mío también es familia
Aunque literalmente queer significa raro, torcido o extraño, es un concepto que se ha ido creando de forma reapropiada desde el activismo LGTBIQA+ y el pensamiento feminista en las últimas décadas. En mis propias carnes he ido comprobando que ser queer cuando te casas quiere decir que nada de lo que tú quieres hacer encaja con lo que la sociedad espera que hagas cuando te vas a casar. No hay rituales ni ceremonias, ni tradiciones para la unión de dos mujeres, hay que inventarlos. Por no haber, no hay ni figuritas que poner en un pastel. En una elección aparentemente sencilla, como la del vestido de novia —o de novias, en nuestro caso—, se condensa la concreción de unos roles de género que no hemos querido concretar ni asumir nunca antes en nuestra vida. Y sin embargo, la expresión y las características de género siguen siendo aspectos sobre los que opera la discriminación contra nuestro colectivo. Quién te acompaña al altar, qué sustituye al altar, quién oficia una unión de dos mujeres, de qué color son los vestidos, por qué usar un anillo o un ramo y no cualquier otra cosa; en cada detalle de este rito de paso a la sociedad adulta se declina de un modo concreto qué papel podemos jugar las mujeres que nos casamos con otras mujeres en la sociedad. Se decide en una boda de dos mujeres un trocito de lo que todas nosotras podemos hacer con nuestras vidas.
Y es que, de fondo, mucho más allá que cualquier decisión puntual, yace la idea del matrimonio en su aspecto más tradicional. Recordemos, el matrimonio siempre ha tenido una función de tipo casi patrimonial. La mujer pasaba del control del padre al control del marido, y este era el marco adecuado y legítimo legalmente para poder ser madres y cuidar de la descendencia. Es decir, el matrimonio siempre ha significado que las mujeres no somos iguales a los hombres, que tenemos menos derechos y libertades. Esta idea, que la heredamos directamente del derecho romano y de la religión católica, es demasiado poderosa como para ceñirse únicamente a su valor histórico. Pervive en cada mujer que decide ir acompañada de su padre al altar, para recordar que necesitamos una tutela. Sobrevive en cada comentario que de broma recuerda que si no es con boda mediante, tener sexo o hijos es pecado, para recordar que nuestro cometido es la maternidad y nuestra sexualidad no es un asunto del que dispongamos. Se alimenta insaciablemente de las redes sociales, plagadas con la tendencia trad wife, que significa literalmente esposa tradicional, y que reivindica para las mujeres un estilo de vida conservador donde la maternidad en exclusiva, la limpieza del hogar y el clean look son los ideales de vida a seguir. Incluso en lo que tiene que ver con las tendencias de moda para novias, ha vuelto tanto lo regio que es habitual observar en las bodas de influencers cómo han vuelto los matrimonios por la Iglesia, los trajes de novia de estilo victoriano y velos de largo catedral que no dejan ver apenas un centímetro de piel. Mujeres vestidas como auténticas vírgenes, preparadas para seguir subiendo contenido sobre piel perfecta, recetas de cocina, decoración y vacaciones en el norte. El asunto llega a ser demasiado evidente como para explicarlo y, sin embargo, es viral.
Frente a esta epidemia de conservadurismo que reduce la vida a lo útil y eficiente, reivindico el amor queer como vacuna. En tiempos de rendimiento y armamento, hablemos de amor, de amor libre y feminista, de amores raros, torcidos, gordos, complicados, humanos. Me caso porque quiero, me caso sin hombres, me caso a pesar de todo y por hacer rabiar a quien crea que lo nuestro es enfermo. Así que mientras puedas, cásate, porque como dice Benito, mientras una está viva, una debe amar lo más que pueda.
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Ángela Rodríguez Pam es exsecretaria de Estado de Igualdad.
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