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El fin del canon androcéntrico

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi.

Lolita ya no es un hombre. Bueno, nunca lo fue. Sí quien la creó. Vladimir Nabokov redactó esta biblia de señores maduros atraídos por nínfulas púberes en 1955 y su relato creó un nuevo término. Ocurrió lo mismo con la adúltera Emma Bovary, salida de la pluma del francés Gustave Flaubert, o con la heroína Anna Karenina, inventada por León Tolstói. Muchos personajes femeninos de la literatura han salido de mentes masculinas, siempre ocupando un lugar hegemónico del canon y de la Historia. Empiezan a cambiar las cosas: ahora ya se puede hablar de un conjunto de mujeres protagonistas ideadas por autoras.

Detectives, inspectoras de policía, migrantes en busca de identidad, oficinistas o simples flaneuses urbanas. El abanico de roles femeninos se expande como el número de autoras que hace temblar el reino androcéntrico de la crítica. Y la Lolita del principio, por ejemplo, está más cerca de ser ahora el trasunto de Phoebe Gloeckner en Diario de una adolescente que de aquella inocente musa de Nabokov. Esta ilustradora y novelista estadounidense sacudió en 2002 con aquel híbrido de texto y cómic parte de la mojigatería reinante. Su Minnie Goetze habla a sus 15 años de sexo, drogas o insatisfacción existencial sin tapujos. Escandalizar, sugiere en el prólogo a una nueva edición revisada (publicada en castellano por Reservoir Books), no era la finalidad de su trabajo.

“He querido que el personaje principal sea alguien con quien los lectores se identifiquen, sean hombres o mujeres, viejos o jóvenes. Minnie es básica y principalmente un ser humano”, advierte Gloeckner. Lo mismo ocurre con Ifemelu, la estudiante nigeriana que dibuja Chimamanda Ngonzi Adichie en Americanah o las amigas de Tiempos de swing, la última obra de la londinense Zadie Smith: todas son seres humanos a los que escuchar de igual a igual, sin carteles de género. Porque los referentes se han ampliado. En las listas de lo más vendido se suceden nombres como Dolores Redondo, María Dueñas, Elena Ferrante o Julia Navarro. Cada una a su estilo y en su parcela, pero entre todas conformando un mosaico variado de propuestas que no se reduce al tono rosa de antaño o las preocupaciones de ‘la señora de’, inmersa en sus cuitas maritales y domésticas.

Basta con fijarse en las sagas más lucrativas de los últimos años –como la de Harry Potter, de J. K. Rowling, o las 50 sombras de Grey, de E. L. James-, en bestsellers de intriga como La chica del tren, de Paula Hawkins, o en libros que se postulan al trono de Gran Novela Americana como Ojalá nos perdonen, de A. M. Homes: sus firmas resuenan en el mundillo al mismo nivel que otras de menor impacto mediático y enorme riqueza. Ya no se las mira de soslayo, sino a los ojos. Lo remarca una de las grandes figuras del panorama nacional, Elvira Lindo: “No hay una sola literatura femenina porque hay muchas voces de muy diferentes sensibilidades. No puede haber una sola etiqueta, pero una escritora no tiene por qué ocultar su sexo cuando escribe, igual que no hay por qué eludir el origen”.

“Ser mujer es algo tan determinante en la vida que es lógico que se aprecie. A algunos hombres les molesta que esa condición se note. Probablemente porque consideran que al hombre no se le aprecia su género cuando escribe. Hay mucho de arrogancia en eso, es como considerar que ser hombre es lo normal. Pero creo que esa apreciación, ese deseo, está cambiando”, concluye la artífice de Manolito Gafotas, que prefiere no hablar de “éxito o fracaso” sino de “igualdad y justicia”. “Si hacemos un ranking de personas con éxito se quedan fuera muchas de las que yo admiro. Lo que deseo es que ellas no sean silenciadas o ninguneadas, que no se las miren con condescendencia, que el punto de vista del narrador de historias no sea preeminentemente masculino. Quiero poder escuchar la voz de las mujeres”.

Romper con los valores 

Una notoriedad que, aunque gana adeptos, aún acusa la losa de la tradición. “Creo que el canon androcéntrico se mantiene por varias razones”, apunta a este respecto Marta Sanz, premio Herralde de Novela en 2015 por Farándula (Anagrama). “En primer lugar existe la eterna razón cuantitativa: la reclusión de las mujeres al espacio privado y la asociación de la creatividad femenina con la locura o el desequilibrio ha hecho que hayan sido pocas las que se han atrevido a romper la bola de pelusa y salir de sí mismas a través de la escritura en su dimensión pública y comunicativa: nadie podría creer que una mujer tuviese algo interesante que decir. En segundo lugar, incluso las mujeres que escribimos tenemos tan asimilado el canon heteropatriarcal que a veces es difícil escapar de las creencias y los valores en los que hemos sido educadas y la los que somos permeables”, sostiene la autora de Clavícula, una suerte de crónica sobre el dolor, la escritura y la feminidad que concierne “a toda una comunidad” a pesar de tratar sobre “asuntos de mujeres”, según confiesa su propia autora.

“Son nuestros valores, y las mujeres que escribimos nos formulamos preguntas permanentemente sobre los mimbres que constituyen nuestra identidad como escritoras. A muchos de estos mimbres no queremos renunciar porque forman parte de nuestra riqueza cultural. Y también de todas esas contradicciones con las que bregamos cada día”, anota quien considera fundamental vaciar lo peyorativo del término “femenino” y quien pretende reivindicarlo siendo consciente de que siempre se parte de unas coordenadas concretas (las suyas: “Mujer, española, de clase media, con estudios superiores, heterosexual, casada, atea, de izquierdas”). “Ni puedo ni quiero ni sé renunciar a ellas y posiblemente todo lo que escriba tendrá que ver con las preocupaciones y las preguntas que nacen de mis condicionantes vitales”, reflexiona Marta Sanz, citando a compañeras que están construyendo un nuevo canon en castellano con historias y estilos dispares “en un mundo que se preocupa por si son feas, guapas, por cómo van vestidas, por si quieren más a sus hijos o a sus libros o por si se han acostado con sus editores”. “Lean a Cristina Morales, Pilar Adón, Sara Mesa o Samanta Schweblin”, concluye después de una decena más de nombres.

Para Gonzalo Izquierdo y Alberto Rodríguez -fundadores de Dos Bigotes, editorial especializada en temas LGTBI- los datos también orientan esta tendencia. “Según el último Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros, las mujeres siguen leyendo más que los hombres (un 64,9% frente a un 54,4%). Y en base a nuestra experiencia, la demanda de voces femeninas es cada vez mayor, lo que no hace sino enriquecer un panorama cultural que necesita de esas miradas que, poco a poco, van ayudando a cuestionar —y socavar— los pilares del heteropatriarcado”, justifican. Entre esas narraciones que más se buscan (al menos en su catálogo) está A Virginia le gustaba Vita, una mezcla de realidad y ficción recreando el romance que mantuvieron la novelista Virginia Woolf y la poetisa Vita Sackville-West en los años veinte.

Es la creadora del texto, Pilar Bellver, la que matiza las consideraciones anteriores: “La literatura oficial del sistema, la que aparece en los medios, la que recibe los premios, la que se promociona masivamente y, lo que es más significativo, la que se estudia en las escuelas no sólo es masculina, sino blanca y heterosexista. De eso no cabe la menor duda”, puntualiza. “Pero sí que tenemos la impresión de que últimamente está siendo menos masculina, más inclusiva con otras etnias o más diversa sexualmente. El canon androcéntrico reúne dos realidades que son verdad al mismo tiempo: aún es predominante y a la vez está en decadencia. Predomina en todas las instituciones culturales (porque éstas tienen la función específica de mantener las esencias del sistema capitalista heteropatriarcal en que vivimos); pero, al mismo tiempo, está en decadencia porque lo que antes era una minoría de mujeres intelectuales que se oponía críticamente a ese canon literario se está convirtiendo hoy en un amplio sustrato de gente, cada vez más amplio, de hombres y mujeres que no pertenecen a las élites culturales”.

“Los hombres, como escritores, han expuesto sus miserias al mundo. Incluso se han vanagloriado de ellas en algunos casos. Y no sólo por valor, sino porque no recibían los castigos que recibimos nosotras al hacerlo. A eso tenemos que aspirar. No sólo a crear damiselas ni superheroínas, sino a exponer lo miserables que somos y a ser reconocidas haciendo eso. Casi nada”, expone Isabel González, compañera de Bellver en Dos Bigotes gracias a Mil mamíferos ciegos. “Esta introspección ha sido y sigue siendo necesaria porque las mujeres, por supervivencia, tenemos que reflexionar mucho sobre nosotras, sobre nuestra feminidad, sobre quiénes somos, sobre por qué estamos aquí, incluso sobre a quién pertenece nuestro cuerpo”, razona.

Gloria Fortún, prologuista de la antología Una nueva mujer, en la misma editorial, suscribe la ancestral predominancia del canon androcéntrico y distingue a la hora de hablar entre literatura de hombres y de mujeres: “Tendríamos que ver qué es literatura femenina. ¿La que escribe una mujer, la que protagoniza una mujer, la que trata temas que ‘preocupan a las mujeres’, la dirigida a un ‘público femenino’, la que demuestra una ‘sensibilidad femenina’? Creo que la diferencia no se basa tanto en el estilo, la temática o en cualquier característica similar, lo cual me parece un verdadero cliché, sino en que las autoras pertenecen a un grupo históricamente ignorado -y dependiendo de las intersecciones que recorran su existencia, como la raza, la clase o la sexualidad, aún más-, así como en la recepción de sus obras por el lector”.

Reivindicación no del todo nueva. Ya en el siglo XVIII con Jane Austen o en el XIX con las hermanas Brontë, Mary Shelley o la mencionada Virginia Woolf movieron las poltronas del gremio. Desde entonces, los personajes femeninos proliferaron. Precisamente por la incorporación de nuevas autoras que recogían un testigo custodiado por el hombre. “Hoy publican más escritoras, pero las estadísticas muestran que las revistas y suplementos literarios son mucho más propensas a reseñar libros de hombres y a tener críticos masculinos. Todavía hay un camino por recorrer”, afirma por correo electrónico la inglesa Laura Bates, fundadora del proyecto Sexismo Cotidiano, llevado a un volumen recién publicado por Capitán Swing. “Se ha juzgado habitualmente lo que escribían las mujeres como cosas sin interés para el hombre. Algo especialmente problemático si lo pensamos pedagógicamente como creación de estereotipos”, sopesa.

El acto de admirar

El acto de admirar

“El éxito de nuevas voces ha ayudado a apreciar la capacidad y la diversidad de las escritoras”, culmina Bates. “Todo movimiento social revolucionario, y el feminismo lo es (y su literatura lo sustenta) necesita referentes para avanzar”, apoya Bellver. “También necesita alguna que otra victoria, digamos que cierto grado de éxito, para que entre sus filas no cunda el desánimo”, añade. “Han cambiado quienes escriben. Ahora nosotras nos contamos a nosotras mismas. Ese es el gran cambio. Y esa es la enorme diversidad de la que vamos a disfrutar en el presente y en el futuro”. Parece que Lolita es, por fin, mujer.

*Este artículo está publicado en el número de marzo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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