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La España neopícara

Iñaki Urdangarin, el rey emérito Juan Carlos y la infanta Cristina, en un acto.

No sabemos a ciencia cierta quién escribió, allá hacia 1554, el Lazarillo de Tormes, pero sí que Mateo Alemán fue el autor de Guzmán de Alfarache (1599), Miguel de Cervantes el de Rinconete y Cortadillo (1613), Francisco de Quevedo el de La vida del Buscón (1626), y Luis Vélez de Guevara el de El diablo cojuelo (1641). Estos y otros autores construyeron en el Siglo de Oro la que quizá haya sido la principal aportación española a los géneros literarios: la novela picaresca.

Recuerden, vuesas mercedes, que las clases populares de los reinos de España vivían entonces una vida sórdida, de muchas estrecheces, que contrastaba con las pretensiones de grandeza de un imperio ya en decadencia. La picaresca era la novela realista del período. Sus protagonistas -el huérfano, el mendigo, la prostituta, el vagabundo, el hidalgo empobrecido- se buscaban la vida con el hurto, el engaño, el timo, la estafa y otros pecados o delitos no violentos. Eran antihéroes que desmentían los valores ensalzados por las clases dominantes: la honra, la caballerosidad, el respeto a la palabra dada, la religiosidad…

Ha pasado medio milenio y, para seguir siendo realistas, los autores del españolísimo género picaresco tendrían hoy que buscar sus personajes no ya en las clases populares, sino entre los empresarios, los banqueros y los políticos que acuden a los saraos del buen rey nuestro señor Felipe VI. Los buscones de hoy en día se llamarían Rodrigo Rato, Urdangarin, Cristina Cifuentes, los Pujol, Bárcenas, Villar Mir y, sí, pásmense vuesas mercedes, incluso Juan Carlos I. Hace tiempo que las élites de estos reinos decidieron que la honradez es anacrónica, ahora piensan como el antihéroe de Quevedo: “Quien no hurta, no vive.”

Tengan en cuenta, vuesas mercedes, que a las clases populares les resulta ahora muy difícil otra picaresca que no sea la de eludir el IVA en la reforma del cuarto del baño. Al asalariado se le retiene de oficio la alcabala del IRPF antes de transferirle el sueldo. Al parado o al jubilado que no está en regla se le quitan las prestaciones en un santiamén. Al que comete el crimen de defraudar 200 euros al fisco se le somete a una inspección exhaustiva. Y el banco desahucia manu militari al que no le paga las letras de la hipoteca. En el siglo XXI los currantes apenas tienen modo de escapar a la vigilancia del Big Brother. Para empezar, como sus magras cuentas bancarias están domiciliadas en España, son transparentes para la Agencia Tributaria. Y, por lo demás, todo el espacio público del país está lleno de cámaras de vigilancia, radares de tráfico y patrullas policiales.

Satanizar al pobre

El discurso dominante es estricto con el pobre y complaciente con el rico. Ensalza al que gana dinero por millones sin importarle demasiado cómo lo hace –he aquí un triunfador-, pero sataniza al parado que se gana un puñado de euros haciendo chapuzas, a la abuela que consigue pañales para el nieto como si fueran para ella o al campesino que pone en alquiler turístico su vivienda sin tener los papeles correspondientes. Las muy dominantes derechas políticas y mediáticas los denuncian y persiguen con saña, presentándolos incluso como los culpables de la última crisis económica y exonerando de la misma a los multimillonarios sinvergüenzas de la especulación financiera e inmobiliaria.

Pues bien, permítanme decirles, que lo que el parado de las chapuzas, la abuela de los pañales o el campesino del alquiler rural consiguen con su pillería es chocolate del loro al lado de lo que les sustraen directamente a ustedes o dejan de pagar al erario público los miembros de ese patio de Monipodio del siglo XXI español que se llama IBEX 35. Nuestros actuales Guzmanes de Alfarache se sientan en los consejos de administración de los bancos y las grandes empresas de la energía, la telefonía, la construcción y la alimentación, en los gobiernos de los ayuntamientos y las comunidades autónomas. Ellos son los genios de la neopicaresca, de las modernas variantes de los seculares timos de la estampita, el tocomocho y los triles.

Voy a recordarles algunas de esas variantes. Lo hago a vuelapluma, así que seguramente, vuesas mercedes, podrán añadirles muchas otras. Empezaré con aquello de que contratas un servicio con una conocida empresa, pero en realidad te lo presta otra, lo que se llama una subcontrata. Claro, cuando tienes que reclamar la mala prestación de ese servicio, te vuelves loco: nadie se responsabiliza. ¿Nunca les ha ocurrido a ustedes? Por ejemplo, cuando te instalan la fibra óptica en casa. La atención al cliente es pésima en este país. Y los derechos de los consumidores están tan poco protegidos como las costas de la Comunidad Valenciana bajo el gobierno del PP.

Aquí va otra. Un banco poderoso te ofrece una determinada remuneración para una cuenta, así que la abres ahí. Pero no tarda en comunicarte que, dadas las circunstancias del mercado financiero, te reducen o anulan esa remuneración. Y esta es tan solo la menor de las estafas que los bancos españoles hacen a sus clientes. Piensen en la Bankia de Rodrigo Rato, embaucando a pequeños ahorradores con unas preferentes más falsas que un euro de madera. O en casi todas las entidades con las cláusulas suelo de las hipotecas o cargándoles a los clientes los gastos de notaría y registro que deberían pagar ellas.

¿Y qué me dicen de los sobrecostes de las obras públicas? Con tal de ganar la adjudicación, las empresas siempre se quedan cortas a la hora de elaborar el presupuesto; lo ha hecho Sacyr hasta en Panamá. Luego resulta que la obra sale más cara, cosa que al político de turno le importa un comino porque no va a pagarlo él, va a pagarlo el contribuyente, e igual también porque se lleva una comisioncita adicional por el exceso de gasto. Y digo yo: ¿por qué no pagan las empresas los sobrecostes? Si calcularon mal, ese es su problema. O en todo caso: ¿por qué no los pagan a medias entre las empresas y los políticos que las contrataron? A nosotros nadie nos abona nuestros errores de cálculo. Ni en nuestros trabajos ni en la vida en general.

Pagan los contribuyentes

En esta España de Felipe VI nadie rescata a un pequeño comercio al que le va mal, pero las grandes empresas, ¡ay!, son intocables. Si se meten en negocios y no les funcionan, ya pagarán los contribuyentes. ¿Exagero? En absoluto. Piensen en el rescate de los bancos que nos ha costado a los contribuyentes más de 60.000 millones de euros. Piensen en el rescate de las autopistas radiales madrileñas, que nos ha costado otros 4.000 millones. Piensen en el fracasado proyecto Castor del todopoderoso Florentino Pérez, que nos ha costado otros 1.350. ¿Que no hay dinero para actualizar las pensiones? ¡Por favor!

Si los economistas que publican en los muy cortesanos diarios de papel tuvieran un pelín de honradez, lo suyo sería que averiguaran cuánto le cuestan a las arcas públicas los sobrecostes y los rescates empresariales. Seguro que esa cifra es 100 o 1.000 veces superior al menudeo del fraude en el paro o las medicinas de abuela.

¿Dinero negro? Para las derechas eso es algo asociado a las decenas de euros que se pagan sin factura al fontanero que te desatasca el lavabo. Pero resulta que hemos terminado por descubrir que la familia Botín tenía cuentas en Suiza; los Pujol, en Andorra; Rodrigo Rato, José Manuel Soria y Pilar de Borbón, en Panamá… Los técnicos de Hacienda calculan que nuestros evasores de alto copete ocultan hasta 140.000 millones de euros en paraísos fiscales. De estar aquí, como lo están su cuenta y la mía, los impuestos por los intereses de esa fortuna podrían suponer millones de euros anuales de ingresos para el erario público.

Lamento darle un disgusto a su majestad el buen rey Felipe VI, pero su España es la de las empresas que obligan a inscribirse como autónomos a chavales que trabajan exclusivamente y a tiempo completo para ellas. La de los contratos tan precarios que pueden suspenderse los fines de semana y los períodos vacacionales para que el dueño se ahorre una pasta; una práctica, por cierto, a la que se apuntan administraciones públicas. La de las viviendas sociales vendidas a precio de saldo a fondos buitre, que de inmediato suben los alquileres a gente que ni tiene trabajo. ¿Cómo llamarían, vuesas mercedes, a todo eso?

En esta España lidiar con las administraciones públicas sigue siendo una pesadilla. No hay modo de cumplir todas sus exigencias, a no ser que seas parado o jubilado y dediques a ello todo tu tiempo y todas tus energías. A la burocracia analógica denunciada por Larra en Vuelva usted mañana se le ha añadido la nueva burocracia digital: hacer los trámites online no te exime en muchas ocasiones de acudir a ventanillas y presentar papeles. ¿Y qué decir del desastre del DNI electrónico o el certificado digital? Da la impresión de que los informáticos que los han diseñado han obtenido sus títulos como los muy picarones Pablo Casado y Cristina Cifuentes sus másteres de la Universidad Rey Juan Carlos. O quizá es que sean sus parientes o familiares, ¿quién sabe?

Por no hablar del sistemático incumplimiento de la norma europea que obliga a las administraciones públicas a no exigir a los ciudadanos información o documentación que ya tienen ellas. A mí me ha ocurrido que el Registro Civil me solicite ¡un certificado de estado civil!, un documento que, por supuesto, expide ese mismo organismo, aunque no aquí, caballero, en otra ventanilla. O que, para un trámite relativo a mi vivienda, una administración me exija el recibo del último IBI, ¡el IBI que ella misma ha cobrado en mi cuenta bancaria!

Y déjenme mencionar el cachondeo de que, al menos hasta el verano pasado, mi tarjeta sanitaria de la Comunidad de Madrid no pudiera ser leída por las terminales informáticas de la Junta de Andalucía. Cristina Cifuentes y Susana Díaz, a las que se les llena la boca con lo de la sagrada unidad de España y la igualdad de todos los españoles en todo el territorio nacional, no fueron capaces durante años de hacer compatibles sus respectivas tarjetas sanitarias regionales.

Lidiar con todo eso le cuesta al contribuyente tiempo y dinero. Pero las administraciones piensan que eso no tiene ninguna importancia. Lo sagrado para ellas es su tiempo y dinero, y, por supuesto, el de los grandes patrocinadores empresariales.

Repartirse el dinero de las ayudas públicas

Me resulta, por ejemplo, bastante pícaro que la Agencia Tributaria imponga sustanciosos recargos si no les pagas a tiempo, pero a esa misma Agencia Tributaria ni se le pasa por la cabeza que la devolución que ella debe hacerte de las cantidades que tú le has abonado de más en el IRPF esté actualizada con el IPC o con el tipo de interés vigente en el período de autos. Si yo les aboné 1.000 euros de más a lo largo del año fiscal de 2017, ¿por qué, cuando me los devuelven en el verano de 2018, no están actualizados? Ni el fisco ni los bancos te perdonan un céntimo, ¿por qué tengo yo que perdonárselos a ellos?

La España del siglo XXI es la de un político como Carlos Fabra al que siempre le toca la lotería. La de Urdagarin sacándole pasta a las administraciones públicas porque es el yerno del rey. La del propio suegro de Urdangarin, Juan Carlos I, cobrando comisiones aquí y allá y haciendo que se las ingresen en las cuentas de su amante Corinna en paraísos fiscales. La del PP pagando en negro la reforma de su sede en la calle de Génova y financiándose clandestinamente con el dinero que le entregan los empresarios a cambio de que les conceda favores. La de Javier Guerrero y un puñado de caraduras repartiéndose el dinero de las ayudas de la socialista Junta de Andalucía a las víctimas de los ERE.

Quizá la cumbre de toda esta neopicaresca nacional la represente el escándalo de las tarjetas black de Caja Madrid y Bankia. No solo por el total del dinero gastado, 15 millones de euros, una pasta gansa, sino, sobre todo, por el espectáculo de más de 60 políticos y empresarios –incluido López Madrid, compi yogui de sus majestadescompi yogui - jurando que ignoraban que estuviera mal gastarse el dinero de la entidad en ropas, joyas, viajes, whisky y putas. ¿Ha dicho, putas, vuesa merded? Sí, como las que, en un caso semejante, un tal Fernando Villén pagó con una tarjeta de la Junta de Andalucía en el prostíbulo sevillano Don Angelo.

¿Casos aislados? Cuando escucho lo de “casos aislados” en relación a esta asombrosa cantidad de hechos y fenómenos, que, insisto, ustedes pueden ampliar, recuerdo una conversación de la novela El terror de 1824 (Episodios nacionales), de Benito Pérez Galdós. Hablan el fiscal absolutista Chaperón y una dama liberal. Aquí va:

“-Pero usted, señora -dijo Chaperón con el tono que en él pasaba por benévolo-, no tiene en cuenta las circunstancias...

Club España

Club España

-Veo que aquí las circunstancias lo hacen todo. Invocándolas a cada paso se cometen mil torpezas, infamias y atropellos. Si volviera a nacer, Dios mío, querría que fuese en un país donde no hubiera circunstancias”.

*Este artículo está publicado en el número de noviembre de tintaLibre. Puede consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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