Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
PLAZA PÚBLICA
La primera vuelta de las elecciones chilenas vuelve a situar al país en el vértice de la confrontación política global. No por su excepcionalidad, sino precisamente por lo contrario: por su condición de laboratorio de las tendencias que hoy atraviesan a todas las democracias. El extraordinario desempeño de las derechas extremas –candidaturas que reivindican el legado autoritario de la dictadura, relativizan violaciones de derechos humanos y cuestionan avances sustantivos en igualdad y libertades– obliga a interrogarse sobre la estabilidad del ciclo democrático abierto tras 1990. La pregunta, que hasta hace unos años habría parecido una exageración, hoy emerge con crudeza: ¿fue la democracia en Chile un paréntesis? ¿Puede el cuestionamiento de la democracia que vemos a escala global llevarnos a un cambio de orden político autoritario?
Durante décadas, Chile fue presentado como un modelo de consensos. El país que transitaba “ejemplarmente” desde un régimen militar hacia una democracia estable, integraba políticas sociales graduales y profundizaba su institucionalidad aun a pesar de ser el país con una mayor penetración del neoliberalismo en el Cono Sur. Pero lo que parecía un consenso sólido ha venido resquebrajándose, sostenido por una sociedad profundamente desigual y por un régimen económico que nunca terminó de responder a las demandas de redistribución que emergían desde las mayorías sociales chilenas.
La consolidación definitiva del voto antipolítico –volátil, emocional, dirigido contra cualquier forma de intermediación institucional– no es un fenómeno novedoso en Chile ni obviamente es un factor estrictamente chileno. Es parte de la oleada global postdemocrática: mayorías populares que sienten que la democracia ya no sirve para resolver sus problemas materiales y vitales, y que habiendo apoyado al progresismo en muchos casos, encuentran en los discursos autoritarios un placebo satisfactorio, una promesa simple de restitución de orden y reafirmación identitaria.
En el mapa electoral de la primera vuelta se aprecia, además, una fractura territorial nítida que ayuda a anticipar la dinámica de la segunda. Las candidaturas progresistas se concentran con fuerza en las grandes áreas metropolitanas —Santiago, Valparaíso y Concepción—, donde pesan más las clases medias urbanas, los sectores jóvenes y universitarios altamente precarizados que protagonizaron el último ciclo de movilización destituyente. Por el contrario, las derechas extremas han obtenido sus mejores resultados en las regiones del sur y del norte interior, territorios marcados por economías primarias, mayor inseguridad, presencia de conflictos territoriales y un fuerte desencanto con las élites políticas nacionales. Como acontece en tantos lugares, la paradoja es dolorosa para el progresismo, y los más desfavorecidos, navegando en la desesperación agitada por el universo mediático conservador y el entorno digital hegemonizado por los nuevos autoritarismos iliberales, apoyan opciones objetivamente contrarias a sus intereses.
La segunda vuelta se jugará en la capacidad de activar o desactivar electorados periféricos, y en el movimiento de los votantes de centro y de las zonas intermedias (Maule, Ñuble, O’Higgins y parte de Los Lagos). Allí, un electorado pragmático y volátil –que combina conservadurismo moral con demandas de protección social– puede inclinar la balanza hacia Jara si logra ofrecer seguridad social y estabilidad, o hacia Kast si la campaña se impone sobre el eje del orden y la mano dura. El territorio, una vez más, será el campo decisivo donde se dispute el relato del futuro democrático de Chile.
El avance de Kast y de las candidaturas que representan una restauración simbólica de la dictadura revela una transformación de fondo. No se trata únicamente de nostalgia autoritaria. Es, más bien, la expresión de un autoritarismo postdemocrático, que convive con instituciones electorales pero erosiona los fundamentos normativos de la democracia: la pluralidad, la deliberación, los derechos y las garantías.
Su narrativa conecta con un sentimiento extendido de frustración: la idea de que las élites políticas han dejado de cumplir su parte del contrato social. En ese clima, el autoritarismo ya no se presenta como una ruptura traumática, sino como una alternativa racional a un sistema que muchos consideran agotado.
En todo caso, el auge electoral de las derechas extremas en Chile no responde únicamente al malestar social: es también el resultado de una fragmentación estratégicamente coordinada que ha permitido ocupar todos los nichos del conservadurismo –del autoritarismo clásico a las posiciones libertarias antipolíticas– y que en esta primera vuelta demuestra que, de facto, puede movilizar amplias mayorías. La irrupción de figuras como Kaiser, que articulan un nacional-libertarismo radical, empuja además al conjunto del campo conservador hacia posiciones abiertamente iliberales, normalizando discursos antes confinados a los márgenes.
La consolidación del voto antipolítico es parte de la oleada global postdemocrática: mayorías populares que sienten que la democracia ya no sirve para resolver sus problemas
La segunda vuelta entre Jara y Kast no sólo decidirá un Gobierno. Pone en juego el sentido mismo del proceso democrático chileno: si será capaz de regenerarse o si se consolidará un giro hacia la deriva iliberal que asoma en buena parte del mundo.
En todo caso, y más allá de la fotografía de este domingo, el resultado del balotaje continúa abierto. Pero sea cual sea, a los progresismos vuelve a golpearnos un mensaje inequívoco: las democracias no pueden sobrevivir únicamente como procedimientos electorales. Necesitamos que sean más exitosas en su redistribución de poder y recursos. Y una posdata dirigida al Gobierno Boric: cuando se extiende la sensación de la incapacidad de las fuerzas progresistas y democráticas para articular políticas públicas redistributivas y un relato claro y eficaz de presente y futuro, se deja espacio a discursos simplificadores que ocupan el espacio con soluciones autoritarias.
Se abre dramáticamente en cuestión la democracia en Chile. Jara contra todos. ¿Conseguirá la extrema derecha imponer su impugnación a 35 años de democracia? La esperanza y el odio se disputan el campo político. En Chile y en el mundo.
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